lunes, 6 de enero de 2020

Por aquí es donde empiezo



Me duelen los pies. Me duelen las manos. Aunque no es dolor, para ser precisa. Es sorprendente que, siendo ésta una de las experiencias básicas de la existencia, el idioma tenga tan pocas palabras para nombrar sus especies, subespecies, variedades y matices. Que haya que llamar casi del mismo modo a lo que se siente ante la muerte de un ser querido o la perspectiva de la extinción propia; ante el amor que se pierde o deja de ganarse o se derrocha; la nube tóxica en la cabeza, destilada por una mezcla de malas posturas, burocracia, trabajos vacíos, y fricciones de una vida social promiscua; la carne que la edad corrompe y atrofia; o esta fatiga gozosa de músculos satisfechos de sí mismos.

Que me duelan pies y manos porque han trabajado intensamente, según su norma propia, y pueden seguir trabajando; que no me duela ninguna otra cosa: ese es hoy mi regalo. No me duele el corazón, mi potente placa solar que mueve, calienta e ilumina y apenas genera residuos. No me duele la espalda, esa cara oculta donde a lo mejor se condensan las tormentas de lo que no comprendo ni cumplo. Quizás sí me duele un poquito el cerebro, porque esta madrugada me he desvelado un par de horas, como si un residuo infantil estuviera todavía pendiente de la llegada de los Reyes Magos. ¿Nadie se para a pensar en los efectos a largo plazo que puede ocasionar en mentes demasiado tiernas este adoctrinamiento intensivo en el deseo? Pero no hay sorpresas hoy en mi casa, ni papel de colores ávidamente rasgado, ni ilusiones casi cumplidas. Sólo sol y un cansancio bueno, capaz de reciclarse a sí mismo. Sólo las secuelas de mi entusiasmo.

Me duelen las manos porque me he comprometido a meterlas por todas partes y a cumplir escrupulosamente el asombroso espectro de sus capacidades. Estos días las he visto negras de tierra porque mi padre me ha ayudado a plantar un huertecito de hierbas aromáticas; abrasadas y rosas de pelar remolachas recién asadas; marcadas por el barro de las baldosas tras un milagroso lapso haciendo el pino; encallecidas de colgarme de la rama de un olivo; arañadas, forzadas al agarre, dispuestas a la caricia, sorprendidas por la elocuencia de las cosas, impaciente por ampliar el espectro descuidado del tacto.


Loca de amor con mis hierbas

Me duelen los pies y las pantorrillas porque ayer subí y subí por una senda que va enhebrando mis paisajes predilectos. Antes de bajar y bajar me paré en la divisoria. Ofrendé mi aliento al levante. Dejé que me acariciaran sus barbas. Tuve que contener a mis piernas para que no siguieran por ese lado, en pos de otros verdes prometidos, del Atlántico bravo. Supe darme la vuelta, qué hercúleo trabajo, y al volver me senté de nuevo en un pequeño balcón de arenisca desde el que se entienden perfectamente todos los motivos que me hacen devota de estas tierras. Ahora me contengo para no explicarlos, porque aquí sí que me quema la tosquedad, la insuficiencia del lenguaje. Tengo la certeza de que la descripción jibariza, la sospecha de que las palabras se quedan a medias, el anhelo de encontrar un modo de compartir más puro. Ahora mismo el lenguaje sólo me sirve como mecha para, con suerte, iniciar fuegos ajenos. Para decirte “ven conmigo que te muestre”.

Pies y manos: mi cuerpo comienza en mis extremidades, y no todo lo contrario. Siempre he sido negligente con ellas. Las cosas se me caen a menudo. A mis pies les cuesta sujetarme al suelo y mantener el equilibrio. Tal vez por eso soy una experta del escapismo, una planta de difícil arraigo. Que me duelan del uso me da esperanzas de estar volviéndome por fin sólida y robusta. No quiero más regalos.


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