El aura de la migraña. Las
gafas mojadas. Son percepciones que se dan un aire. Ambas de esa
familia de cosas que, te contaba la semana pasada, me contrarían al
mismo tiempo que me engatusan. Pero sólo un poquito. No hay
equidistancia que valga. Dentro del malestar, una gota de hechizo.
Perturba, esa pequeña parte de una misma que se rebela contra el
propósito general de oponerse a lo molesto. El trocito de juicio que
se escapa de las trincheras del gusto y el disgusto y se fuma
fanfarrón, ahí en medio, un cigarrito.
El cerebro avisa cuando
cortocircuita. Tiene ese detalle contigo, un poco sarcástico, es
cierto, porque nunca avisa con antelación suficiente como para que
te armes contra lo que viene. Estás bien y zas. En medio de una
frase perfectamente ordinaria, o de un ramalazo de vitalidad que todo
lo contrario. Rebosas salud y de repente la normalidad se enreda, se
tuerce. Y dejas de ver como acostumbras. Al principio son gusanos
transparentes que se mueven de un lado a otro, arriba y abajo,
bailando bachata por todo tu campo visual. Como si te hubieras lavado
los ojos con una sopa precámbrica de bacterias. Después la visión
se cuartea: una luna arruinada a punto de saltar en mil esquirlas.
Los letreros se vuelven inútiles, las caras pierden su coherencia.
Todo una demostración de cubismo. Bastante onírico, la verdad.
Sería una percepción subyugante si el cerebro no fuera un adicto a
lo corriente y moliente. Si no viniera de la mano del desamparo.
Asusta. Pero ahí, escondida en alguna parte del quebranto físico,
hay una faceta mansa y hermosa. Me aferro a ella como un escalador en
apuros cuando tengo que volver a mi casa de esa guisa, medio ciega e
incapaz de articular frases congruentes.
Que se te mojen las gafas no
es tan tremendo, claro. Es un fastidio que me hace maldecir a mi
linaje de miopes, pero puedo sobrellevarlo. Nunca caigo en ponerme
lentillas los días lluviosos, porque sólo las uso para el deporte;
son una especie de campanilla pavloviana: es ponérmelas y arrancarme
a hacer flexiones. Y por eso cuando estoy en el campo y necesito ver
como un animal moderadamente apto y llueve, reniego sistemáticamente.
Como si no supiera que lo sistemático aniquila la finura del alma.
Lo recordé hace unos días,
andando cuesta arriba por un barranco estrecho e imprevisto, una
arteria secundaria del paisaje. Llovía y la niebla acolchaba las
aristas y hacía con los pinos lo que el hada madrina con Cenicienta.
Cargábamos como otras veces un búho en una caja. Que bufaba
enfadado como un gato, como... si llevara gafas y se le estuvieran
mojando. Fue entonces cuando me di cuenta de que en ese momento
estaba viendo el mundo a través de tantas gotas como ocelos tiene
una mosca. De que andaba por un lugar desconocido no a ciegas sino
caleidoscópica, entregada al buen hacer de mis piernas. De que la
visión fragmentada esta vez no me irritaba. Un obstáculo tras otro,
una escalera rocosa de Piranesi, una rama sobona de zarza: yo
cautivada.
Abrimos la caja y el búho
me miró con eso que mi mente humana cree susto y el resto de mi
conciencia animal sabe duelo. Quién eres, qué quieres, ¿vamos a
tener que pelearnos? Todo eso. Y al instante salió volando.
Desapareció en un girón de niebla. La libertad es como el reverso
del aura migrañosa, con su faceta afilada y pavorosa entreverada en
medio de tanta belleza.
Contemplar la libertad con los ojos de par en par |
No me sequé las gafas para
bajar de vuelta del barranco. Seguí confiando en el talento de mis
piernas para la trigonometría. Y no eché de menos ver del modo que
mi cerebro considera ordenado. No me acordé de lo que me fastidia.
Rechazos y apegos no son otra cosa que hábitos. El embeleso vuela
libre detrás de ellos.