sábado, 12 de octubre de 2013

Sobre huellas

 
Leí hace poco que el teclado de un ordenador podía llegar a tener más mugre y bacterias que un váter. Y no me extraña. Miro el mío, mientras encuentro un lugar más o menos accesible por donde entrar en la corriente de las palabras. Al instante el mirar distraído se convierte en escrutinio. Si tuviera una lupa. Eso de ahí parece caspa. Juraría que esas motas son esquirlas de piel de mi mano derecha. Anda, un trocito de esmalte granate de uñas. ¿Azúcar? Bueno, sí, lo confieso, a veces voy a la cocina, ratoneo las tortas de chocolate y manteca que Jose compra sin miedo al infierno, y me como mi botín frente a la pantalla. La búsqueda de inspiración me vuelve tan vulnerable. Un pelito en forma de coma, seguramente una pestaña. Algo que ha debido de escaparse de unas fosas nasales de las que no me declaro propietaria. Polvo, células, todo tipo de basura íntima. Para que luego digan que un ordenador es un objeto sin alma.

Observo mis restos, y me pregunto cuántas otras cosas y sitios delatarán mi paso sin que yo me dé cuenta. En cuántas superficies tocadas con descuido vivirán latentes mis huellas. Cuánto material biológico voy diseminando alegremente, como si quisiera sembrar el mundo de mí misma. Hay pistas mías en la puerta de un coche que cojo a las ocho de la mañana y dejo a disposición de un compañero de trabajo a las tres de la tarde. En tijeras y cuchillos. En libros de la biblioteca tan voluminosos que podrían partir cráneos como si fueran almendras. En puertas y mesas de edificios a los que entro y salgo unas cuantas veces al día. En los mostradores de la frutería y la panadería. En las mesas de metal bruñido en las que apoyo los codos mientras mi café se enfría. En una botella de cava del Corte Inglés que deseché por pija. En unas cuantas máquinas del gimnasio que podrían ser manipuladas con un poco de ingenio para hacer que un asesinato no pareciera tal. En los bancos de la sauna, tan sigilosa, tan solitaria. En cientos de troncos de encinas y pinos que acaricio de manera ya casi instintiva.

Compongo mi lista, y no me cuesta imaginar el número de escenas de un crimen con las que se me podría vincular.

Y, sin embargo, me puede la gandulería para ir un poco más lejos. Me aburro antes siquiera de empezar a repasar los lugares mucho más sutiles donde tal vez mis huellas no puedan ser reveladas con ningún pincel de la policía científica, pero que sin duda me aluden de forma parecida a como hace la ropa que me pongo o la decoración de mi casa. No haría falta un brainstorming muy concienzudo para registrar todos los vestigios inconscientes de mi paso por el mundo; para empezar a desenredar en parte el lío de huellas que voy dejando a golpe de compra, elección y traslado, en sistemas no tan remotos como a simple vista pudiera contemplarse.

Prefiero ponerle un punto final a esto para irme a leer tan tranquila, pero cómo voy a dejar de pensar ya en la cantidad de abejas que habrán despistado su ruta por culpa de los humos de combustión que suelta el coche con el que me muevo por el campo. Cómo no voy a preguntarme si se habrán arrasado bosques o desmantelado huertos para plantar la soja de la que se sacó la lecitina que llevaban las natillas industriales que me han seducido en la merienda. Si un residuo del cloro que se usó para blanquear los kilos y kilos de celulosa que le dan cuerpo a mis libros fue a parar a algún río. Si la complaciente luz dorada bajo la que escribo, o la electricidad que dota de pulso a todas las máquinas de mi casa, se obtendrán a costa de algún paisaje inundado. Si había tiburoncillos y peces sin nombre en la cubierta del barco que capturó la corvina que comí a mediodía, boqueando inútilmente antes de ser arrojados por la borda como piratas. Si este ordenador no terminará contaminando de plomo los acuíferos que rodean Acra, Ghana. Si mi falta de interés, o mi amor insuficiente no habrá agravado la soledad de alguien. Cómo no voy a recordar todos esos otros crímenes en los cuales ejerzo de colaborador necesario.

Y sí, ya sé que este discurso es más viejo que las pirámides. Que ha sido tantas veces cacareado dentro y fuera de este blog, que suena ya al ruido inevitable y sordo del tráfico, un par de calles adentro de las avenidas principales. Pero ¿y sin un día mi huella en tu cerebro no delatara un crimen, sino el nacimiento de una nueva atención?

5 comentarios:

  1. Me gusta, no se más

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    1. Mujer, que no es obligatorio decir ni siquiera eso.

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  2. Pues sí, hay que seguir diciéndolo tantas veces como sea necesario. Define mucho tu post mis inquietudes actuales. También el que escribiste el otro día sobre los plásticos. Dejamos huella, sí. Demasiada.
    Besitos!!

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    1. Bieen, entonces ya podemos empezar a formar nuestra propia isla de cambio.

      Besos, convergente mía.

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  3. Por supuesto que no es obligatorio.

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