lunes, 28 de octubre de 2013

La huella

 
Lo miraba con una especie de rabia perfectamente camuflada tras la sonrisa. Esa mínima sonrisa de cuello ladeado que él más que nadie reconocería como suya, y que tantas otras veces había sabido entender como una invitación a ponerse cómodo y compartir ironías. Lo miraba como si la rabia fuera un haz de rayos X capaz de ver lo que de verdad había más allá de la piel llena de historia, de los huesos siempre elegantes, de los ojos de animal salvaje.

Todavía no había conseguido vislumbrar nada. De vez en cuando fruncía un poco el ceño, sin dejar de sonreír nunca, como si quisiera recalibrar el aparato. Pero no parecía que pudiera resolver la incógnita de modo que los dos términos de la ecuación quedaran satisfechos: su necesidad de saber por qué maldita razón llevaba fascinada por ese rostro desde la facultad, y su lealtad a tantos años de arrebato.

Le tomaba el pelo suavemente a costa de las arrugas y las mudanzas y los negocios fallidos y, mientras, seguía estudiándolo. Como un gato al que queremos disculpar porque sólo está jugando, pero que termina machacando al ratón. Observaba la manera en que la nuez apenas perceptible subía y bajaba con cada trago de cerveza, recreándose al pensar que esa sed de explorador no estaba justificada. Escrutaba todo lo que siempre le había envenenado la sangre. El mechón que dejaba caer sobre la frente y que sólo soplaba cuando ella estaba a punto de alargar la mano para apartárselo. La punta de las pestañas, rubia como las de un niño que ha pasado mucho tiempo en la playa. La cicatriz junto al codo. El color tostado de los brazos. Cuando ya había completado el repaso, escuchaba por fin lo que decía. No tenía que pelear mucho consigo misma para reconocer que no era tan gracioso ni tan interesante. Había veinte mil blogs en internet que narraban punto por punto cada uno de sus viajes; cien mil cuentas de Facebook en las que se hacía alarde de un mismo tipo entre blanco y negro de chistes; un millón de personas que disparaban bonitas fotos en blanco y negro sobre el asfalto mojado, maniquíes pasados de moda, chicas con el maquillaje corrido esperando el amanecer bajo una marquesina. Con un tono de revancha, se dijo a sí misma que podía relajarse. Recitaría su correspondiente papel en aquella charla de viejos amigos que se obligan a seguir coqueteando, y después se marcharía tranquilamente a casa. Ya estaba curada de encanto.

Y sólo cuando se aseguró de que él era sexy, pero no tanto; de que el humor gamberro que le recordaba era más bien amable; de que la incitaba a hablar de su vida con una insistencia que cualquiera hubiera podido interpretar como nervios, pudo fijarse en la huella de pintalabios que le había plantado al saludarlo. Ahí estaba, el perfil de su boca en un color ciruela todavía satinado, más patente en la mejilla izquierda que en la derecha, un doble arco iris. Estuvo a punto de levantarse de su asiento para limpiarla con una servilleta. Hubiera sido un gesto íntimo, una vuelta de tuerca a la antigua sonrisa de invitación. Una manera de demostrarse a sí misma que su tacto ya no tenía poder para hacer que le temblaran las piernas. Pero la dejó seguir ahí, al estraperlo. Él no parecía darse cuenta, a pesar de lo untuoso y aromático que era aquel pintalabios caro. Se lo imaginó caminando hacia el parking, inconsciente todavía de que llevaba aquel sello que lo marcaba como un hierro, aquella señal de territorialidad. Pudo verlo dándole explicaciones a la novia de turno, pechugona y más bien jovencita; mirándose luego al espejo antes de lavarse la cara, con una repentina nostalgia.

Dejaron la barra del bar después de un tiempo prudencial. Él dijo cualquier cosa sobre madrugones y despertadores, ella se dejó invitar. En media hora no quedaría en la mejilla de él ni rastro de su pintalabios, ni en la fantasía de ella combustible para seguir construyendo imágenes románticas. Se separó de él con un par de besos, colocando sus labios justo sobre la huella de los primeros. Procuraba acostumbrarse a la idea de que por fin estaba libre. No dejaba de repetir su nombre mentalmente, como si fuera un salmo.

4 comentarios:

  1. Me gusta lo de "curada de encanto".
    Un beso.

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  2. Anónimo entre comillas29 octubre, 2013 22:33

    Vaya, hoy estamos parcas...o que nos has puesto de acuerdo: a mí también me ha gustado tu hallazgo. Aunque eso del encanto, a veces, es una "enfermedad" que va y viene, ¿verdad?

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  3. Exactamente como la fiebre de la malaria. De eso va este artefacto, querida.

    Lo de la parquedad no sé cómo tomármelo.

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