domingo, 18 de marzo de 2018

La cita



Ese momento que espero sin querer apenas, porque no quiero enturbiarlo con mi expectativa. La cita del domingo, podría llamarlo. Con su tenue aura alrededor de la que sólo yo soy testigo. Como ocurre con toda ceremonia íntima. Que me gustan los domingos es una cosa vieja. No comprendo que estén tan mal vistos. Hay quien no puede tolerar la parsimonia con la que parecen deslizarse, el tic tac, tic tac, tic tac que se recrea en la pausa. Precisamente eso es lo que a mí me priva. Tic. Silencio. Tac. Por fin la tregua.

O quizás resultan medio intolerables porque son cajones de salida. La carrera de los quehaceres está a punto de comenzar: todos a sus puestos. El atleta se revuelve, mira al frente, el ceño fruncido y los brazos en jarra; apoya en el suelo de diez formas distintas el tobillo inestable; ¿lo dejará esta vez tirado? ¿Será capaz de completar la prueba? Esta sucesión de exigencias que, tictac/tictac/tictac, no para nunca.

Yo he montado mi cita para desactivar esta ansiedad de atalaya. Quiero acampar un rato en tierra de nadie. Entre el ocio ajetreado y la diligencia de los días hábiles. Reservar lo mejor de mí misma para nada. Como una falla de Valencia entregada al fuego. Me tumbaré en la cama. En el sofá no. Ese es un ecosistema abigarrado, y yo soy todas las relaciones que establezco. La miga de mi ceremonia es dejarme aparcada un ratito. Yo sola a oscuras. Y negarme.

Siempre somos interrogados acerca de lo que hacemos para sentirnos llenos. A mí se me ocurren infinidad de cosas. Soy un sí montado encima de unos pies de la talla 37. Leer sí, escribir sí; correr, saltar y sacar músculo. Sí, mirar de cerca las plantas y las montañas de lejos; arañar con una uña de bebé la costra del mundo a golpe de móvil. Sí, sacar de la nevera lo que haya y hacer toda clase de permutaciones. Sí, sí, sí, como en ese anuncio de perfume idiota. Demasiado apetito para un zapato pequeño.

Mi ratito secreto incrustado en el domingo se dedicará a todo lo contrario. Solamente un ratito, después de sudar y escribir estas líneas; antes de encender la vitrocerámica y el horno y hacer cuajar comida y amor. Me despojaré de cada capa jugosa y dulce hasta alcanzar mi hueso. A cada sí lo emparejaré con un no. No cavilar. No andar pendiente. No tratar de entender la realidad entera de golpe. No empezar. No progresar. No terminar. No hacer, en definitiva. No ser a través de lo que emprenden las manos inquietas. No dar testimonio ni explicaciones de mí misma. No buscarme en la mirada de los otros. No exhibirme. No cavar trincheras alrededor de la piel.

Me tumbaré y seré la lluvia y el viento, todas las clases de viento que pronuncia cada árbol en torno a esta casa. El fútbol en la planta de abajo. El croar de las ranas embriagadas lo mismo que el parloteo de este cerebro que no es una cosa aparte. Las higueras que ya están brotando. Esa primera hoja, sobre todo. La primera que asoma tras unos meses de pausa.


Blandita y peluda como Platero.


domingo, 11 de marzo de 2018

Casi no (26)



Pero cuando te sacudes del poder deslumbrante, acaparador, del presente vuelves a saber que la vida podría haber sido de mil maneras distintas. Piensas en el asunto, en las decisiones tomadas tan inconscientemente que más bien te tomaron ellas; en las veces incontables en que tu historia tonteó, sigue tonteando con los “casi”. Lo que casi pasó, lo que casi, casi no pasa. Y se te ocurre que la vida, como la materia, debe de tener una configuración cuántica. Apenas sabrás definir esa intuición si te preguntan. Ni siquiera tienes, con franqueza, la más remota idea competente acerca de qué es o deja de ser lo cuántico. Pero es lo que te viene a la cabeza cuando, al pensarla, la realidad te parece así, nebulosa. Lo que ahora eres ha pendido de tantos hilos; ha estado a punto de alargarse o acortarse de tantas formas que, cuando intentas aferrarla, tu identidad, como un átomo que rehúsa ser observado, se te escapa.


