domingo, 26 de enero de 2020

Ver roto



El aura de la migraña. Las gafas mojadas. Son percepciones que se dan un aire. Ambas de esa familia de cosas que, te contaba la semana pasada, me contrarían al mismo tiempo que me engatusan. Pero sólo un poquito. No hay equidistancia que valga. Dentro del malestar, una gota de hechizo. Perturba, esa pequeña parte de una misma que se rebela contra el propósito general de oponerse a lo molesto. El trocito de juicio que se escapa de las trincheras del gusto y el disgusto y se fuma fanfarrón, ahí en medio, un cigarrito.

El cerebro avisa cuando cortocircuita. Tiene ese detalle contigo, un poco sarcástico, es cierto, porque nunca avisa con antelación suficiente como para que te armes contra lo que viene. Estás bien y zas. En medio de una frase perfectamente ordinaria, o de un ramalazo de vitalidad que todo lo contrario. Rebosas salud y de repente la normalidad se enreda, se tuerce. Y dejas de ver como acostumbras. Al principio son gusanos transparentes que se mueven de un lado a otro, arriba y abajo, bailando bachata por todo tu campo visual. Como si te hubieras lavado los ojos con una sopa precámbrica de bacterias. Después la visión se cuartea: una luna arruinada a punto de saltar en mil esquirlas. Los letreros se vuelven inútiles, las caras pierden su coherencia. Todo una demostración de cubismo. Bastante onírico, la verdad. Sería una percepción subyugante si el cerebro no fuera un adicto a lo corriente y moliente. Si no viniera de la mano del desamparo. Asusta. Pero ahí, escondida en alguna parte del quebranto físico, hay una faceta mansa y hermosa. Me aferro a ella como un escalador en apuros cuando tengo que volver a mi casa de esa guisa, medio ciega e incapaz de articular frases congruentes.

Que se te mojen las gafas no es tan tremendo, claro. Es un fastidio que me hace maldecir a mi linaje de miopes, pero puedo sobrellevarlo. Nunca caigo en ponerme lentillas los días lluviosos, porque sólo las uso para el deporte; son una especie de campanilla pavloviana: es ponérmelas y arrancarme a hacer flexiones. Y por eso cuando estoy en el campo y necesito ver como un animal moderadamente apto y llueve, reniego sistemáticamente. Como si no supiera que lo sistemático aniquila la finura del alma.

Lo recordé hace unos días, andando cuesta arriba por un barranco estrecho e imprevisto, una arteria secundaria del paisaje. Llovía y la niebla acolchaba las aristas y hacía con los pinos lo que el hada madrina con Cenicienta. Cargábamos como otras veces un búho en una caja. Que bufaba enfadado como un gato, como... si llevara gafas y se le estuvieran mojando. Fue entonces cuando me di cuenta de que en ese momento estaba viendo el mundo a través de tantas gotas como ocelos tiene una mosca. De que andaba por un lugar desconocido no a ciegas sino caleidoscópica, entregada al buen hacer de mis piernas. De que la visión fragmentada esta vez no me irritaba. Un obstáculo tras otro, una escalera rocosa de Piranesi, una rama sobona de zarza: yo cautivada.

Abrimos la caja y el búho me miró con eso que mi mente humana cree susto y el resto de mi conciencia animal sabe duelo. Quién eres, qué quieres, ¿vamos a tener que pelearnos? Todo eso. Y al instante salió volando. Desapareció en un girón de niebla. La libertad es como el reverso del aura migrañosa, con su faceta afilada y pavorosa entreverada en medio de tanta belleza.

Contemplar la libertad con los ojos de par en par

No me sequé las gafas para bajar de vuelta del barranco. Seguí confiando en el talento de mis piernas para la trigonometría. Y no eché de menos ver del modo que mi cerebro considera ordenado. No me acordé de lo que me fastidia. Rechazos y apegos no son otra cosa que hábitos. El embeleso vuela libre detrás de ellos.


domingo, 19 de enero de 2020

Mi amiga. La nieve.



