No he dejado de sentir cómo me palpitaba
la piel en toda la siesta. Por un momento me he asustado: creí que
la insurreción atópica volvía. Pero no había nada por lo que
preocuparse. Sólo dos brazos y dos piernas surcados de arañazos.
Excitados tras la ducha. Los vuelvo a mirar ahora y me gustan. Son
honestos y rudimentarios. Sé exactamente de dónde vienen y cuál es
su futuro. Este zarpazo de tigre entre codo y hombro es el resultado
de intentar hacerme hueco entre una alambrada y una mata de encina.
De los del antebrazo tiene la culpa una aulaga con nombre y
apellidos. El que me cruza la vena de los suicidios me lo he buscado
yo solita, por arrastrarme debajo de una malla. Pura ley de acción y
efecto. Qué hermosura. Sufrí tanto cuando la piel entera se me
volvió loca de un día para otro y sin explicarse a sí misma, que
ahora la simpleza física de los accidentes me provoca ternura.
Mis arañazos tienen relieve, como las
escarificaciones de una tribu africana. Con ellos se me identifica:
soy gente de monte. Ya lo sabes.
Es algo que el Bombero no supo. Ni yo
tampoco, al principio. Que las primeras caricias feroces que me dio
el bosque iban a convertirse en amor y familia. Empecé a trabajar y
me vi de repente en la espesura; me caí cien veces y llegué a mi
casa otras mil hecha un cristo. Me miraba de cuerpo entero en el
espejo, con la impotencia de una víctima civil de guerra. Hasta que
dejé de sentir que la convivencia con el matorral era un asunto
dañino. Desde entonces he aprendido a andar el monte de manera
preconsciente, y el monte, pese a sus modales discutibles, me tolera.
Me dejo piel entre las espinas igual que las bestias.
Pero qué blanda era yo en esos primeros
tiempos, o qué blanda se me veía. El día después de la noche que
pasamos juntos, el Bombero y yo desayunamos en la cafetería del
camping. Ensaladilla y tarta de queso. Eran las cinco de la tarde. No
había parado de llover en una semana, dentro la chimenea estaba
encendida, y la esquina de un montón de ojos merodeaba por nuestra
mesa. No me acuerdo de lo que hablábamos. Alguna conversación hecha
con pespuntes, algún chiste blanco: tapaderas. Yo empezaba a intuir
que él era hombre de un rato. Estábamos tan cerca del fuego que a
pesar del otoño y la tristeza incipiente, me subí las mangas. Él
vio los arañazos que tenía en el dorso de las manos. Pero niña,
me dijo, pasando un dedo por encima como si leyera braille. Me miró
adentro y juro que entonces también se puso algo triste. Como si mi
fragilidad de cachorro lo superase. Le di pena, o a lo mejor se dio
pena a sí mismo. Tal vez lamentó quedarse otra vez a las puertas.
Estar a punto de alcanzar la intimidad y darse la vuelta al instante.
Asomarse al borde de otra persona. Arañazos en una piel que no
volverás a tocar nunca. Huellas de una vida de la que no has sido ni
serás testigo. Las tardes de lluvia, ya se sabe.
Pero se ve que el braille no era lo suyo.
Mis arañazos no querían decir blandura, sino pertenencia e intercambio.
¡Ay vidamía!
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