Una
mano con las uñas pintadas de estrellas empuja la puerta sembrada de
huellas. Entra una pareja muy joven, vestida de una forma que se
amolda perfectamente a los cánones de elegancia de esta cafetería,
de la que saldré con un olor a grasa sospechosa pegado en la ropa.
Ella lleva una sudadera rosa comprada en el top manta, unos leggins
que no disimulan la blandura característica de esas delgadas que
nunca tienen problemas para metabolizar sin remordimiento lo que sus
amigas se prohíben; y unas zapatillas con estampado de leopardo,
deformadas a fuerzas de unos malos pasos que nadie ha sabido
corregir. Él siempre debe de emplear mucho más tiempo en peinarse
que ella. Sus rasgos recuerdan a los de Cristiano Ronaldo, aunque
también a las aves rapaces, y seguro que él se vanagloria
secretamente de ese parecido en su barrio. Se sientan tres mesas más
al fondo de donde yo estoy, y piden su desayuno a la camarera,
ahorrando sonrisas, sin molestarse en mirarla.
Sí
miran en mi dirección, en cambio, de manera breve y furtiva. Mira
ella, volviéndose de espaldas cuando él se pone a repasar la carta
de unos zumos que no va a añadir a la comanda. Mira él,
aprovechando que su chica se ha despistado con un perro salchicha que
cruza de punta a punta el escaparate de la cafetería. Ella da
entonces un respingo, clavándole unos ojos que, por la expresión de
haber sido pillado in fraganti que ha puesto el chico, deben de estar
interrogando. Ambos andan a la caza de algo, a pesar de sí mismos.
Ambos parecen querer esconderle al otro su apetito.
Llega
la camarera con la bandeja. Él se bebe su café solo y sin azúcar,
de un trago, y tuerce el ceño al final. Esa manera de tomar el café
debe de parecerle lo más. Ella intenta deshacer los grumos de su
colacao con la mano derecha, mientras que con la izquierda sujeta un
bollo suizo chorreante de mantequilla que devora en cuatro bocados.
El chico la ve comer, ensimismado. No necesito agacharme para
comprobar cómo una de sus zapatillas no para de repiquetear en el
suelo. Ella se chupa los dedos, suspira, y se bebe el colacao a
sorbitos cortos, sujetando el vaso con las dos manos, volviendo a
suspirar entre sorbo y sorbo. Parece como si bebiera en código
morse. Él coordina ahora el movimiento crispado de su rodilla con el
tamborileo de sus dedos sobre la mesa. Vuelve a mirar en mi
dirección, después la mira a ella, y se pasa una mano a unos
milímetros del pelo duro de gomina, con cuidado de no despeinarse.
Y
entonces se levanta, y se acerca adonde estoy. Pasa de largo mi mesa.
Hacia la máquina tragaperras. En la cara de la chica, que todavía
mantiene el difícil escorzo que adoptó cuando él empezó a cruzar
la cafetería, aparece una fugaz expresión de desencanto. Pero su
paisaje facial cambia, y de pronto recuerda a las hienas de los
documentales. Se pone de pie, se limpia los colmillos con la manga de
la sudadera, y se coloca a la derecha de la tragaperras. Sus miradas
se cruzan fugazmente. A él, vuelto sobre la máquina, no puedo
verlo. En los ojos de ella hay un cansancio mucho más viejo que sus
pocos años, y unos cuantos reproches, y por encima de todo, el
hambre que todo lo arrasa. Se queda absorta en las cerezas, en los
sietes esquivos, en los corazones descontrolados. Él pulsa con
violencia los botones. Ella recibe en su cuerpo los embates, y se
muerde los labios, y apenas puede contener una sonrisa cada vez que
la voz fulana de la máquina reclama otra moneda. Tras unas cuantas
rondas, él baja los brazos flojos, y le cede su puesto ala chica.
Ella culebrea unos minutos delante de la máquina. Sabe bien de qué
va esto. Es como si se hablaran telepáticamente, su mente y la voz
enlatada que la azuza con un vamos.
Lo
siguiente es una cascada de monedas que no parece tener fin. La chica
alza los brazos triunfalmente, y los pasa luego por el cuello de su
compañero. Él decide no enlazar los suyos en la cintura de ella,
con algo muy parecido a la militancia. La moneda que iniciará un
nuevo juego no ha caído aún al vientre de la máquina, cuando él
abandona su puesto. Espera fuera, con los manos en los bolsillos del
chándal. No mucho tiempo. Sin su presencia, la pericia o la suerte
de la chica no parecen durar demasiado.
Dentro
de la cafetería, el clima de aflicción alrededor de la tragaperras
tarda en disiparse. Observo el hueco que han dejado, y me pregunto
desde cuándo llevarán desarrollando su carrera insaciable. En qué
punto sus cortas vidas empezaron a enredarse. Si fue en la tapia
exterior del instituto cuyas clases eludieron con flema. O en algún
local de recreativos de los que sobreviven en su barrio, allí donde
los Reyes Magos no saben de qué va la marca Nintendo. Los
imagino, casi por deformación profesional, durmiendo en un coche
tuneado, los ojos de ambos girando al ritmo de las frutas poco
inocentes de esas máquinas de las que no pueden separarse. Los
imagino conteniéndose el uno al otro, comprometiéndose a no volver
a caer, haciendo serios actos de contrición, rehabilitándose
durante un par de días, arrastrándose, azuzándose, compitiendo
entre ellos, odiándose. Incapaces de romper sus vínculos
envenenados, compartiendo una misma caída. Tan jóvenes.
Y
pienso en la fuerza que podría llegar a desarrollar su asociación,
si compartiesen algún tipo de recreo más sano. Ni se imaginan lo
difícil que es que a los dos polos de una pareja los imante una
misma causa.
Silvia me ha gustado la última frase de tu post. Y yo me pregunto: ¿en una pareja, ayuda el que ambos compartan gustos y aficiones; que cada uno tenga los suyos pero respete los del otro; o ni lo uno ni lo otro.
ResponderEliminarNo lo tengo nada claro, ¿tú que opinas?.
Queridíisima, aprende a formular las cosas en positivo, que es una cosa que enseñan hasta en el parvulitos de la autoayuda. ¿"Ni lo uno ni lo otro"? Repito: mujeeeer. Ayudan LAS DOS COSAS.
ResponderEliminarPero lo tengo muy claro: compartir es el caviar de la experiencia humana. Respetar desde la fría distancia debería quedarse siempre como segundo plato.
Gracias por la lección, la repetiré cien veces todos los dias hasta que me la aprenda.
ResponderEliminarEn cuanto a lo del segundo plato, ya sabes que en un menú, ese es el principal.
Besos.
Ni de coña, chavala.
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