La nieve está ahí enfrente, un ejército rival demasiado cerca. Yo me rendiría pronto, si la ciudad cayese. Desde hace un tiempo rastreo las pistas del invierno con ambivalencia. Un odio al que se le han ido gastando los dientes. Una atracción que me cuesta negarme a mí misma. A las siete y media, la mañana todavía oscura, huelo a feromona en la calle. A mis entrañas les sale una sonrisa de lado, mientras me arrebujo en el abrigo. El frío me va gustando como me gustan secretamente algunas cosas que de manera oficial no me gustan. Me gusta en realidad la bofetada del aire en la cara. Me gusta en realidad, casi tanto como me repele, el olor a fruta pasada de los tubos de escape. Me gustan un poco los días grises.

Pero no, la nieve no nos invade. Cosa aristocrática, no querrá mancharse los pies de polvo y grasa. El invierno verdadero es un criatura salvaje. Una animal de pelaje perfecto que tiene todas las papeletas para extinguirse. Antes de escribir he salido al balcón con una taza de té en las manos. Los ojos dicen: alguien ha vuelto a exagerar; ni rastro de nieve. El resto de sentidos: está por aquí, por alguna parte. Noto dentro de la nariz cristales aún invisibles. Oigo un silencio que es algo más que la anestesia del domingo. Siento la nieve en la piel, casi como los caimanes.

Otra cosa que me desagrada pero en realidad no: en realidad los envidio, su piel dura e hipersensible. Los caimanes llevan encima, además de fealdad y prejuicios, unos bultitos pomposamente llamados órganos sensoriales integumetarios, con los que detectan con finura de enamorado presiones, vibraciones, el lenguaje arcano de las ondulaciones del agua. Quiero creer que, si en mi desarrollo embrionario fui delfín, gallina, lagarto, a lo mejor conservo un tímido gen en mis células que contiene el manual de instrucciones para fabricar órganos semejantes. No se expresa, pero está ahí, en lo profundo, un por qué no irrebatible. Por qué no, yo en mi balcón, capaz de percibir un rango de vibraciones inverosímil. Nieve cristalizando a un kilómetro de altura. Pisadas de animales que se esconden. El aire que mueve tu mano.

Entonces es cuando me he acordado de ti, allá en el norte. Me gusta imaginarte así, mirando por otra ventana, ahora mismo, sosteniendo una taza parecida a la mía. Me gusta pensar que tus vistas son menos urbanas. Donde en mi afuera hay cemento, en el tuyo hay madera y piedra. Naranjos desmadejados aquí, olmos que le piden permiso a las fachadas y al adoquinado. En el hueco de tu ventana, robles que no necesitan aprobación ni adjetivos, y que en eso se te parecen. Hoy he leído por ahí esta frase: la mujer que no necesita validación externa es la persona más temida del planeta. Estoy haciendo mi trabajo para hermanarme contigo al respecto.

Me gusta conservar mi fe en tu dignidad de campo viejo, mano curtida, alimento simple. Tu resistencia a los intermediarios. Tu proximidad al paisaje. Tu querencia de cosas apenas elaboradas, sencillas, palpables. Que andes de espaldas a las pantallas. Me gusta pensar en ti como en el refugio de una especie amenazada: lo lento, lo sólido, lo austero y lo callado. Me gusta que te gusten la montaña y el descarnado frío, tanto como a mí me gusta el verde tibio. Que la nieve, después de estas escapadas fugaces, vaya a recogerse a tus latitudes y allí se conserve, inmune aún a los estragos.


Mis montañas, queriendo parecerse a las tuyas.


Me reconforta creer que todavía andas a la busca de una manera de conversar que esté por encima de las palabras. Quizás lo estemos haciendo, tú en tu ventana, yo en la mía, usando órganos que sólo aparentemente han dejado de encarnarse.


domingo, 12 de enero de 2020

Los niños que saben



Ayer un niño al que no conozco, pero al que quiero ya casi como a un sobrino, me ayudó a identificar un pájaro. Ayudar no es el verbo exacto, porque supone que yo tuve parte en el proceso. Y lo único que hice fue preguntarle: Daniel, pequeño Adán, poniéndole nombre a los animales del paraíso. Sería bonito que la iconografía ortodoxa y toda la historia del arte estuvieran confundidas, y que dios en realidad hubiera creado a su imagen y semejanza a un niño.

