Hierba desatada. Polvo de heno en los
pulmones. Arbustos grises tan pegados al suelo que parecen
humillados. La nieve de repente. Un frío marciano. Montañas con
perfiles tan precisos que parecen personas. Lagos grandes como
principados. Abetos fantasmales. Cactus con nombre y aspecto de
dinosaurio. Boñigas de vaca y alambradas. Largas carreteras
abstractas. Maneras de digerir lo inabarcable. Espacio. Espacio. Más
espacio. Geografía desorbitante. Caballos. Andar, y poder seguir
andando hasta llegar al metatarso. Galopar, conducir, y poder seguir
haciéndolo durante días como si las cosas no tuvieran bordes y la
vida no fuera finita. Una inflación tan brutal de las medidas
físicas que, puestos a imaginar conquistas, sólo se puede pensar en
la Luna.
Llevo muchos libros viajando por Estados
Unidos. He pateado sus dos espinas dorsales. He confundido lo real y
su reflejo en los Grandes Lagos. Ha llegado a parecerme que el olor
de los bisontes pudriéndose es el olor natural del mundo. He
bendecido cada cena después de fustigar con mi tractor la tierra.
Conozco California y los extremos de Colorado. Dakota del Sur.
Misuri. Kansas. Idaho. Nombres tan incrutados en mi imaginación como
la Atlántida o El Dorado.
No necesito plantar allí mis pies,
aunque quisiera, porque América está filmada de sobra, pero
todavía más escrita. Admiro ese aspecto de su literatura: la
relevancia del paisaje. Quizás eso sea lo que me hace coquetear sin
remedio con algunos escritores norteamericanos. El espacio abierto
tatuado en el carácter. Eso y el fraseo directo y los propósitos
claros. Una mujer recorriendo a pie la cresta del Pacífico; dos pringados
haciendo lo propio por los Apalaches. Un hombre devolviendo a las
llanuras violadas una porción ínfima de sus animales. Una mujer que
construye cobertizos y doma abejas. Un chico aprendiendo a aceptar su deseo y a sajar quistes de palabras no dichas. Otro que se hace a la
vez hombre y cómplice de un crimen contra lo salvaje. Steinbeck y el
perro Charley cerrando el pico alegre ante el General Sherman.
Una y otra vez lo busco: el cielo limpio
imponiendo un peso a cada letra. A veces el espacio aplasta. A veces
atosiga y te minimiza. A veces es todo lo contrario. A veces lo que
se narra es cómo el hombre asesina a su hábitat. Pero ahí están
casi siempre, horizonte frente a humano. Considerando para mal o para
bien la piedra, el arroyo, el animal y el árbol. Consignando todavía
esa sorpresa, la turbación ante una tierra enorme, vacía y nueva.
Europa en cambio es un lugar de caminos
gastados y huesos de hombres por todas partes. No puedo recordar
ahora mismo haber leído ningún libro que, La Odisea y El Quijote
aparte, contenga al paisaje de ese modo determinante. También es que
tengo mala memoria, y que la literatura negra escandinava me deja,
jujuju, fría. Pero quisiera ser desmentida. Meterme Andalucía en el
cerebro no sólo a través de la experiencia directa, sino también
mediante la lectura. Olores que conozco, orillas que piso descalza,
el sol que me deja marcas de moreno, el consuelo de los tres o cuatro
reductos casi salvajes. Quisiera ver todo eso volcado en palabras.
Barnizado con ese brillo falso pero inolvidable de los libros.
Así que o me da alguien ideas o me pongo
a ello.
Porque estos lugares también merecen protagonizar historias. |
Ruego por ambas, por las ideas y por tu valentía. Un abrazo, OV.
ResponderEliminarOjalá alguien te escuche, porque me hace falta una buena cantidad de ambas. Bueno, más que valentía, dedicación exclusiva.
EliminarQué hay de Asia...? El continente que atrapa...
ResponderEliminarOh, sí. Oh, sí. Asia me intoxica la imaginación. Pero también las bibliotecas y las librerías son occidentocéntricas. Tengo que rastrear vuelos literarios hacia el lado aromático del planeta.
EliminarPóngase!
ResponderEliminarPóngase!
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