Nueva Zelanda. Algo tiene ese par de
palabras. Puro horizonte vertido al lenguaje. Un límite físico y el
deseo de abatirlo, de ver lo que hay al otro lado: un final, una
respuesta, la posibilidad de seguir andando o pura nada. No me digas
que no te excitan. Pronúncialas en voz alta. Nueva Zelanda...
Difícil hacerse a la idea de que viva allá gente, que se opera los
juanetes y suda la hipoteca. Difícil extirpar los tonos románticos,
acallar las sirenas del viaje. Si leíste novelas de Julio Verne
antes de los diez años estás perdido. Puede que no cojas aviones ni
tengas un pasaporte digno de lucirse; puede que no salgas a menudo de
tu barrio o del de tus padres, pero tienes inoculado en la sangre ese
virus: la vocación de entender lo lejano como algo íntimo. O quizás
seas hijo de una educación adicta a las listas pintorescas y al
chascarrillo. Los ríos más largos. Las montañas más altas. Nueva
Zelanda, nuestras antípodas. Un dato sentimental, como los cuadernos
de caligrafía y las plantillas para calcar el contorno de la
península.
En el vértice opuesto del planeta uno se
pregunta cómo es posible obviar un origen que suena a eslogan del
exotismo. Cómo se desliga tu biografía de aquellas dos palabras.
Cómo refutas Nueva Zelanda. En los cuadernos de Betty Molesworth
florece un vergel de paisajes y excursiones, idas y venidas, especies
botánicas e incomodidades de transporte en el que no caben aquellos
bosques del fin del mundo, aquellas montañas que fueron para ella
las primeras, aquellas costas que abordaron navegantes de prestigio.
Betty no hablaba de donde era oriunda. No era proclive a satisfacer
la curiosidad de los habitantes del presumido hemisferio norte. No
bromeaba con que allí, en su tierra, la gente andaba pies arriba.
Simplemente porque aquella ya no era su tierra. El registro que hizo
de su vida y sus rastreos arrancó tras casarse con Geoffrey. Y no
fue hasta instalarse en Malasia cuando empezó a colar en tímidas
frases habladas ese mito universal de mi lugar, mi sitio.
Nueva Zelanda, fin de un mundo, portazo a una época, secreto en el
corazón y en los documentos oficiales que el paso del tiempo se
encarga de ir acallando. Y sin embargo.
Guardar un secreto te envuelve en un
aura. Te dota de empaque y cierto porte de peligro. Tienes que ser
concienzudo y audaz para que esa granada no te estalle en las manos.
Tienes que ser digno de custodiarlo. Un secreto puede hacer de ti un
ser mezquino, pero de algún modo te fortalece. Aunque seas esclavo
de él, tienes que estar a la altura de lo que no se dice. Betty le
dio la espalda a su neozelandesa vida de soltera, modelando así su
personaje. Pero antes de eso ya había comenzado a crecer guardando
secretos. Un sigilo en el que el paisaje también tuvo un papel
relevante.
Cómo no ocultarle a su madre que de
pronto lo único que le interesaba era subir montañas. Ella, con su
cuerpo lleno de aristas y un pasado de fiebres que todavía la
amenazaba. Su madre, emperatriz socialista, intolerante al capricho.
Nellie Maud no creía en el dinero contante y sonante. No consideraba
que su hija necesitara recibir una paga. Betty tuvo que costearse las
clases de alpinismo con los diez chelines semanales que Lucy le daba
a cambio de sus servicios. Qué hubiera dicho Nellie de saber que no
se gastaba ese dinero en reponer las medias cien veces zurcidas, sino
en otra de aquellas fijaciones repentinas e idiotas para las que no
estaba en absoluto dotada. Claro, había que ocultarlo. Tenía que
guardarse para sí su sueldo, aunque no pudiera pagarse el té y el
sandwich; aunque tuviera que furtivear manzanas de casa para
llevarlas al museo. Era excitante que su madre, tan dominante, tan
astuta, ni sospechara. Un pequeño triunfo. Esta vez no iba a
consentir que la despojara de su deseo. Como siempre había sucedido.
Pero qué podía hacer, con qué iba a
cebar ese fuego. Repechos, despeñaderos, traidoras pendientes de
roca suelta. Un aire picante de tan puro, que absolvía sus pulmones.
El cielo ecuánime que no la juzgaba. La vista desde esa salita de
estar de dios que son las cimas. La sensación inédita de ser
capaz, estar abajo y paso a paso, arriba; a este lado del peligroso
nevero y con cuidado y esfuerzo, superarlo. Esa euforia. Cómo
renunciar a ella ahora que la había probado. Ahora que la vertebraba
la visión de un sentido, de un proyecto. Ahora que por fin sabía
que esa era su vida.
Enamorada de las montañas, Ruapehu,
Taranaki, volcanes activos, emblemas del poder salvaje, Betty
encontró la forma de colársela a Nellie y escapar de su brida. En
una de las ocasiones cada vez más raras y desalentadoras en las que
asistía a una lección universitaria, se dio milagrosamente de
bruces con lo que estaba buscando. Publicidad en un tablón de
anuncios, animosa, jovial, destinada a jovencitos aguerridos.
¿Quieres hacer algo de provecho en tus vacaciones de verano?
Camarera en un hotel de la otra isla. ¿Ganarte un sueldo en plena
naturaleza? Un empleo como perfecta excusa. Los indómitos
Alpes del Sur te están esperando. Cruzar por primera vez el
estrecho de Cook que separa los dos pedazos de Nueva Zelanda. Nieve
sobre el perfil meticuloso de las sierras. Paisaje inverosímil,
aristocrático. Un horizonte que alcanzar y tras el que por fin poder
echar un vistazo. La llamada a la aventura a la que también ella era
sensible. Otra vida, sin freno, suya propia. Nellie no pondría pegas
a que se marchara, con tal no tener que mantenerla. Las montañas
segurían siendo un secreto.
No robo, comparto. |