Tras un viaje exprés a Granada para trabajar cuatro días raspados, ayer volví a mi particular edén de las hierbas y los aguacates. Donde campo y salón a veces se confunden. He usado las ramas de las higueras como un sillón anatómico. Se me ha enfriado el té fisgando en la complicada vida íntima de los mirlos. Ayer Nico pareció querer contribuir con un regalo a los gastos de la casa. Gatos: adorable fisionomía de peluche expresamente seleccionada para hacerse perdonar su alevosía. Era un pájaro pequeñito, con un ojo muy cerrado, como quien no está dispuesto a dejar entrar una verdad dolorosa en la conciencia. El pico negro, afilado, diminuta daga de juguete. Colores de discreción exasperante. Supongo que su identificación no hubiera sido complicada para alguien sólo un poco menos ignorante que yo al respecto. Daniel resolvió mi duda muy rápido: tarabilla hembra. Qué portento. Su sabiduría no es relativa ni crece al medirse con mi ignorancia. Es una cosa completa en sí misma, flamante y luminosa, en la que no ha penetrado todavía el ego.

Justo como mi analfabetismo en cuanto a las pequeñas cosas que vuelan. Hay ahí un dolor y una timidez de campesino que no ha aprendido a coser letras con hilos de sentido. Pero no vergüenza. Desconocer algo vuelve a agrandar un mundo que este siglo hiperexpuesto se empeña en recortar y volver ordinario. Desconocer es tener toda la infancia por delante. Que un niño de nueve años sepa lo que yo, jornalera y pretendiente de la naturaleza, debería tener sabido no me causa bochorno. Es ver zonas blancas sin nombres en los mapas. Leer con reverencia crónicas de exploraciones. Soñar con llegar a ser aventurero, rastreador. Construir trozos de vida en torno a ello.


En realidad está sólo dormidito, querido hater (con tu poquita de razón)  de los gatos.


Me encantaría salir al campo, explorar con Daniel. Lo hago siempre que puedo con Diana. Diana es mi hija imaginaria, la persona a la que mi nulo instinto maternal, propio de una hormiga Drácula, niega la existencia. Suelo permitir, con la zona del esternón agarrotada, que salga sola por ahí afuera. Siempre llega con la camiseta y las rodillas y el culo del pantalón y las uñas sucios de tierra. Tiene un dibujo florido de arañazos que ni un futbolista tatuado. Procuro no regañarla, porque mugre y rasguños son efectos colatelares tolerables. No le hago un caso desmedido cuando se da porrazos. Yo me he dado más de los que la numeración arábiga es capaz de cuantificar, y aquí estoy, irrompible y sin demasiado miedo al daño. Sólo soy dura con ella cuando se muestra caprichosa. La gente confirma por lo bajini que nunca debí reproducirme.

Me importa un carajo: Diana crece sin darse importancia, no vacila, sabe más que yo de la vida y a pesar de ello aún piensa que soy la reina de las amazonas. Yo a cambio contemplo embobada su adherencia a las cosas, su mirar y comprender despojado de pautas. Pega la nariz al suelo y cuando encuentra una araña que no ha visto antes, no deja de dar por saco hasta dar con su nombre. Tiene intimidades con todas las criaturas. En su mente no entran todavía categorías ni abstracciones. Sabe que debajo de esa viga abandonada vive el señor sapo. Sabe que los vilanos son paracaídas de semillas y frutos, y sin embargo sopla dientes de león encandilada, como si no supiera y todo fuera un acto de magia. Sabrá tanto como Daniel y me chivará cuál es este y aquel pájaro. Yo bendeciré todas las veces que hagan falta mi ignorancia. Será la forma de recordar que procure parecerme siempre a ellos, los niños que todavía saben.


