miércoles, 30 de septiembre de 2015

Ella nunca lo haría

 

cat and woman at cafe
National Geographic: 125 años de amor

Pues tú me dirás que hacemos aquí entonces, si no abres la boca, ni quieres tomar nada. Para esto nos hubiéramos quedado en casa viendo a Juan y Medio. Sí, disimula ahora, ponme otra vez esa cara de duque de Alba, pero antes su programa te gustaba. Sisisisí, te gus-ta-ba. Que era empezar la sintonía, la guitarra, las palmitas, y ya te tenía encima, zumbando como los talgos. Y yo te decía: ¿qué te parece este, Cosme? No tiene mala pinta, ¿eh? un viudo sin hijas, justo lo que queremos. De solteros, nada, tan suyos, tan maniáticos. Y nada de hijas, nadie que venga a enseñarme a dejar la tortilla medio cruda, ni que revuelva los cajones en busca de la cartilla del padre. Un viudo que nos trate como si fuéramos a morirnos cada vez que vamos a por los mandados. Tú estabas de acuerdo con eso: ronroneabas más alto, y yo te decía ¿a que sí, Cosme?, y tú grrrrr, grrrr, riéndote ya con descaro, riéndome yo contigo, porque estaba claro que nos bastábamos los dos solos para cuidarnos. Y luego yo te decía: total, quién va a querer vivir con nosotros, conforme lo tienes todo de pelos. Era nuestro teatrillo, porque antes en casa se podía uno sentar hasta en el cubo de la basura.

Y yo que me he molestado hoy en cepillar el abrigo... No está bonito dejar que la gente beba sola, ¿sabes? Le hace sentir a una como si se estuviera revolcando en un charco. Ni que tú vivieras del aire. Que sigo limpiándote la arena, ya que nos ponemos. Aunque me odies por eso, y te metas debajo de la mesa cada vez que lo hago. El duque de Alba, que ya ni come en mi presencia. Pues mira que te digo: que soy yo la que compra y abre tus latitas, y soy yo la que quita tu mierda de enmedio, y soy yo la que paga la estufa junto a la que te pasas las horas muertas. Y si todo eso te parece un insulto a tu dignidad felina, pues ya te puedes estar buscando billete para Kenia.

¿O es que se trata de eso? ¿Estamos aquí porque no sabes cómo dejarme?

domingo, 27 de septiembre de 2015

Ayer yo era joven y lista

 
Mi padre no cuenta muchas cosas sobre su propia experiencia, y por eso, lo poco que consigo arrancarle ya no se me olvida. Como lo de los ojos rojos de su padre, cerrado como un hueso de chirimoya, más hermético que él todavía, cuando lo vio escribir su nombre por primera vez. Mi abuelo, hombre que no sabía leer más que surcos y vientos, que no es poco, se emocionó al comprobar que su hijo iba a tener una firma. La primera piedra de un futuro sin tierra bajo las uñas.

Me he acordado hoy de ellos porque a mí ningún hijo va a resarcirme. No voy a tener que disimular el orgullo de verme superada por mi prole. Y es que yo soy analfabeta también .

Llevaba intuyéndolo desde hace un tiempo, pero sólo ayer lo supe. Me creía aún con derecho a considerarme joven, pero es evidente que mis articulaciones mentales no son ya tan flexibles. Hay mundos a los que no puedo saltar de un brinco. No soy capaz de ir mucho más allá de lo analógico. No sé estampar una firma digital en documentos que, liberados del papel, me cuesta no considerar ficticios.

Sí, ya sé.

Sé que no hay una realidad tangible. Que la materia que se opone a lo virtual no es sólida y que está prácticamente vacía. Que la visión y el tacto son un puro compromiso.

Sé que estas palabras que escribo nunca ocuparán el menor espacio. Que lo que siento o percibo pasa, con suerte, de mi cerebro a tu cerebro sin intermediarios. Que en cuanto se disuelva en el fragor de tu mente, mi huella dudosa quedará flotando en un no-lugar que no comprendo del todo.

Sé que me he apartado de la orilla de lo físico y que estoy en medio de un puente que no me ofrece confianza. Me he metido en lo virtual hasta el tobillo y doy pasos cortitos por si el agua me cubre de pronto.

Sé todo eso, pero no me sirve. Internet escribe con signos que no descifro. En él se hacen cosas para las que no estoy naturalmente dotada: escribir a cuarenta manos al unísono, vivir treinta vidas distintas sin salir de casa. No puedo conducirme a su velocidad, ni digerir su exuberancia. No trabajo en continuo: mi mente sólo maneja paquetes de información discreta. No sé vivir sin respetar los ciclos de actividad y descanso. No me acostumbro a la voracidad de las novedades. No me actualizo tan rápido.

