sábado, 26 de octubre de 2013

Los catequistas


Hay páginas de internet y de suplementos dominicales por las que ya ni te asomas.

 No hace tanto aún confiabas en ellas. Leías cada una de sus frases con el talante entregado de un feligrés palmeando coros de góspel. Luego volvías al mundo con la cara caliente, y ganas de demostrar hasta qué punto se justifica tu presencia en él. Hacías listas, respondías aplicadamente a las preguntas que te planteaban, trazabas mapas para llegar de manera directa al tesoro de tu vida. Mirabas hacia atrás, y te maravillaba la ingenuidad con que hace cinco, diez años, calibrabas cuántos progresos habías hecho contigo misma. Te intrigaba si dentro de otros cinco, diez años, volvería a maravillarte tu ingenuidad actual. Enchufabas tus circuitos mentales a la fuente de energía segura que suministraban esas páginas, y alimentando así tu natural optimismo, mantenías la fe en un avance tozudo, sin vuelta de hoja, constante.

Ahora su tono admonitorio ha empezado a mosquearte. Su discurso se ha convertido en un uso inapelable. Como Twitter, como la criminalización del azúcar, como decir kindle en lugar de libro electrónico. Por todas partes te encuentras la misma advertencia. En mayúscula, incluso, para que leas también con las orejas. Así: VAS A MORIRTE. Tienes una sola vida, una sola oportunidad en el bingo desmesurado de la existencia. Como si no lo supieras de sobra. Como si te revelaran un jugoso secreto. Como si no necesitaras Biodramina cada vez que, al acostarte, te das cuenta de que la rueda de días y de noches a la que estás enganchada, de semanas y meses y años, gira demasiado deprisa. Te topas una vez más con el memento mori reglamentario, e inevitablemente recuerdas a la catequista que, de manera un tanto rijosa, intentó volcar en tu mente la certeza de una eternidad en el infierno. Tú preguntabas ¿cuánto dura la eternidad, un millón de años? Y ella respondía: un millón por un millón por un millón, por un millón de años, ardiendo hasta el infinito. Y después andabas mirándote a los pies por la calle Victoria de Málaga, y al llegar a casa el bocadillo de chorizo con Tulipán apenas si te pasaba por la garganta.

Se te acaba el tiempo, colega


Estos nuevos catequistas tratan de guiar igualmente tu conducta y de convertirte en un prosélito. También ellos tienen un credo y un único dios. En sus altares gobierna un tipo de ser humano distinto. Más espabilado, más determinante, más productivo. Más feliz, sobre todo. Un código de mandamientos media entre ti y ese ser humano en el que podrías convertirte. Uno: aclara qué es lo que más te importa en la vida. Dos: imagina cómo sería esa vida perfecta si el dinero no fuera un problema. Tres: labra tu propósito en una placa de mármol. Cuatro: desglosa ese propósito en metas, proyectos y acciones. Y quinto: por el amor de dios, actúa. ¡ACTÚA! También en mayúsculas. Corre, invierte, deja el trabajo, abandona a tu marido, pon un negocio, haz realidad tus sueños; haz, a secas; rinde, deja huella. Toma las riendas de tu identidad. Sé de una vez lo que quieres ser. Lo que te apetezca. Cambia. Dirígete hacia ello. Ahora, ahora mismo. No pongas excusas. No lo dejes para septiembre o para después de Nochevieja. No tienes tanto tiempo. Polvo eres, recuerda.

Y sí, ya sabes que los preceptos de esta nueva religión del Entusiasmo y la Obra son intachables. Que los profetas que anuncian una vida más rica tal vez tengan razón, seguro que sí. Sabes que la tierra podría ser un lugar más habitable si cada persona trabajase con alegría y eficiencia en pos de su propio sentido. Pero no puedes evitar sentirte hostigada, observada por el ojo implacable y omnipresente de tu mejor yo. Te vas a la cama a veces cansada de tanto apremio, con la sensación de no haber trabajado bastante, y el temor de ser tú también ese tipo de persona indolente y conformista. Con un remordimiento vecino al pecado.

Cuando apagas la luz de la lamparilla obediente, y te arropas y entregas al abrazo de un colchón fofo que, comparado con otros, soporta muy pocas preocupaciones, te dices que vivir bien no debería de requerir tanto método ni tanto trabajo. Es verdad que podrías ser más. Desarrollar más facetas, girar alegremente en el carrusel de las identidades, cumplir tu potencia. Pero un poco antes de quedarte dormida se te ocurre que esa avidez de ser quizás no sea diferente de la enfermedad consumista. Basta cambiar el verbo tener por el hacer, y el hacer por el llegar a ser. Con una respiración tan lenta ya como la de una ballena, apuestas a que ni tú ni el mundo necesitáis tanta abundancia.
 

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