jueves, 4 de mayo de 2017

El hábito de sobrevivir (20)

Soñaba, claro, quizás no más que cualquier persona. Grandes sueños barrocos como cumulonimbos. Se soñaba a sí misma como una heroína de incógnito, el rey que vestido de mendigo se mezcla con sus súbditos. Imaginó, mientras se ahogaba en la pena blanca del hospital para tuberculosos, que en realidad ella era Anastasia, gran duquesa rusa, fugitiva de la fosa de los Romanov. Oyó voces que le susurraban eres radiante, eres hermosa, eres digna. No pensó que su cerebro seductor la engañase.

Soñó que finalmente zarpaba, no en aquel barco que debía circunnavegar el cabo de Hornos, sino en el Rangitane. La travesía a través del canal de Panamá no era habitualmente tan arriesgada como la que había de llevársela para siempre de Nueva Zelanda, con una fiesta de torbellinos, adrenalina y borrascas haciéndole coros a su despedida triunfante. Ah, pero el Rangitane, que sí había conseguido hacerse a la mar en guerra, tuvo la discutible desdicha de ser interceptado por una escuadra alemana. Soñó que ella estaba allí, la noche encendiéndose con bengalas y algún otro tipo menos inocente de fuegos artificiales, oficiales nazis al abordaje, ladrando, damas con ataques de nervios, capitanes insensatos. Contempló cómo el barco se hundía desde la cubierta de un buque enemigo, envuelta en una manta. Se convirtió en prisionera, hermosa en el hambre y el aplomo, digna, radiante. Repartió ánimos, entretuvo a mujeres y niños en el campo de detención de Nauru, enseñándoles nombres de plantas. Miró y fue mirada a los ojos por hombres a los que la guerra había desprovisto de modales. Fue liberada en Emirau, Papúa, y rescatada por los australianos. Después, cualquier hazaña, cualquier periplo que no terminase en los puertos de Wellington o Auckland. Gigante y sola o ataviada con el romance.

Una y otra vez Betty se soñó como superviviente. Cómo podría haber imaginado otra cosa, si su infancia y su juventud fueron un ir superando trances. Sus pulmones, su abandono, su desolación de paria. Su retraimiento, su falta de perspectivas, su educación robada. El terror a convertirse en el títere de su madre. Y a pesar de sobrevivir mejor o peor a tantas amenazas, siguió sintiendo que la camisa se le quedaba estrecha. Estalló la guerra, quedó varada, desesperó. Y en vez de resignarse al hecho de que su futuro había vuelto a ser saboteado, siguió soñando. Como no se le ocurría otro argumento decidió alistarse.

Qué ventolera, Betty, qué locura. Sólo había que verte para comprender que esta vez la sensatez estaba de parte de tu madre. Que montó en cólera y puso trabas, y movió hilos y habló con quien estuvo en su mano para que no te aceptasen. No eras precisamente la imagen de la fortaleza. Demasiado enjuta, demasiado...tísica. Pero la oposición de Nellie Maud se había convertido para ti en una forma de gasolina. Y te empeñaste. Puede que enredaras de alguna forma al médico militar que había de evaluarte. Le dijiste que el día anterior habías subido una montaña, y que por eso te faltaba un poco el resuello y, caramba, es verdad que lo habías hecho, y que acudiste con la cadera lesionada. La prueba física fue un suplicio, pero te las apañaste para evitar una radiografía pulmonar que te hubiera mandado directamente a casa. Y te fuiste de allí con tu uniforme azul de la Women’s Auxiliary Air Force. Tu madre no logró que te declararan inválida hasta el último año de la guerra. 

Resultado de imagen de Women’s Auxiliary Air Force new zealand
Gracias por el glamour

Hasta entonces condujiste camiones de base en base. Te echaste a los caminos, aprendiste a domar motores a la fuerza. Alguna vez el cielo se oscureció con siluetas de aviones japoneses y temiste saltar por los aires. Alguna vez miraste a los ojos de hombres a los que la guerra había liberado de modales. Quizás alguna vez pensaste que ojalá Holloway te viese. En tus días libres te ibas por ahí a buscar plantas, porque una base aérea no es un hogar y te podía la nostalgia.

Pero volviste a sobrevivir. Y no estabas soñando.

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