Sólo puedo poner dos equis debajo de esto que escribo, porque no me sale una firma que me represente en los mundos virtuales. Decir “mundos virtuales” es ya de por sí anacrónico, porque la frontera entre lo virtual y lo físico ha dejado de estar clara. Hay tipos de futuro que quizás ya no puedan ser míos.

jueves, 24 de septiembre de 2015

Sirena química


No voy a disculparme por hablar de cosas femeninas que huelen. No estoy dispuesta a echar ni una paletada más a la argamasa de justificaciones en la que se incrustan las palabras de mujeres que hablan de mujeres. No voy a pedirle perdón y paciencia adelantados a los que, sin distinción de género, vuelven los ojos cada vez que esas sucias, cargantes y groseras intimidades salen de nuevo a la palestra. Y tampoco es que vaya a decir mucho. Sólo que

creo firmemente en que el síndrome premenstrual es un poderoso líder. Un constructor ávido  y desquiciado que levanta edificios psicológicos a su antojo, pasándose por el forro todas las regulaciones de la razón.

Antes no lo admitía. Ahora sí. Antes, cuando era una jovencita engreída. Cuando no me entraba en la mollera que el carácter y la conducta pudieran organizarse según un patrón químico. Cuando mi mente se creía más fuerte que mi animal.

O a lo mejor sólo era que ni yo ni mi biología teníamos la suficiente experiencia como para emitir señales claras con las que entendernos. A lo mejor mi materia y mi conciencia se han hecho por fin amigas.

No importa.

El caso es que tendida en mi cama, una vuelta tras otra a horas en las que habitualmente soy una osa hibernante, puedo reconocerla. La espesa sopa caústica que baña mis neuronas y se distribuye por mis arterias. La agresiva muñeca rusa que encaja dentro de mi cuerpo con intención de expandirse y tomar las riendas. La agitación. Los sueños demasiado crudos. La cháchara de pensamientos. El dolor de tetas y cabeza. Una forma casi amable de sentirme desolada. ¡Por todos los dioses, el dolor de tetas!

Y las sirenas.

Está comprobado. Cuando la química hormonal se aviva, soy más vulnerable al canto de las sirenas. Esas brujas seductoras capaces de hacer que la nave de mi entereza encalle. Las oigo, me embelesan, me agarro como puedo al mástil. La sirena de la renovación. La sirena del estancamiento. La sirena de la insuficiencia. La espantosa sirena del deseo caníbal.

Las escucho sin cera en los oídos, como hacen los héroes viejos. Nunca se sabe qué tipo de información se le puede sacar a una sirena expansiva.


 Como esta

domingo, 20 de septiembre de 2015

Track 8: Hot dreams

 
Restregar la bañera con un estropajo, jugando a Jackson Pollock con el líquido azul que no se parece al mar más que en la mente fétida de los publicistas, y que da ganas de bucear, sin embargo, y escuchar esta canción entonces
 



E inmediatamente tener que pararme y considerar, mientras la espuma química se seca y deja un rastro de caracol en mis manos, que mis sueños calientes son muy poco elaborados. Mi erótica no tiene trama, y bastante poco que me importa, porque justo como se dice en este libro que leo a salto de mata: No existe historia ninguna. No se trata de la historia. Se trata del mundo que quita el aliento: ahí está todo. La historia no es importante: lo importante es el aspecto del mundo. Eso es lo que te hace sentir cosas. Lo que te hace sentir presente.

Así que mi fantasía carece de acción desquiciada y efectos especiales. No hay posturas retorcidas ni eso que tú llamarías morbo. No es una película X, sino la cajita de fotos pasadas de moda que podrías encontrar en un anticuario:

Yo explorando la cordillera de tu cuello doblado, el recuerdo de tu cola primate.

En un ascensor, tu brazo que pasa a medio palmo de mis dientes y, durante un cuarto de instante, la sospecha de que vas a pulsar el botón de parada.

Partir almendras en silencio, sentados en el suelo como niños amish; meterte en la boca tres o cuatro, y después barrerte las muelas con mi lengua.

Olerte en mi camiseta una hora después de separarnos.

Enseñarte y que me enseñes a hacer cosas íntimas, físicas y lentas: escalar o tocar el piano; ordeñar una cabra, darle la tensión justa a unas riendas, encontrar setas.

Clavarme las uñas en un muslo al recordar tu nombre junto a las higueras.

Bailar sabiendo que me miras en una noche sin vergüenza.

Conducir mientras dormitas en el asiento del copiloto con una mano posada en mi pierna.

Andar por la hierba contigo sin ropa interior ni zapatos: todo suelto bajo el vestido, arriba y abajo, sin más deseo por ahora que dejarlo libre y a su aire como un pequeño animal manso.

Tú estirándote en el monte, manchado de sol y de sombra. Tú saliendo del mar con las pestañas en manojitos. Tú caminando hacia las dunas, y una levísima inclinación de cabeza. Tú – en – el – cam – po.

Todo el tiempo del mundo para reinventar los nombres de nuestros huesos.


