Siempre que escuchamos ladridos donde no
gusta, él se agacha y coge una piedra. Me recomienda que haga lo
mismo. Y yo, agarrotada y medio escondida detrás de su cuerpo, con
treinta años menos de repente, lo imito. Soy presa de un miedo atávico
a las fieras: una carrera profesional en el monte no basta para curar
la basura del ADN. Así que busco mi piedra y la sudo en el
puño, mientras pasamos delante de fauces que probablemente sólo
babeen por pienso. Gimoteo no tan por dentro como quisiera.
Y me censuro: él camina con tal aplomo que es casi una afrenta.
Bastantes metros después de que el
peligro haya dejado de ser objetivo, desecho mi piedra. Con una punta
de enfado, porque me ha hecho sentir ridícula. Cómo iba a
defenderme con ella de un animal rencoroso que aspiraba al mimo
doméstico y fue dejado a su suerte en una choza de campo. Con esa puntería impresentable que tengo.
Pero la ira guía con mucha mayor
precisión que el miedo. Asustada no haría blanco ni en el océano
Atántico. Rabiosa, podría abrir cabezas. Ojalá esta mañana
hubiera encontrado piedras.
Domingo. Una ciudad que sólo el turismo
salva de ser una estepa. Voy camino del gimnasio, vestida
como corresponde: como el muestrario de una representante de Lycra®.
Sorteo una de esas obras oportunistas de agosto y atajo por una calle
secundaria en la que parezco el último ser vivo. Escucho mi música.
Amo estos paseos en los que piernas y canciones se convierten una
misma cosa efervescente. Y entonces, tan dueña de mí, tan feliz de
que el calor ya no apriete, y de que los coches hayan dimitido, y de
que a principios del siglo XX a alguien se le ocurriera plantar
árboles en esta parte del mundo... van y me cojen el culo. Me Cogen
El Culo Con Codicia. A mano abierta.
Me revuelvo y entonces al sobresalto
se le suma la perplejidad de no encontrar a la única persona
que podría darle a esto un sentido, esa que me he dejado leyendo en
el piso y que, no sé, ha tenido que seguirme corriendo porque he
vuelto a dejarme las llaves o la tarjeta de acceso al gimnasio, que
además de poca puntería, tengo más mala cabeza... Y alguien corre,
sí, pero no es el del aplomo, sino un chaval que de espaldas parece
tener de sobra edad de voto y que lleva un móvil en la mano.
Y ahí me quedo plantada, con un
¡GILIPOLLAS! colgando en el aire como en un cómic, observando esa figura
que se aleja demasiado rápido, el desgraciado, el niñato,
el cobarde. Que mientras yo me enciendo se estará echando ya unas risas con sus
colegas. Que a lo mejor ya
está colgando un vídeo en las redes sociales. Que no se
hubiera librado hoy de unos puntos de sutura si siempre que saliera
de casa yo cogiera una piedra.
¿Es eso? ¿Vamos a tener que ir armadas las
mujeres? ¿Tendremos que tatuarnos en alguna parte bien
visible que puedes encontrar la jungla donde vayas? ¿Hay que andar siempre alerta porque en la calle pululan los depredadores?
Así me sentí exactamente.
Predada. Atacada. Robada. Infringida. Y lo peor, sin capacidad de
defensa, sin ese par concreto de testículos al que dar una patada.
Volví a ponerme en marcha y para metabolizar la ira hice un par de
respiraciones profundas. Y dije bueeno. Léelo otra vez. DIJE
BUEEENO. Me avergüenzo. De bueno nada. Esto no es una
mamarrachada ni un juego de críos. No se le puede quitar hierro sólo
porque no sufriera daño.
¿Os cuento otra? Una vez me encontré a un
desgraciado haciendo una foto debajo de mi falda. En una biblioteca.
Yo estaba absorta en los libros. Y me quedé tan paralizada que ni se
me ocurrió acudir al vigilante. ¿Qué? ¿Lo seguimos enfriando?
¿Seguimos disculpando a los gallitos? ¿Aludimos de pasada a la ropa
que llevábamos puesta? ¿Seguimos tolerando hasta el infinito que
todo cuerpo femenino sea dominio público? ¿Que mi culo es mío y de todo el que quiera hacer de él un objeto de rapiña o burla?
Me ha encantado ^^
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