miércoles, 24 de octubre de 2012

Solos ante el peligro


Me llamo Silvia y soy una ex-solitaria. Lo reconozco. Considero que mi vida adulta no comenzó hasta los veintitrés años, que fue cuando pude alimentarme mediante la venta de mi propio tiempo, en lugar del de mi padre. Empecé a trabajar en un pueblo gaditano en el que no había muchas opciones para relacionarse con individuos de mi misma especie zoológica. Aprendí a vivir sola. Aprendí a pasar mis horas de ocio sola. Antes de que pasaran tres años me mudé a Granada. Seguí viviendo sola, y se conoce que las mayores opciones de interacción que me ofrecía la ciudad, yo no las supe o las quise aprovechar. Los momentos en los que no estaba sola eran como puntos de un mensaje en morse parco en palabras. Me convertí en una virtuosa de la soledad. Eso creía, al menos hasta hace cuatro años. Porque entonces pasé del todo a la nada, en lo que a soledad se refiere, por supuesto. Mi individualidad se parecía de pronto a esos diagramas de Venn que me enseñaron en la escuela para representar la intersección de dos conjuntos. Mis frases se llenaron de “nosotros”, mis horas, de diálogo. Así que ahora se me han aflojado los músculos que me mantenían impecablemente impar.

Eso, o que en realidad nunca fui tan virtuosa. Es posible que me confundiera tanto en mi propia explicación de que yo solica estaba en la gloria, como esa gente que se cree que canta de puta madre, hasta que escucha su voz grabada. Ayer fui a la presentación de un libro en la biblioteca. Y la timidez que me poseyó, mientras esperaba a que el acto comenzara, fue un déjà vu. No es que estuviera desentrenada a estar sola, no. Es que siempre, incluso en el apogeo del idilio conmigo misma, hubo esa rigidez al colocar mi mismidad en el mundo. Un cuarto de hora antes merodeo en torno a la sala. Las puertas están todavía cerradas. Aquí no hay más que un par de parejas de amigas, con edad de echar ya de menos los primeros días de la menopausia; un inadaptado con los pantalones muy subidos, dando paseítos con las manos a la espalda; el íntimo desconocido que nos encontramos en todas las películas que venimos a ver aquí mismo; un chaval con corte de pelo abertzale que hace una quincena que no se lava el culo. Demasiada poca gente como para que un tímido se sienta en su salsa. Demasiadas probabilidades de ser estudiada por un ojo feroz, encuadrada incluso en este grupo de friquis que se estudian la agenda del Ideal en el desayuno, y no se pierden una. Menda se debate entre volverse a su casa o escabullirse entre los anaqueles de la biblioteca. Elije la segunda opción, porque es una hidalga.

Cinco minutos antes de la hora señalada ya hay una muchedumbre apañada, que se precipita por las puertas recién abiertas como mozos en los sanfermines. ¿Y qué decir de esos momentos de espera, cuando ya estás colocadita en tu butaca, y la sala se va llenando, y las luces no se apagan o la estrella del acto se está tomando una fanta entre bambalinas? A lo largo de estos cuatro años de borrachera parejil, me ha dado tiempo para olvidarme de todas las pequeñas estrategias con que el tímido afronta esa coyuntura. Abrir el libro que, mientras hacías tiempo, acabas de retirar de las estanterías del piso superior. Llamar al maldito traidor que ha preferido irse a trabajar esta tarde, antes que acompañarte a la presentación. Hablarle con una susurrante voz de chica lista. Estudiar cortes de pelo. Hacer inventario de sujetos con los que podrías imaginarte retozando. Dar gracias al cielo por encontrarte ya amancebada, y no tener que desesperar ante el penoso resultado del inventario. Escuchar conversaciones vecinas. Vomitar discretamente en caso de que en el asiento de atrás te toque uno de los supuestos peces gordos literarios de la ciudad, ejerciendo como tal ante sus coleguitas, mediante perdigonazos tipo “es una novela cósmica”, o “me tocó hacer la presentación de una infamia, una verdadera infamia”. Cerrar los ojos y decir om, y abrir una pequeña isla de calma en medio del fragor del día, y darte un abrazo autoayúdico. Mi militancia solitaria de aquellos tiempos no consiguió hacerme más fuerte a la hora de afrontar este tipo cutre de tragos.

