La nieve está ahí
enfrente, un ejército rival demasiado cerca. Yo me rendiría pronto,
si la ciudad cayese. Desde hace un tiempo rastreo las pistas del
invierno con ambivalencia. Un odio al que se le han ido gastando los
dientes. Una atracción que me cuesta negarme a mí misma. A las
siete y media, la mañana todavía oscura, huelo a feromona en la
calle. A mis entrañas les sale una sonrisa de lado, mientras me
arrebujo en el abrigo. El frío me va gustando como me gustan
secretamente algunas cosas que de manera oficial no me gustan. Me
gusta en realidad la bofetada del aire en la cara. Me gusta en
realidad, casi tanto como me repele, el olor a fruta pasada de los
tubos de escape. Me gustan un poco los días grises.
Pero no, la nieve no nos
invade. Cosa aristocrática, no querrá mancharse los pies de polvo y
grasa. El invierno verdadero es un criatura salvaje. Una animal de
pelaje perfecto que tiene todas las papeletas para extinguirse. Antes
de escribir he salido al balcón con una taza de té en las manos.
Los ojos dicen: alguien ha vuelto a exagerar; ni rastro de nieve. El
resto de sentidos: está por aquí, por alguna parte. Noto dentro de
la nariz cristales aún invisibles. Oigo un silencio que es algo más
que la anestesia del domingo. Siento la nieve en la piel, casi como
los caimanes.
Otra cosa que me desagrada
pero en realidad no: en realidad los envidio, su piel dura e
hipersensible. Los caimanes llevan encima, además de fealdad y
prejuicios, unos bultitos pomposamente llamados órganos sensoriales
integumetarios, con los que detectan con finura de enamorado
presiones, vibraciones, el lenguaje arcano de las ondulaciones del
agua. Quiero creer que, si en mi desarrollo embrionario fui delfín,
gallina, lagarto, a lo mejor conservo un tímido gen en mis células
que contiene el manual de instrucciones para fabricar órganos
semejantes. No se expresa, pero está ahí, en lo profundo, un por
qué no irrebatible. Por qué no, yo en mi balcón, capaz de percibir
un rango de vibraciones inverosímil. Nieve cristalizando a un
kilómetro de altura. Pisadas de animales que se esconden. El aire
que mueve tu mano.
Entonces es cuando me he
acordado de ti, allá en el norte. Me gusta imaginarte así, mirando
por otra ventana, ahora mismo, sosteniendo una taza parecida a la
mía. Me gusta pensar que tus vistas son menos urbanas. Donde en mi
afuera hay cemento, en el tuyo hay madera y piedra. Naranjos
desmadejados aquí, olmos que le piden permiso a las fachadas y al
adoquinado. En el hueco de tu ventana, robles que no necesitan
aprobación ni adjetivos, y que en eso se te parecen. Hoy he leído
por ahí esta frase: la mujer que no necesita validación externa
es la persona más temida del planeta. Estoy haciendo mi trabajo
para hermanarme contigo al respecto.
Me gusta conservar mi fe en
tu dignidad de campo viejo, mano curtida, alimento simple. Tu
resistencia a los intermediarios. Tu proximidad al paisaje. Tu
querencia de cosas apenas elaboradas, sencillas, palpables. Que andes
de espaldas a las pantallas. Me gusta pensar en ti como en el refugio
de una especie amenazada: lo lento, lo sólido, lo austero y lo
callado. Me gusta que te gusten la montaña y el descarnado frío,
tanto como a mí me gusta el verde tibio. Que la nieve, después de
estas escapadas fugaces, vaya a recogerse a tus latitudes y allí se
conserve, inmune aún a los estragos.
Mis montañas, queriendo parecerse a las tuyas. |
Me reconforta creer que
todavía andas a la busca de una manera de conversar que esté por
encima de las palabras. Quizás lo estemos haciendo, tú en tu
ventana, yo en la mía, usando órganos que sólo aparentemente han
dejado de encarnarse.
According to Stanford Medical, It's really the SINGLE reason this country's women live 10 years longer and weigh an average of 42 lbs lighter than us.
ResponderEliminar(By the way, it has NOTHING to do with genetics or some hard exercise and really, EVERYTHING around "HOW" they eat.)
P.S, What I said is "HOW", not "WHAT"...
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