Lo miraba con una especie de rabia
perfectamente camuflada tras la sonrisa. Esa mínima sonrisa de
cuello ladeado que él más que nadie reconocería como suya, y que
tantas otras veces había sabido entender como una invitación a
ponerse cómodo y compartir ironías. Lo miraba como si la rabia
fuera un haz de rayos X capaz de ver lo que de verdad había más
allá de la piel llena de historia, de los huesos siempre elegantes,
de los ojos de animal salvaje.
Todavía no había conseguido vislumbrar
nada. De vez en cuando fruncía un poco el ceño, sin dejar de
sonreír nunca, como si quisiera recalibrar el aparato. Pero no
parecía que pudiera resolver la incógnita de modo que los dos
términos de la ecuación quedaran satisfechos: su necesidad de saber
por qué maldita razón llevaba fascinada por ese rostro desde la facultad, y su lealtad a tantos años de arrebato.
Le tomaba el pelo suavemente a costa de
las arrugas y las mudanzas y los negocios fallidos y, mientras,
seguía estudiándolo. Como un gato al que queremos disculpar porque
sólo está jugando, pero que termina machacando al ratón. Observaba
la manera en que la nuez apenas perceptible subía y bajaba con cada
trago de cerveza, recreándose al pensar que esa sed de explorador no
estaba justificada. Escrutaba todo lo que siempre le había
envenenado la sangre. El mechón que dejaba caer sobre la frente y
que sólo soplaba cuando ella estaba a punto de alargar la mano para
apartárselo. La punta de las pestañas, rubia como las de un niño
que ha pasado mucho tiempo en la playa. La cicatriz junto al codo. El
color tostado de los brazos. Cuando ya había completado el repaso,
escuchaba por fin lo que decía. No tenía que pelear mucho consigo
misma para reconocer que no era tan gracioso ni tan interesante. Había
veinte mil blogs en internet que narraban punto por punto cada uno de
sus viajes; cien mil cuentas de Facebook en las que se hacía alarde
de un mismo tipo entre blanco y negro de chistes; un millón de
personas que disparaban bonitas fotos en blanco y negro sobre el asfalto mojado, maniquíes pasados de moda, chicas con el maquillaje
corrido esperando el amanecer bajo una marquesina. Con un tono de
revancha, se dijo a sí misma que podía relajarse. Recitaría su
correspondiente papel en aquella charla de viejos amigos que se
obligan a seguir coqueteando, y después se marcharía tranquilamente a casa. Ya
estaba curada de encanto.
Y sólo cuando se aseguró de que él era
sexy, pero no tanto; de que el humor gamberro que le recordaba era
más bien amable; de que la incitaba a hablar de su vida con una
insistencia que cualquiera hubiera podido interpretar como nervios,
pudo fijarse en la huella de pintalabios que le había plantado al saludarlo. Ahí estaba, el perfil de
su boca en un color ciruela todavía satinado, más patente en la
mejilla izquierda que en la derecha, un doble arco iris. Estuvo
a punto de levantarse de su asiento para limpiarla con una servilleta. Hubiera sido
un gesto íntimo, una vuelta de tuerca a la antigua sonrisa de
invitación. Una manera de demostrarse a sí misma que su tacto ya no
tenía poder para hacer que le temblaran las piernas. Pero la dejó
seguir ahí, al estraperlo. Él no parecía darse cuenta, a pesar de
lo untuoso y aromático que era aquel pintalabios caro. Se lo imaginó
caminando hacia el parking, inconsciente todavía de que llevaba
aquel sello que lo marcaba como un hierro, aquella señal de
territorialidad. Pudo verlo dándole explicaciones a la novia de
turno, pechugona y más bien jovencita; mirándose luego al espejo
antes de lavarse la cara, con una repentina nostalgia.
Dejaron
la barra del bar después de un tiempo prudencial. Él dijo cualquier
cosa sobre madrugones y despertadores, ella se dejó invitar. En
media hora no quedaría en la mejilla de él ni rastro de su
pintalabios, ni en la fantasía de ella combustible para seguir
construyendo imágenes románticas. Se separó de él con un par de
besos, colocando sus labios justo sobre la huella de los primeros.
Procuraba acostumbrarse a la idea de que por fin estaba libre. No
dejaba de repetir su nombre mentalmente, como si fuera un salmo.
Me gusta lo de "curada de encanto".
ResponderEliminarUn beso.
Y a mi.
ResponderEliminarOtro beso!
Vaya, hoy estamos parcas...o que nos has puesto de acuerdo: a mí también me ha gustado tu hallazgo. Aunque eso del encanto, a veces, es una "enfermedad" que va y viene, ¿verdad?
ResponderEliminarExactamente como la fiebre de la malaria. De eso va este artefacto, querida.
ResponderEliminarLo de la parquedad no sé cómo tomármelo.