Soñaba, claro, quizás no más
que cualquier persona. Grandes sueños barrocos como cumulonimbos. Se
soñaba a sí misma como una heroína de incógnito, el rey que
vestido de mendigo se mezcla con sus súbditos. Imaginó, mientras se
ahogaba en la pena blanca del hospital para tuberculosos, que en
realidad ella era Anastasia, gran duquesa rusa, fugitiva de la fosa
de los Romanov. Oyó voces que le susurraban eres radiante, eres hermosa, eres digna. No pensó que su cerebro seductor la engañase.
Soñó que finalmente zarpaba, no en
aquel barco que debía circunnavegar el cabo de Hornos, sino en el
Rangitane. La travesía a través del canal de Panamá no era
habitualmente tan arriesgada como la que había de llevársela para
siempre de Nueva Zelanda, con una fiesta de torbellinos, adrenalina y
borrascas haciéndole coros a su despedida triunfante. Ah, pero el
Rangitane, que sí había conseguido hacerse a la mar en
guerra, tuvo la discutible desdicha de ser interceptado por
una escuadra alemana. Soñó que ella estaba allí, la noche
encendiéndose con bengalas y algún otro tipo menos inocente de
fuegos artificiales, oficiales nazis al abordaje, ladrando, damas con
ataques de nervios, capitanes insensatos. Contempló cómo el barco
se hundía desde la cubierta de un buque enemigo, envuelta en una
manta. Se convirtió en prisionera, hermosa en el hambre y el aplomo,
digna, radiante. Repartió ánimos, entretuvo a mujeres y niños en
el campo de detención de Nauru, enseñándoles nombres de plantas.
Miró y fue mirada a los ojos por hombres a los que la guerra había
desprovisto de modales. Fue liberada en Emirau, Papúa, y rescatada
por los australianos. Después, cualquier hazaña, cualquier periplo
que no terminase en los puertos de Wellington o Auckland. Gigante y
sola o ataviada con el romance.
Una y otra vez Betty se soñó como
superviviente. Cómo podría haber imaginado otra cosa, si su
infancia y su juventud fueron un ir superando trances. Sus pulmones,
su abandono, su desolación de paria. Su retraimiento, su falta de
perspectivas, su educación robada. El terror a convertirse en el
títere de su madre. Y a pesar de sobrevivir mejor o peor a tantas
amenazas, siguió sintiendo que la camisa se le quedaba estrecha.
Estalló la guerra, quedó varada, desesperó. Y en vez de resignarse al
hecho de que su futuro había vuelto a ser saboteado, siguió
soñando. Como no se le ocurría otro argumento decidió alistarse.
Qué
ventolera, Betty, qué locura. Sólo había que verte para comprender
que esta vez la sensatez estaba de parte de tu madre. Que montó en
cólera y puso trabas, y movió hilos y habló con quien estuvo en su
mano para que no te aceptasen. No eras precisamente la imagen de la
fortaleza. Demasiado enjuta, demasiado...tísica. Pero la oposición
de Nellie Maud se había convertido para ti en una forma de gasolina.
Y te empeñaste. Puede que enredaras de alguna forma al médico
militar que había de evaluarte. Le dijiste que el día anterior
habías subido una montaña, y que por eso te faltaba un poco el
resuello y, caramba, es verdad que lo habías hecho, y que acudiste
con la cadera lesionada. La prueba física fue un suplicio, pero te
las apañaste para evitar una radiografía pulmonar que te hubiera
mandado directamente a casa. Y te fuiste de allí con tu uniforme
azul de la Women’s
Auxiliary Air Force. Tu
madre no logró que te declararan inválida hasta el último año de
la guerra.
Gracias por el glamour |
Hasta
entonces condujiste camiones de base en base. Te echaste a los
caminos, aprendiste a domar motores a la fuerza. Alguna vez el cielo
se oscureció con siluetas de aviones japoneses y temiste saltar por
los aires. Alguna vez miraste a los ojos de hombres a los que la
guerra había liberado de modales. Quizás alguna vez pensaste que
ojalá Holloway te viese. En tus días libres te ibas por ahí a
buscar plantas, porque una base aérea no es un hogar y te podía la
nostalgia.
Pero volviste a sobrevivir. Y no
estabas soñando.
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