En 1948 Betty Molesworth se convirtió en esposa y su identidad, como gota de lluvia sobre un nucleo de condensación, cuajó en torno a su libro de familia. Cortó lazos geográficos y emocionales. Tapió corredores, rehizo el proyecto de la vida que estaba a punto de construirse. Renunció a una beca de la Universidad de Basilea que, con tiempo y sudor, podría haberla llevado a cumplir su ambición íntima de ver puesto su nombre en un diploma. Se olvidó de Nueva Caledonia. Tomó la decisión de casarse con poco más que un conocido. Quizás la decisión la tomó a ella. El azar chasqueó los dedos y, bum, Betty pasó a ser en un abrir de ojos la señora Allen.

Así, a golpe de carambolas y giros súbitos, es como suelen pasar las cosas. La biografía jugando al pinball y columpiándose despreocupadamente, deshojando la margarita entre el sí y el no. Veinte años después, la idea de una vida sin Geoffrey le parecerá a Betty tan absurda que el tiempo transcurrido hasta conocerlo será puesto en entredicho. Y sin embargo, tengo la intuición de que al principio su inminente marido ni siquiera le gustó. Cuando se fuerce a sí misma y haga el ejercicio de recordar el momento en que su futuro se puso a cero, tapará el desconcierto con ironía y se dirá “fíjate, Betty, cómo te cazó este gordo”. Imposible que no terminara sucediendo. Qué sorprendente que sucediera.

Un hombre efusivo y seguro de sí mismo conduce el coche, robándole la atención a la carretera para girarse hacia ella de continuo. Habla demasiado, hace demasiadas preguntas, se carcajea sin venir demasiado a cuento. “Estupendo”, brama todo el rato. Todo le parece tan estupendo. Que sea prima de su amigote David. Que lleve tan poco tiempo en el país, que venga de Nueva Zelanda. Que esté interesada en la botánica, ¡estupendo!, aquí ya hay muchos ornitólogos, necesitamos que alguien nos hable de plantas. Se bajan del coche, él le arranca la maletita de la mano. Le cede el paso en el sendero de grava que conduce al bungalow de los Edgar. La sombra de su mano se posa tan breve, tan ligera, en una latitud tan inconveniente de su espalda que Betty teme habérselo imaginado. Teme que le haya notado las vértebras y que luego, húmedo de ginebra, se burle de ella con los otros. Desprende calor, lo nota. Su presencia le resulta tan invasiva. Y se ríe como si de los grifos saliera leche. Es simpático como un perro que no ha conocido cadena, que no se ha llevado un palo en la vida.

Betty, claro, no se siente muy cómoda. No es culpa sólo de él, de su risa de boca abierta, sus batallitas de oficial de la RAF, su panza y su bigotazo. Es que sentirse cómoda no es algo que acostumbre. En los días que pasará en la montaña, invitada por el ornitólogo de Kuala Lumpur Sandy Edgar, cuyo contacto le ha facilitado David Molesworth, verá cómo sus rodillas se pegan a las suyas a menudo. Habrá risitas furtivas; el grupo de naturalistas con el que comparten estas vacaciones jugará con ellos a los alcahuetes. Qué combinación de aficiones tan armoniosa, cacarean, plantas y pajaritos, un cuadro completo de la selva resumido en una sola pareja.

Y todo el mundo fuma exageradamente, salvo ellos. Como volcanes, como fábricas de Sheffield. La aversión al humo los junta. Betty no tiene los pulmones más robustos del mundo. Geoffrey se declara de la liga antitabaco y la acompaña a la terraza, donde suelen desayunar juntos contemplando los retales de nubes que lamen la selva. Obviamente Geoffrey disfruta comiendo. Es de las pocas cosas que se toma en serio y eso a Betty la relaja. Los demás mordisquean apenas sus cigarros y un trocito rácano de tostada, mientras ellos se pasan en silencio los huevos y el jamón, el porridge, las judías con tomate.

Cómo no acordarse entonces de las palabras de su institutriz, Mrs. Mortimer: cásate con el hombre con el que puedas imaginarte desayunando día tras día, sin que te repela. Geoffrey le gusta un poco más a esa hora, discreto, pendiente del canto desbocado de un millón de pájaros, casi tímido. No quiere casarse con él. No quiere casarse con nadie. Pero mientras untan con mantequilla su segunda tostada sonríe para sus adentros, y sin darse cuenta empieza a fundir la figura cálida de Geoffrey con la voz de aquella mujer que sí supo darle cariño.

martes, 6 de marzo de 2018

Tiempo elástico (25)