El escritor por fin sale al estrado. Se sienta en la silla que le han preparado, abre la botella de agua, cruza los pies. Es joven. En realidad hasta desde mi distancia es posible ver que ya afeita canas. Pero sólo tiene un año más que yo, y yo no parezco ser íntimamente consciente de que los cumpleaños se me van acumulando. El escritor se coloca la melena. Hace todo lo que puede por crear un clima de salita de estar entre él y su presentador. Apela a chascarrillos a propósito del Granada F.C. Nos llama simpáticos a nosotros, su público. Se saca de la manga un par de gracias y otras pocas referencias a la crisis. Y, entre medias, deslumbra con su agudeza, y me hace sentir una oscura nostalgia al escuchar la profundidad con que desgrana los mecanismos de su novela y la personalidad de sus personajes. Pero no me cabe duda: a pesar de que a estas alturas ya debe de haberse convertido en un auténtico profesional de la entrevista, este tío es tímido. El Escritor que se sienta detrás de mí también es tímido, y por eso se ha creado un personaje atronador. Las amigas post-menopáusicas que alargan las risas ante cualquier menudencia del que está hablando, tímidas. La que se sienta a mi derecha, que saludó con alivio y un par de sonoros besos a la amiga que llegó cinco minutos tarde, tímida. A mucha de esta gente le cuesta, igual que a mí, sacar a pasear su individualidad. Me siento arropada. Ahora puedo repetirlo, amiguitos: soy una ex-solitaria.


5 comentarios:

  1. Ay, esa sensación, qué regulera y qué común también para mí...pero mira tú que algo me ha dicho siempre que "esa sensación" tiene la capacidad de acompañarnos aunque externamente estemos acompañados.
    Se disfraza de timidez, si, pero me da que también se viste de otras maneras; escarbando un poco, llegamos a la inseguridad y aquí se entra en terreno pantanoso, pues a ver quién es el guapo que se admite así. Pero aún hay más donde escarbar.
    Ese camino a la profundidad es el más difícil del mundo (al menos para mí), pero tiene una característica (también para mí): que una vez que empiezas, ya no puedes parar. Es muy duro, pero al final sólo queda lo sencillo, lo puro y el "tú misma" y, aunque es duro, también el camino está lleno de momentos preciosos y de crecimiento a tope.
    Aún no he llegado a mis profundidades, ójala y algún día lo haga. Todo comenzó con esa sensación de soledad y con mi inconformidad: ¿por qué?, que diria Mou.
    Bueno, Silvia, perdona la profunda CHAPA, pero es que me he sentido muuuuy identificada.
    Besazos grandes!
    (me ha encantado cómo lo describes).
    Laura

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    1. No te pienso perdonar CHAPA ALGUNA, mona. Al menos hasta que no empieces a pedirme un cacnon por tus reflexiones. Hasta entonces, las recibo con amor y gratitud.

      (Te imagino perfectamente con acento Mou. Parto pecho)

      Más besos para ti

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  2. Voy a ser un poco puñetera-a causa de la envidia de solitaria obligada-,¿has echado de menos muchas veces tu soledad pasada?.

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    1. ¿Muchas veces? No, mujer. Sólo en el cambio de los armarios he echado de menos cuando mi ropa ocupaba solica el mundo. O algunas veces más...Quien no quiera hacer siempre lo que le salga de los perendeles, sin contar con nadie más, ni dar explicaciones, que tire la primera piedra.

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  3. Anónimo entre comillas28 octubre, 2012 22:49

    Aquí otra tímida, más rara todavía, porque sin ser una solitaria pura, ejerce muchísimas veces de solitaria de puertas afuera, y que a base de practicar ha perdido casi todo el reparo -no todo- que tenía para, por ejemplo, entrar en un restaurante sola, ir al cine, exposiciones y más ampliamente, viajar. Eso sí, hay situaciones en eventos (inventos) como el que tú nos cuentas en las que echas de menos una tabla de salvación, aunque sea un extraño; qué mal rato pasé en la presentación de un libro de poemas y lectura por parte del autor, durante los minutos interminables en que fui el único público...

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