Conozco
carreteras como esa. Rodé por ellas unas cuantas veces, rectas sin
fin ni ambigüedades,
como el futuro ante los ojos de un niño. Obviamente siempre llevaban
a algún sitio; ensartaban pequeñas ciudades somnolientas, sin humos
históricos o industriales, pobladas por una extraña raza de humanos
que hablaban sólo lo justo. A veces hacíamos un alto para comprar
un pastel asombrosamente rico, mear en alguna parte, asistir a un
curso acelerado de luz y silencio. La luz: ese truco del aire
imposible de olvidar, inexplicable. No había manera de adivinar la
receta, la dosificación exacta de transparencia y densidad. ¿Era el
mar sentido como una corazonada, al final de cada aldea? ¿Eran los
vientos barriendo las células muertas de la tierra? ¿Era todo aquel
silencio? Fuera lo que fuera, no podías comprenderlo: cómo cada
color se presentaba en su forma saturada, sin que el resultado fuera
estridente; por qué esa claridad como del otro lado del túnel que,
sin embargo, no hería ni deslumbraba. Una luz que era puro alimento.
Y que lograba imponerse a la ruina del
paisaje. A ambos lados de la carretera te acosaban eucaliptos
lúgubres, una pantalla de pinos altos y apretados de aspecto tan
mortecino que apenas si resultaban amenazantes. Desde luego la
maniobra de encubrimiento no funcionaba. La calamidad ecológica era
patente: el corazón te daba un diplomático brinco de susto e
inmediatamente se recuperaba. Era la luz, más resistente que el
desastre, o era el mismo corazón, que entonces se reventaba a hacer
horas extra por las que nunca exigía un pago.
Rodábamos, nos comíamos los kilómetros,
meciéndonos en la amistad como en una hamaca colgante, hablando si
nos apetecía. Estábamos siempre cerca de algo. O conducía yo sola,
cada vez más lejos de un espejismo amoroso que se terminó revelando
desierto; distanciándome metro a metro de quien había sido yo hasta
entonces, intuyendo que la decepción a veces es un fuego que arrasa
para que luego prosperen otras especies. La carretera sin fin era una
forma de esperanza. Aquella luz, expresión electromagnética de la
serenidad, lograba sobrevivir al desastre.
Ese era mi recuerdo y confié en que
sería así para siempre. Lo guardaba como un souvenir
precioso. Pero la luz era como un epílogo. Algo puesto al final de
un continente y de una larga historia de crímenes. La muerte estaba
ya ahí, a un paso de los arcenes, antes de que el fuego los
devorase. Árbol tras árbol, el paisaje portugués fue asesinado sin
remedio y sustituido por una masa forestal zombi. Estaba ahí
latente, esperaba, loca por rematar la calamidad con un final de
órdago. Acordarse de Dante es un recurso tan sobado.
¿Y ahora? ¿Qué queda cuando la misma
luz se quema? ¿Resistirá en el suelo alguna semilla de cordura? ¿Es
posible que alguna especie prospere tras el infierno definitivo?
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