No necesitas estudiar botánica para hacerte idea de que el tiempo es un asunto tan subjetivo como la ropa que te pones o te dejas de poner para acostarte. No tienes que saber, por ejemplo, que ese tierno tallo mediante el que la primavera parece justificarse a sí misma tiene en realidad la misma edad provecta que la raíz del árbol talado a ras de suelo el invierno pasado. Lo viejo parece joven, y lo joven, a veces, inmutable. Jurarías que el mismo roble te abriga con su copa año tras año, que con su impavidez te consuela del desencanto y los achaques. Y, sin embargo, ni una sola de las hojas que hoy ves es más vieja que las células de tu hígado. Futuro, pasado: no son exigencias biológicas a las que estás sometido, sino simples categorías mentales. Esta no es una tesis a la que se llega a través del estudio. Si tienes una mínima perspectiva respecto a tu propia vida, simplemente lo sabes.

Que el pasado es capaz de eclipsar al presente y el presente de refutar el pasado lo sabe Betty no por erudita, sino por humana. A veces se abandona a su pesar a la dichosa costumbre de la siesta, y es como si, al despertar, el sueño se hubiera tragado veinticinco años: el cielo rosa y desvaído, la piel pegajosa, la hamaca que la absorbe y amenaza con digerirla, son inconfundiblemente Malasia. Hace amago de levantarse antes de que la sorprenda Suki, así, desmadejada, el botón de la falda suelto, la galbana de ama colonialista. Tiene que hablar con ella antes de que vuelva a envenenar la cena con tamarindo y ese asqueroso mejunje de pescado. Pero por la ventana abierta entran voces que, frase a frase, tonos que bajan y suben y al final suben más todavía, resquebrajan el hechizo. Todo, los cotilleos, los buenas tardes tenga usted, los dolores de los que  las viejas se pavonean, todo lo canturrean los andaluces. Debió de despotricar tanto en su tiempo contra el bisbiseo monótono de Suki que dios la castigó con la expresividad de estos vecinos de Los Barrios.

Y también le pasa que, de vez en cuando, regresa a la cabecera de aquel arroyo, reconoce una especie de helecho y la jungla asiática se reconstruye en torno a ella, de pronto. El tiempo se devora a sí mismo, las canas vuelven a ser rubias, un espíritu más poderoso que el suyo late en la sombra verde. Vuelve a ser entonces aquella mujer todavía en construcción en un mundo en el que podía toparse con tigres y guerrilleros maoístas. El entonces se incrusta así en el ahora.

Pero el ahora no es menos fiero a veces. No entiende cómo incluso personas cultas pueden negar la realidad del presente. Los instantes se esfuman como los puentes de cuerdas se derrumban al paso del héroe en las películas, es es lo que esas personas dicen. Pero ella mira su casa de paredes gruesas, sus manos con manchas marrones, las zapatillas de paño de Geoffrey, e intuye que el presente fragua constantemente sobre un terreno casi virgen. Es tan potente el momento a veces, está tan arraigado en sí misma, que lo que es ahora parece que fue siempre. Hubo un tiempo en que ella vivió en dos continentes distintos de donde vive ahora, ¿es siquiera posible? Y el año que pasó enclaustrada en un sanatorio para tuberculosos, más que biografía, parece mito. Hubo un tiempo en que lo vegetal no había dado forma a su cerebro. En que necesitó el amor de una madre. Hubo un tiempo en que estuvo soltera. Inconcebible.

No conocer a Geoffrey, no ser su compañera, no chistarle cada vez que se queda frito. No reprochar el dineral que se gasta en lentes y objetivos. No perder la paciencia cada vez que se para en la calle a chapurrear malamente español con cualquiera. No odiarlo cuando silba. No contemplar su espalda grande de buey sin ternura. No rogarle que, por el amor de dios, haga el maldito favor de callarse. No decirle estás muy gordo, estás mayor, estás flaco. No dejar todo el papeleo a su cargo. No encerrarse en su habitación cuando un amigote ornitólogo viene a casa y se lían con sus batallitas de pájaros. No odiar sus chistes chabacanos. No acomodarse en su buen humor. Por las noches no columpiarse en su respiración de trasatlántico. No vampirizar su calor. No rozarle  a traición con los pies helados. No relajarse únicamente en su presencia cuando el resuello falta. No sostenerse las manos en los viajes. No acompañarse en las selvas. No amar el silencio y el bosque tanto como cuando lo comparten.

Cómo pudo haber un tiempo en que su vida fue algo así de inverosímil. Cómo este ahora fácil y feroz ha devorado el pasado.