La semana pasada me reencontré con mi
mejor amiga de la infancia. Sigue siendo estridente y bonita. Ambas
cosas están ligadas: bonita porque en medio de su cara redonda los
ojos azules chillan. Porque con la garganta hace caricaturas de
placer y dolor que me arañan los tímpanos y me arrancan la risa.
Porque tiene las manos pequeñas y la lengua ácida. De hecho,
torcería el gesto ante lo de “mejor amiga”. Encontraría la
manera de burlarse. O simplemente sería objetiva. No puedes
establecer jerarquías sin una variedad de elementos. Y nosotras no
tuvimos elección, muchas veces. Las dos juntas en un espacio nuevo
que se quedaba pequeño, y que apenas tenía más salida que los
dibujos animados en la tele y la propia fantasía.
También nos pegábamos. Oh, sí, aquello
eran zurras. No nos hemos dejado cicatrices en la carne, pero supongo
que sí en la psique, y por eso ahora nos costaría aún declararnos
formalmente aliadas sin una punta de escepticismo. Rodábamos por el
suelo como cachorros de una misma camada. Nos tirábamos del pelo y
nos mordíamos con una saña que desmitificaba la candidez de los
niños. Qué era ese odio súbito, de qué órgano podrido brotaba.
¿Era un mandato natural, una especie de ensayo? No pises mi
territorio; no te apropies de lo mío. Esta soy yo y estos son mis
límites. Supongo que en cualquier relación íntima se lucha por el
poder y se compite. Quizás sea una forma de poner orden: te
confundes tanto con otro que para reconstruirte tienes que dar
tirones y llevarte ADN ajeno bajo las uñas.
Pero los lazos del juego son elásticos:
los estiras hasta que parece que van a estallarte en la cara; o los
usas tanto que dan de sí y se aflojan. Pero no se rompen fácilmente.
Inventar historias a dúo. Acordar sin problemas con alguien que
aquello no es un sofá sino un barco. Proponer y aceptar retos.
Incitar y consolar miedos. Cambiarte la ropa con otro. Atreverse cada
uno a ser muchos. Hacer cosas que no sirven de nada. Tolerar el
aburrimiento juntos. Todo eso deja una huella profunda. Y puede
recuperarse, por mucho que el tiempo pase, o por mucho que cada uno
se haya ido afirmando a sí mismo.
Mi-mejor-amiga-o-lo-que-sea y yo estamos
volviendo a atar esos lazos. De repente nos apetecen pasteles y
corremos por la calle para comprarlos. Nos tumbamos panza abajo a la
orilla de un mar cristalino y nos pasamos un rato escogiendo y
regalándonos guijarros. Sudamos juntas como butaneros maoríes,
haciendo flexiones. Convertimos en himnos forever canciones frikis. Nos hacemos miles de fotos con mascarillas de oso panda. Nos
plantamos a la hora del vermú en la barra más cañí del barrio.
Nos miramos cómplices cuando nuestros padres dicen algo.
Pandas peligrosos escapados del Selwo. |
Mi hermana. Mi amiga de la infancia.
Levanten la mano los hermanos que no se hayan zurrado.
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