Hay un hombre por venir al que la guerra
sí ha cambiado. He ahí dos lugares comunes, saboteando lo que
podría haber sido una buena frase.
El aire del museo de Auckland es un corsé
que le aprieta a Betty en las costillas. Rodeada de pliegos botánicos
y fósiles, aguarda un futuro que remolonea y que, oh, lugar común,
imagina en forma masculina. No anda desencaminada, porque al fin y al
cabo Betty no es todavía el personaje excepcional que esta historia
también espera. No es ese modelo de mujer fundadora, una de esas
especies que rehúye empecinadamente la sombra. Betty, que ha leído
a Shakespeare, se aplica con ironía un pasaje de Enrique IV:
“Obra en nuestro poder la semilla del helecho, y somos
invisibles al caminar”. Ella podría explicarle a cualquiera el
contexto folclórico de estos versos. Sí, quizás los saque a
relucir en la próxima visita. De esa forma los niños no olvidarán
que los helechos no tienen flores porque surgieron mucho antes de que
la naturaleza se inventara esa despampanante trampa erótica. Les
contará que se reproducen de un modo tan sigiloso que, en los
tiempos en que la ciencia aún no había suplantado a la leyenda, se
creía que sus semillas invisibles otorgaban el don de la
invisibilidad. Después dirá que los helechos no tienen semillas
sino otra cosa y, mientras lo diga, sentirá en la boca un sabor
amargo, como de masticar helechos, recordando al profesor Holloway.
Él la inició en esos secretos. Betty siempre estuvo medio
escondida, pero dejar de verle, en su clase, en su iglesia, fue como
tragarse esporas. Ahora se pregunta si llegará algún otro que sepa
verla.
Llegará; pronto, Betty, te verá y
marcará tu rumbo igual que Holloway, y con esos dos rumbos ajenos,
los helechos, la compañía, construirás tu historia única. Pero el
futuro es todavía una perturbación leve que se va gestando en otros
lugares del planeta.
En Montecassino, por ejemplo. O yendo
hacia atrás, y permitiendo que el futuro se aparee con el pasado, en
Quetta. Démosle nombre y forma al futuro. Se llama Geoffrey Allen y
el cuerpo que en la juventud fue atlético empieza ya a forzar las
costuras. Geoffrey come y bebe, viaja y se infla de mundo. La guerra
ha hecho de él un hombre distinto. Un lugar común, cierto, pero que
funciona a la hora de apuntalar biografías. Geoffrey Allen, oficial
de la RAF, se enamoró en plena batalla de Montecassino del resto de
las criaturas del aire. Él ya conocía de antes el paisaje de la
destrucción. No en vano en 1935 había sobrevolado y fotografiado
las ruinas de la ciudad pakistaní de Quetta, arrasada por un seísmo.
Todas las ruinas se parecen. En Italia, diez años después, los
bombarderos rugían, estallaban obuses, los hombres cantaban a gritos
intentando en vano espantar la muerte. Pero tras una explosión que
lo dejó momentáneamento sordo, lo primero que escuchó Geoffrey fue
un ruiseñor. Solamente eso. Todos construimos leyendas más o menos
fundadas a la hora de contar nuestra vida, y esa de Geoffrey tal vez
suene demasiado sentimental para resultar creíble. Pero tras la
guerra, los pájaros se introdujeron para siempre en su relato y ya
nunca más salieron de su vida.
Geoffrey bajará para siempre del avión
e intentará volver a captar con su cámara de fotos aquel momento
decisivo, el trino ajeno al brutal ruido humano, la continuidad y el
clamor de la naturaleza. Grande, gordo, juerguista, de carcajada
fuerte y pasos pesados, sabrá ser lo bastante sigiloso como para
escrutar a los pájaros. Y sabrá entonces, cómo no, ver a Betty.
De la época en que sobrevolaba Quetta, calculo. |
Geoffrey me gustó desde el momento que le vi en una foto. No en esta que muestras ahora; en aquella, había reventado ya todas las costuras.
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