domingo, 10 de febrero de 2019

Ni contigo ni sin ti



Tengo una relación tormentosa con el lenguaje. Por un lado, me parece una estafa solapada tras una insuperable estrategia de marketing. Por otro, me duele en el alma. Estoy varada en la orilla de esas dos corrientes contrarias.

Aunque no es eso por lo que ya apenas publico lo que escribo. Es curioso, pero el pasado 28 de julio volví a escribir a mano en la libreta más anodina que pude encontrar en una papelería, y desde entonces no he faltado ni un solo día a mi cita. Cada noche, antes de cenar, me lavo la cara de mugre urbana y le arranco frases a mi nebulosa interna. Una cuestión de higiene que se ha terminado convirtiendo en una comunión conmigo misma. Pero cada vez me cuesta más salir de lo puramente físico, el roce tan suave del cuaderno en la pulpa de la mano, la esquividad del bolígrafo contra los dedos. Tanto como me cuesta vestirme para salir a la calle. Por pereza, claro, pero también por decencia. Tengo la sospecha de que ya he construido lo gordo, y que apenas si me queda ya material para retoques en la fachada.

Pero al lenguaje. Es que es tan mecánico hablar, y tan arduo ser honesta. Tan natural esa conmovedora farsa de querer hacer pasar un par de saludos, unas florituras corteses, por algo así como una conexión humana. Te saludo, intercambio contigo frases, confiamos en nuestra pericia como seres sociales, y cuando llego a casa y me libero de ropa ajustada y fórmulas cordiales de lenguaje, me doy cuenta de que no te he mirado apenas a la cara. No me ha sorprendido el prodigio de tener enfrente a otro ser lleno por dentro de emociones encubiertas. Las palabras se quedan flotando en torno a nosotros como bolsas de plástico desechadas que terminarán formando en el mar islas ¿de mierda? Que se comerán después las tortugas creyendo que son medusas.

Así que no le tengo un respeto loco a lo que se edifica con un material tan deleznable como las palabras. Y, sin embargo, me aflige que se adultere y se pervierta no el idioma en sí, sino la expresión misma. Que se pueda afirmar cualquier cosa sin que pase antes por un mínimo filtro de verdad o de prudencia. Que cada vez sea más difícil aventurarse por ciertos territorios de opinión sin recibir una lluvia de dardos a cambio. Que se pueda decir todo, que no se pueda decir nada. Diarreas verbales que no escandalizan, ocurrencias más o menos oportunas que despiertan cruzadas en contra. Palabras que se podan del discurso cotidiano. Hábitats verbales que se alteran y se fragmentan y menguan tanto que amenazan la supervivencia de ciertas especies.

Hace poco me pasé un buen cuarto de hora intentando identificar qué ave rapaz se había adueñado de la lente de mi catalejo. Me daba la espalda, acuclillada entre unos carrizos, mientras comía. Tan ajena a mi fijación por los nombres. Que fuera exactamente águila calzada o aguilucho lagunero, poco le importaba a ella o a la presa que despedazaba. El lenguaje rebotaba contra su realidad incontestable.

Pero no soy precisamente original si digo que el lenguaje engendra realidades. Y que cuando el lenguaje es amputado por interés o desidia, cuando se manipula, se esquilma o se deja morir de hambre, la realidad flaquea en paralelo. La vida rural se desangra a la vez que las palabras que la designan. La naturaleza ¿se nublará un poco más en nuestro afecto si empezamos a nombrarla con sucedáneos?


2 comentarios:

  1. Creo que era en los libros de "El Legado", el de Eragon, donde si conocías el nombre de las cosas, el nombre real, podías usarlo para hacer lo que quisieras con eso.
    El "nombre real" nos da poder sobre las cosas, lo que pasa que lo que conocemos son solo sucedaneos de otras lenguas, y así... lo único que podemos hacer es hablar.

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  2. Creo que el lenguaje sigue evolucionando como lo ha hecho siempre y, por lo tanto, muchos significados también.
    Sien embargo, cierto es que hay cosas que pierden su identidad cuando pierden su nombre.
    Salud!

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