Uno no suele preguntarse por qué
respira, y yo tampoco suelo preguntarme el sentido de dedicarle lo
mejor de mi atención a la palabra escrita. Salgo a la calle y el
remolino de colores y formas se reordena en mi mente en forma de
frases. A veces atravieso la realidad con la esperanza de que lo que
quiere ser escrito me empape. Otras, me zarandeo para ver todavía un
poco más, para adivinar la historia oculta detrás de un frunce
fugaz en las cejas de la monitora de yoga que siempre sonríe; o del
cuidado que pone una mujer en la frutería para sacar exactamente una
de entre todas las monedas que abultan en su cartera. Me obligo a hacer
taxidermia de lo que veo como se supone que hacen los escritores
auténticos. La mayor parte del tiempo escribo por hábito, como me
lavo los dientes o me limpio la cara antes de irme a la cama.
Empujada por la fe de estar haciendo algo bueno para mi propio
cuidado.
Pero sí que hay veces también en las
que me cuestiono la razón de que siga perseverando. Pese a lo que
pueda parecer, esa duda no aparece cuando el termómetro de la
confianza marca temperaturas de enero. Pasó ya ese momento
del oh-qué-mal-escribo-oh-nadie-me-lee. Si un día me parece que
estoy a punto de sufrir una recaida, simplemente aprieto los dientes
y zapateo sobre el teclado. No. La incertidumbre sobre el sentido de
la escritura se entromete justo en los instantes más plenos. Cuando
lo que experimento está tan lleno de sí mismo, que parece trivial
querer aportar una interpretación particular de los hechos. Un zorro
viejo que debe de conocer de sobra a qué suena el eco de una
escopeta, se me planta un instante delante del coche. Mira como Gary
Cooper en la peli que todos sabemos. Le miro como...bueno, como si
fuera el mismo Gary Cooper recién afeitado. Y luego se aleja por el
campo en barbecho, con su mueca sonriente, con un garbo al que yo
nunca tendré acceso. Como si hubiera llegado a alguna simpática
conclusión sobre la naturaleza de los seres humanos. Es un ejemplo.
Otra veces es un halcón que se entrega al catalejo. Una luz que
vuelve de bronce todos los árboles. Una sonrisa que contiene todo el
espectro de las emociones más sanas.
A veces la hermosura con la que uno se
topa es tan grande, que el único modo de que no salga huyendo es
permanecer muy quieto y en completo silencio. Las palabras completan
y ordenan. Pero si lo que quieres transmitir es un estado de gracia,
las palabras no valen. Cuando el equilibrio parece el estado natural
de las cosas, una mínima intervención puede llegar a convertirse en
un trauma.
Pero sigo escribiendo aunque no aporte
nada. Por la sencilla razón de que tú no estuviste allí, ni viste
lo que sólo yo sé que traducido en palabras quedará mutilado.
Yo tengo una teoría basada en nada: los seres humanos tenemos la necesidad de crear en nuestros genes. Un hijo, un texto, un jersey de punto, un dibujo...eso ya depende de nosotros.
ResponderEliminarTampoco creo que aporte nada nuevo mi teoría.
Comparto también lo que dices acerca de nuestra intervención sobre las cosas, como si fuéramos elefantes en cacharrerías.
Besos, Silvia.
" Yo tengo una teoría basada en nada". Cómo me puede gustar tanto tu frase sin regodeos argumentales.
EliminarA veces las palabras, una palabra, estropea un momento pleno. Otras veces sirven para expresar lo que sentimos. Pero siempre disfrutamos cuando leyendo, nos identificamos con lo que el escritor dice, y nosotros no sabemos escribir.
ResponderEliminarHacer de traductor: la felicidad del que escribe.
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