Otra
de las ideas fijas que tenía para las vacaciones, aparte de la de no
dormir cada noche en un hotel, y la del tumbado mississippiano, era
la de alquilar una bicicleta. Más allá de estos requisitos básicos,
lo mismo me daba acabar en Asturias que en Tombuctú. Que, a todo
esto, digo yo que la administración del exquisito Principado bien
podía plantearse ya el concederme una paguita por la promoción que
estoy haciendo de sus múltiples encantos. Aunque, tras la batida en
retirada del Espeluznante Señor Cascos, la cosa no me pone tanto. En
fin, que quería montar en bici. ¿Y por qué ese antojo, si llevaba
más de quince años sin plantar mis reales en un sillín? Pues vete
tú a saber. Una de mis ventoleras patológicas. Quizás es que,
después de dedicar un post al correr y otro al nadar, a una parte
muy cutre de mi cerebro le apetecía hacer la cuadratura del triatlón
(esto, la triangulación). O quizás el bicicleteo era la única
actividad de turismo patrocinado por Decathlon, además del
senderismo brutal, que mi compañero de viaje estaba dispuesto a
compartir conmigo.
Así
que Villanueva de Santo Adriano (Santu Adrianu. Como podrán darse
cuenta, señores principadistas, reboso respetu por la diversidad de
las chacharillas lenguas habladas en su bendito territorio. Perdón,
se me escapa el pipí). Diez de la mañana de un lunes de julio. El
Susodicho y la Abajo Firmante merodean en torno al chiringuito de
alquiler de bicicletas ubicado en el área recreativa que se mencionó
hace dos post. Vuestra amiguita es una antena parabólica de
inseguridad. A punto está de echar mano de uno de sus pintorescos y
ventajosos dolorcillos (piel de las manos en proceso de readaptación
al mundo, rodilla hipocondriaca, contractura cervical nacida en la
patria querida), por si consigue abortar la Operación Velocípedo.
Como ya ha dicho, no se ha montado en una bici desde que su cuerpo
empezó a ser bombardeado por testarudas lluvias de estrógenos.
¿Volverá a hacer alarde de su natural torpeza física? ¿Será
capaz de mantener el equilibrio sobre ese aparato que, de pronto, se
le antoja de apariencia sádica? ¿Se le acercará una pareja de la
Guardia Civil, alcoholímetro en mano? Con suerte, el chiringuito
cerrará precisamente el lunes, vaya por dios, y entonces habrán de
conformarse con una bonita e indulgente excursión.
Pues
no. Ahí están ya, aparcaditas, las bicis, la mar de educadas y
cursis. El colega que las pastorea escoge para la Abajo Firmante un
ejemplar de color kiwi, “muy facilita de llevar”, dice, subido en
su increible capacidad telepática. Y mientras Susodicho y el Pastor
de Bicicletas negocian sus cosas, ella huye a la espalda del
chiringuito, y se sube a la bici sin sufrir un tirón en la ingle,
que era uno de sus más indignos temores. Pone pie derecho en pedal
derecho y, ahora viene lo bueno, lo arriesgado, lo acrobático, pie
izquierdo en pedal izquierdo. El manillar cabecea un poco, ella mueve
las piernas como corresponde y, oh, el milagro sucede, el tópico se
cumple: montar en bici es algo que no se olvida nunca. Rueda un
minuto en círculos, comprobando su control de las direcciones. Frena
en seco. Echa pie a tierra. Quiere gritar yoojojoooii.
Porque
en esa secuencia de aclimatación se condensa un puñado de memoria
de la que Abajo Firmante no tenía noticia consciente. De golpe
recuerda el patio de la casa de La Línea donde aprendió a montar en
una diminuta bici roja dotada de ruedecillas auxiliares. Recuerda,
con cierta creatividad, a su padre sosteniendo con una mano el
manillar, y con la otra su espalda, una vez que esas ruedecillas
fueron amputadas. Recuerda el pueblo de su madre como el Dorado Reino
de las Dos Ruedas. Una vez, siendo ella pequeñita, en que su tía
Esperanza se la llevó montada en el portabultos de su cálida bici
azul, y empezó a rodar y rodar y rodar, dejando atrás el cartel con
el nombre del pueblo tachado, circulando ya entre viñas y olivares
cuya visión se empezaba a deshacer como una acuarela húmeda, y a
ella le entró miedo de apartarse tanto de lo conocido, y quiso
volver.
Aunque
carece de imágenes rodantes de su abuelo, recuerda su bicicleta
elegantísima, tan retro que todo lo que quedaba a su alrededor se
teñía de color sepia. Abajo Firmante intuye que varios miembros de
su familia conservan en sus teléfonos móviles la foto de esa bici
recortada contra la hiedra del patio, junto a esa extraña piedra
clara que parece una pila paleocristiana. Un recordatorio de pura
simplicidad veraniega, en la que flota, muy discreto, el amor filial.
Las
bicis de sus primas, aguerridas como mulos, las bicis, no las primas.
El intento, demasiado ambicioso para sus piernas de entonces, que
María José y ella hicieron de llegar a la Fuente del Espino. La
ostentosa bicicleta de montaña que sus padres compraron a Abajo
Firmante y a su hermana (¿Una bici por niña? ¿Dónde se había
visto semejante derroche?), y que suscitó cierta tirria entre las
primas desconocedoras de piñones y platos. La baca que hubo que
comprar para transportarla al pueblo en las vacaciones de verano, y
que tan pocas veces se usó. Aquella vez en que cruzó sin mirar la
calle de Málaga en la que vivía, y un coche estuvo a punto de darle
un topetazo, cómo no supo reaccionar de otra manera que pidiendo un
tímido perdón, y el tono entre furioso y angustiado que usó la
conductora para decir “perdón de qué, perdón por qué, que casi
te atropello”. Abajo Firmante no cree tener más recuerdos, desde
entonces.
Por
la tarde, tumbada sobre manta y césped, es cuando toca hacer
recuento de todas estas pequeñas memorias que se funden con el verde
flagrante de los robles entre los que hoy ha circulado, y con una
punzada de orgullo por su cuerpo que funciona. Tiene un dolor en la
parte de los isquiones (búsquenlos en el Google, amiguitos. Yo me
aprendí su ubicación en Pilates) de tipo el opulento Cayo Fortunato
propina una azotaina, con verde vara de fresno, en el culo de su
esclava favorita, porque ha sido muy, muy mala. Pero fantasea con el
proyecto de limpiar de polvo y telarañas la vieja bici de montaña,
arrumbada en el garaje de su padre, arreglarle las ruedas, y comerse
kilómetros por los carriles de media Andalucía. Qué chiquilla tan
fácil de contentar, esta Abajo Firmante.
Campaña de promoción de la imagen de Abajo Firmante. |
Se deduce de todo esto que es un mito sin fundamento tu supuesta torpeza para las habilidades físicas ¿verdad?
ResponderEliminarAgradezco cada recuerdo que rescatas de mi -nuestra- vida pasada. Siempre he dicho que si pudiéramos reunir los de cada uno e ir devolviéndolos, cuidadosamente, al lugar del que se esfumaron, ese pasado se haría más luminoso.
Y reitero mi admiración por la forma en que cuentas las cosas (ninguna relación causa-efecto con nuestra conversación de ayer).