lunes, 22 de mayo de 2017

La savia parada (21)

 
Creyó tal vez que la guerra lo cambiaría todo. Que arrasaría su vida y encontraría en la ruina algún tipo de forma. Betty, buena chica, cuerpo endeble, hija de su madre antes que ninguna otra cosa, desaparecería como tantos buenos chicos enviados al frente. El tedio saltaría por los aires. Lo visceral quedaría por fin expuesto. Su verdad candente escondida tras ropas grises. A los treinta años Betty era un fruto maduro que empieza a fermentar antes de caerse del árbol. No había a la vista ser o periplo que la devorase y pudiese transportar su semilla, lejos, lo más lejos posible de la rama en la que se pudría.

Pero Nueva Zelanda era como el Plutón de las pasiones. La pura definición de la periferia. Sí, los aviones japoneses zanganeaban de vez en cuando por los cielos estrechos de Wellington y Auckland, tan altos, tan inconstantes, que la amenaza de invasión apenas conseguía arrancarte de la somnolencia. Sí, la guerra hizo mella en las importaciones, pero qué épica podía haber en las cartillas de racionamiento y en las colas. Recostada en el interior del camión que le habían asignado, Betty consideraba que la guerra allí no era más que monotonía en uniforme. De la fábrica de mantas a la base aérea, de la base al puerto, del puerto a la fábrica de galletas. Facturas, albaranes, bostezos. Esperas y prisas. Ni un bache en las carreteras. Alguien a quien conocía fue movilizado a la campaña del norte de África. Un bueno chico aburrido con un futuro ligado naturalmente a la cría de ovejas. Si en su momento Betty le hubiera dicho sí, ahora tendría al menos un nombre por el que preocuparse, su ración propia de drama.

Le dijo que no y cuando lo mataron no tuvo siquiera derecho al luto. Nada de lo que pasaba en el mundo parecía tocarla. La pena era esa cosa sin esqueleto instalada en la mente y no en el pecho. Una emoción a la que tenía que obligarse. La expectación bélica declinó pronto, incumpliendo sus promesas: ruina y regeneración; arrebato y cambio. Berlín y Japón no se habían rendido aún y Betty volvió a ser transplantada al Museo de Auckland. A veces fantaseaba con que todo lo que le ocurría, y sobre todo lo que dejaba de ocurrirle, era producto de un encanto. El aire se blindaba cada vez que intentaba abandonar el país para siempre, la vida plana que le ofrecía. ¿Su madre era la bruja del cuento? Demente y bella como la madrasta de Blancanieves, bromeaba para sí misma. ¿Era Lucy Cranwell una de sus secuaces?

Lucy, siempre Lucy. Su modelo y su afrenta. La mujer odiosa de tan admirable. Si nada parecía tocar a Betty, Lucy conseguía moldear el mundo. Todos los soldados aliados destinados al frente del Pacífico atesoraban en su petate un folleto que ella había escrito. Un compendio de alimentos silvestres que en caso de ser derribados, podrían mantenerlos con vida en la jungla. Lucy guía y brújula, chispa vital, hada buena. Lucy ganando siempre en velocidad, adelantándose. En 1943 volvió a crearse a sí misma y se casó de forma intempestiva con un capitán americano. Un año más tarde ya se había mudado a Tucson. El aire abría pasillos para ella en vez de blindarse.

Y Betty fue la elegida para sustituirla en el puesto de conservadora botánica de un museo que conocía de sobra. ¿Tenía acaso que alegrarse? ¿Por volver a Auckland, tan cerca de su madre? ¿Por seguir la estela de Lucy? ¿Por la pequeñez y el encierro y las excursiones para señoritas y niños? ¿Tenía que darse por satisfecha con el éxito de la muestra floral que Lucy había instaurado y Betty organizaba dócilmente tras su marcha? Flores cortadas. Especímenes pardos entre papel secante. Habitaciones sin ventanas. ¿Cuándo iba a empezar a correr la savia?

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