lunes, 6 de enero de 2020

Por aquí es donde empiezo



Me duelen los pies. Me duelen las manos. Aunque no es dolor, para ser precisa. Es sorprendente que, siendo ésta una de las experiencias básicas de la existencia, el idioma tenga tan pocas palabras para nombrar sus especies, subespecies, variedades y matices. Que haya que llamar casi del mismo modo a lo que se siente ante la muerte de un ser querido o la perspectiva de la extinción propia; ante el amor que se pierde o deja de ganarse o se derrocha; la nube tóxica en la cabeza, destilada por una mezcla de malas posturas, burocracia, trabajos vacíos, y fricciones de una vida social promiscua; la carne que la edad corrompe y atrofia; o esta fatiga gozosa de músculos satisfechos de sí mismos.

Que me duelan pies y manos porque han trabajado intensamente, según su norma propia, y pueden seguir trabajando; que no me duela ninguna otra cosa: ese es hoy mi regalo. No me duele el corazón, mi potente placa solar que mueve, calienta e ilumina y apenas genera residuos. No me duele la espalda, esa cara oculta donde a lo mejor se condensan las tormentas de lo que no comprendo ni cumplo. Quizás sí me duele un poquito el cerebro, porque esta madrugada me he desvelado un par de horas, como si un residuo infantil estuviera todavía pendiente de la llegada de los Reyes Magos. ¿Nadie se para a pensar en los efectos a largo plazo que puede ocasionar en mentes demasiado tiernas este adoctrinamiento intensivo en el deseo? Pero no hay sorpresas hoy en mi casa, ni papel de colores ávidamente rasgado, ni ilusiones casi cumplidas. Sólo sol y un cansancio bueno, capaz de reciclarse a sí mismo. Sólo las secuelas de mi entusiasmo.

Me duelen las manos porque me he comprometido a meterlas por todas partes y a cumplir escrupulosamente el asombroso espectro de sus capacidades. Estos días las he visto negras de tierra porque mi padre me ha ayudado a plantar un huertecito de hierbas aromáticas; abrasadas y rosas de pelar remolachas recién asadas; marcadas por el barro de las baldosas tras un milagroso lapso haciendo el pino; encallecidas de colgarme de la rama de un olivo; arañadas, forzadas al agarre, dispuestas a la caricia, sorprendidas por la elocuencia de las cosas, impaciente por ampliar el espectro descuidado del tacto.


Loca de amor con mis hierbas

Me duelen los pies y las pantorrillas porque ayer subí y subí por una senda que va enhebrando mis paisajes predilectos. Antes de bajar y bajar me paré en la divisoria. Ofrendé mi aliento al levante. Dejé que me acariciaran sus barbas. Tuve que contener a mis piernas para que no siguieran por ese lado, en pos de otros verdes prometidos, del Atlántico bravo. Supe darme la vuelta, qué hercúleo trabajo, y al volver me senté de nuevo en un pequeño balcón de arenisca desde el que se entienden perfectamente todos los motivos que me hacen devota de estas tierras. Ahora me contengo para no explicarlos, porque aquí sí que me quema la tosquedad, la insuficiencia del lenguaje. Tengo la certeza de que la descripción jibariza, la sospecha de que las palabras se quedan a medias, el anhelo de encontrar un modo de compartir más puro. Ahora mismo el lenguaje sólo me sirve como mecha para, con suerte, iniciar fuegos ajenos. Para decirte “ven conmigo que te muestre”.

Pies y manos: mi cuerpo comienza en mis extremidades, y no todo lo contrario. Siempre he sido negligente con ellas. Las cosas se me caen a menudo. A mis pies les cuesta sujetarme al suelo y mantener el equilibrio. Tal vez por eso soy una experta del escapismo, una planta de difícil arraigo. Que me duelan del uso me da esperanzas de estar volviéndome por fin sólida y robusta. No quiero más regalos.