Leí hace poco que el teclado de un
ordenador podía llegar a tener más mugre y bacterias que un váter.
Y no me extraña. Miro el mío, mientras encuentro un lugar más o
menos accesible por donde entrar en la corriente de las palabras. Al
instante el mirar distraído se convierte en escrutinio. Si tuviera
una lupa. Eso de ahí parece caspa. Juraría que esas motas son
esquirlas de piel de mi mano derecha. Anda, un trocito de esmalte
granate de uñas. ¿Azúcar? Bueno, sí, lo confieso, a veces voy
a la cocina, ratoneo las tortas de chocolate y manteca que Jose
compra sin miedo al infierno, y me como mi botín frente a la
pantalla. La búsqueda de inspiración me vuelve tan vulnerable. Un
pelito en forma de coma, seguramente una pestaña. Algo que ha debido
de escaparse de unas fosas nasales de las que no me declaro
propietaria. Polvo, células, todo tipo de basura íntima. Para que
luego digan que un ordenador es un objeto sin alma.
Observo mis restos, y me pregunto cuántas
otras cosas y sitios delatarán mi paso sin que yo me dé cuenta. En
cuántas superficies tocadas con descuido vivirán latentes mis
huellas. Cuánto material biológico voy diseminando alegremente,
como si quisiera sembrar el mundo de mí misma. Hay pistas mías en
la puerta de un coche que cojo a las ocho de la mañana y dejo a
disposición de un compañero de trabajo a las tres de la tarde. En
tijeras y cuchillos. En libros de la biblioteca tan voluminosos que
podrían partir cráneos como si fueran almendras. En puertas y mesas
de edificios a los que entro y salgo unas cuantas veces al día. En
los mostradores de la frutería y la panadería. En las mesas de
metal bruñido en las que apoyo los codos mientras mi café se
enfría. En una botella de cava del Corte Inglés que deseché por
pija. En unas cuantas máquinas del gimnasio que podrían ser
manipuladas con un poco de ingenio para hacer que un asesinato no
pareciera tal. En los bancos de la sauna, tan sigilosa, tan
solitaria. En cientos de troncos de encinas y pinos que acaricio de
manera ya casi instintiva.
Compongo mi lista, y no me cuesta
imaginar el número de escenas de un crimen con las que se me
podría vincular.
Y, sin embargo, me puede la gandulería
para ir un poco más lejos. Me aburro antes siquiera de empezar a
repasar los lugares mucho más sutiles donde tal vez mis huellas no
puedan ser reveladas con ningún pincel de la policía científica,
pero que sin duda me aluden de forma parecida a como hace la ropa que
me pongo o la decoración de mi casa. No haría falta un
brainstorming muy concienzudo para registrar todos los
vestigios inconscientes de mi paso por el mundo; para empezar a
desenredar en parte el lío de huellas que voy dejando a golpe de
compra, elección y traslado, en sistemas no tan remotos como a
simple vista pudiera contemplarse.
Prefiero ponerle un punto final a esto
para irme a leer tan tranquila, pero cómo voy a dejar de pensar ya
en la cantidad de abejas que habrán despistado su ruta por culpa de
los humos de combustión que suelta el coche con el que me muevo
por el campo. Cómo no voy a preguntarme si se habrán arrasado
bosques o desmantelado huertos para plantar la soja de la que se sacó
la lecitina que llevaban las natillas industriales que me han
seducido en la merienda. Si un residuo del cloro que se usó para
blanquear los kilos y kilos de celulosa que le dan cuerpo a mis
libros fue a parar a algún río. Si la complaciente luz dorada bajo
la que escribo, o la electricidad que dota de pulso a todas las
máquinas de mi casa, se obtendrán a costa de algún paisaje
inundado. Si había tiburoncillos y peces sin nombre en la cubierta
del barco que capturó la corvina que comí a mediodía, boqueando inútilmente
antes de ser arrojados por la borda como piratas. Si este ordenador
no terminará contaminando de plomo los acuíferos que rodean Acra,
Ghana. Si mi falta de interés, o mi amor insuficiente no habrá
agravado la soledad de alguien. Cómo no voy a recordar todos esos
otros crímenes en los cuales ejerzo de colaborador necesario.
Y sí, ya sé que este discurso es más
viejo que las pirámides. Que ha sido tantas veces cacareado dentro y
fuera de este blog, que suena ya al ruido inevitable y sordo del
tráfico, un par de calles adentro de las avenidas principales. Pero ¿y sin un día mi huella en tu cerebro no delatara un
crimen, sino el nacimiento de una nueva atención?
Me gusta, no se más
ResponderEliminarMujer, que no es obligatorio decir ni siquiera eso.
EliminarPues sí, hay que seguir diciéndolo tantas veces como sea necesario. Define mucho tu post mis inquietudes actuales. También el que escribiste el otro día sobre los plásticos. Dejamos huella, sí. Demasiada.
ResponderEliminarBesitos!!
Bieen, entonces ya podemos empezar a formar nuestra propia isla de cambio.
EliminarBesos, convergente mía.
Por supuesto que no es obligatorio.
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