Creyó tal vez que la guerra lo cambiaría
todo. Que arrasaría su vida y encontraría en la ruina algún tipo
de forma. Betty, buena chica, cuerpo endeble, hija de su madre antes
que ninguna otra cosa, desaparecería como tantos buenos chicos
enviados al frente. El tedio saltaría por los aires. Lo visceral
quedaría por fin expuesto. Su verdad candente escondida tras ropas
grises. A los treinta años Betty era un fruto maduro que empieza a
fermentar antes de caerse del árbol. No había a la vista ser o
periplo que la devorase y pudiese transportar su semilla, lejos, lo
más lejos posible de la rama en la que se pudría.
Pero Nueva Zelanda era como el Plutón de
las pasiones. La pura definición de la periferia. Sí, los aviones
japoneses zanganeaban de vez en cuando por los cielos estrechos de
Wellington y Auckland, tan altos, tan inconstantes, que la amenaza de
invasión apenas conseguía arrancarte de la somnolencia. Sí, la
guerra hizo mella en las importaciones, pero qué épica podía haber
en las cartillas de racionamiento y en las colas. Recostada en el
interior del camión que le habían asignado, Betty consideraba que
la guerra allí no era más que monotonía en uniforme. De la fábrica
de mantas a la base aérea, de la base al puerto, del puerto a la
fábrica de galletas. Facturas, albaranes, bostezos. Esperas y
prisas. Ni un bache en las carreteras. Alguien a quien conocía fue
movilizado a la campaña del norte de África. Un bueno chico
aburrido con un futuro ligado naturalmente a la cría de ovejas. Si
en su momento Betty le hubiera dicho sí, ahora tendría al menos un
nombre por el que preocuparse, su ración propia de drama.
Le dijo que no y cuando lo mataron no
tuvo siquiera derecho al luto. Nada de lo que pasaba en el mundo
parecía tocarla. La pena era esa cosa sin esqueleto instalada en la
mente y no en el pecho. Una emoción a la que tenía que obligarse.
La expectación bélica declinó pronto, incumpliendo sus promesas:
ruina y regeneración; arrebato y cambio. Berlín y Japón no se
habían rendido aún y Betty volvió a ser transplantada al Museo de
Auckland. A veces fantaseaba con que todo lo que le ocurría, y sobre
todo lo que dejaba de ocurrirle, era producto de un encanto. El aire
se blindaba cada vez que intentaba abandonar el país para siempre,
la vida plana que le ofrecía. ¿Su madre era la bruja del cuento?
Demente y bella como la madrasta de Blancanieves, bromeaba para sí
misma. ¿Era Lucy Cranwell una de sus secuaces?
Lucy, siempre Lucy. Su modelo y su
afrenta. La mujer odiosa de tan admirable. Si nada parecía tocar a
Betty, Lucy conseguía moldear el mundo. Todos los soldados aliados
destinados al frente del Pacífico atesoraban en su petate un folleto
que ella había escrito. Un compendio de alimentos silvestres que en
caso de ser derribados, podrían mantenerlos con vida en la jungla.
Lucy guía y brújula, chispa vital, hada buena. Lucy ganando siempre
en velocidad, adelantándose. En 1943 volvió a crearse a sí misma y
se casó de forma intempestiva con un capitán americano. Un año más
tarde ya se había mudado a Tucson. El aire abría pasillos para
ella en vez de blindarse.
Y Betty fue la elegida para sustituirla
en el puesto de conservadora botánica de un museo que conocía de
sobra. ¿Tenía acaso que alegrarse? ¿Por volver a Auckland, tan
cerca de su madre? ¿Por seguir la estela de Lucy? ¿Por la pequeñez
y el encierro y las excursiones para señoritas y niños? ¿Tenía
que darse por satisfecha con el éxito de la muestra floral que Lucy
había instaurado y Betty organizaba dócilmente tras su marcha?
Flores cortadas. Especímenes pardos entre papel secante.
Habitaciones sin ventanas. ¿Cuándo iba a empezar a correr la savia?
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