De eso están hechos los fotogramas de mis sueños: de un derroche de tiempo y un tú intercambiable.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Escoger un abuelo

Su rostro en blanco y negro me recuerda esta vez a alguien. La frente panorámica, esa nariz robusta y, sobre todo, la oreja despegada y generosa, capaz de moverse a su aire y captar todas las conversaciones en un bar de camioneros. Después de acabar un libro me gusta verle la cara, las manos y los modos a aquellos escritores a los que quiero. No a los que admiro ni envidio, que también, sino ante todo a los que quiero. A los que irradian el calor de la piel humana. Treinta y seis grados centígrados, más o menos.



Y ahora, después de cerrar A un dios desconocido como quien no sabe despedir a un amigo en los umbrales, me doy cuenta de que hay algo en la cara de Steinbeck. De repente me parece que llevo escritas en mis células esa frente y esa oreja. Un texto y una orden que mi cuerpo terminó ignorando. Pero ahí están, esperando una oportunidad cada vez más improbable de que me reproduzca para copiar los rasgos de la familia de mi madre. Miro la cara de Steinbeck y me recuerda un poco a mi tío. Sigo mirándola y jugueteo con la idea de que podría haber sido mi abuelo.

A mi abuelo John los niños tal vez le pusieran nervioso, pero ahora que no me escuchan ni mis primas ni mi hermana, a mí me habría tolerado por ser una niña callada y terca. Me habría descubierto alguna vez mirando muy seria los remolinos de un arroyo, o espiándolo en sus ratos de trabajo. Habría traído a casa los libros que leí demasiado pronto, cuando no tenía edad para comprender que no era la mala suerte lo que impedía a Ulises volver a su casa, sino el hambre de expectativa, el vicio de estar echando de menos siempre. Como el tío al que me recuerda, mi abuelo John se reiría con carcajadas de tinaja al darme a chupar limones, y se le pondría un corazón de sugus al pasarme la lección de los cuentos y escucharme recitar la ruta del Viaje al centro de la Tierra.

En algún momento de tristeza, mi abuelo John decidiría hacer algo conmigo y sacarme de mi maceta. Era ese tipo de personas que detestan los bonsais y los jilgueros domésticos. Hubiera querido enseñarme las cosas que unos padres no se atreven o desconocen, paralizados por el dolor del cuidado o por su propia inexperiencia. Habría considerado que una dieta compuesta sólo de libros no es lo bastante equilibrada para que un niño crezca corresctamente. Me habría entrenado para adueñarme de pies y manos. Para trepar a los árboles antes de que me creciera la conciencia, pescar y ensuciarme de barro. Nos habrían regañado a los dos por salir sin paraguas al campo.

Como a Charley, tal vez me hubiera llevado de viaje, y me hubiera tratado con una misma deferencia tierna y jocosa. Yo sería su servilleta de bar donde anotar ocurrencias, el cuaderno en el que dejar escrito un credo. Callándose en el momento oportuno, fundiendo su catecismo con el paisaje. Soltando cosas que tampoco entendería yo del todo, pero que irían colonizandome muy adentro.

Me diría: cuando seas mayor, que no te dé miedo entregarte. 
Me diría: no te creas la mitad de los cuentos.
Me diría: no te avergüences de mear agachada.
Me diría: no te atrincheres ni te des importancia.
Me diría: si atiendes más de lo que esperas ser atendida, escribirás bien y serás buena gente.
Me advertiría del poder y de la insignificancia de las palabras. 
Me enseñaría ante todo a ser compasiva.

Y como no me lo dijo todo eso de niña, es por lo que ahora lo leo.

martes, 15 de septiembre de 2015

Escabechina


Él se mueve lento y conmovido. Yo voy a ráfagas por la habitación, furiosa. Él revisa y hojea, pidiendo permiso con la mirada para meter la nariz en mis cosas.  Yo simplemente arraso. No hay necesidad de licencia: toda esa cantidad inmunda de papel dejó hace mucho tiempo de ser mía. Si es que alguna vez lo fue.

¿Y no te da pena tirar todo esto lleno de tu letra inocente?, me dice. Pasa folios como si llevara puestos suaves guantes blancos. Se para en fórmulas que en absoluto van a expresar la realidad de un pasado mío que él no ha conocido. El papel reciclado es naturalmente opaco, carente del brillo satinado de la esperanza. Yo no tenía de eso en el tiempo en que los inflaba de parloteo y matemática. Yo no me daba cuenta de nada. No era consciente de que día tras día de clase, folio sobre folio, se estaba consumando una monstruosidad de papel inútil. No había inocencia en mi letra. Yo era cómplice con mi apatía.

Así que no, no me da pena para nada. Haría una pira con cinco años de apuntes en una esquina de la parcela si no fuera porque los ojos del Infoca me vigilan. Algunos papeles se deslizan fuera de sus carpetas como tripas de un vientre abierto. Un charco de tinta de colores. Me ensaño con el cadáver: le doy una patada a un montón que me llega hasta la rodilla. Eres muy bruta y muy anormal, me dice, iba a bajarlos al coche ahora mismo. Pero no soy anormal. Soy vengativa.

Y esta es mi venganza: repudiar con una alegría salvaje lo poco que ha quedado de una época. Tirarlo por la borda sin una oración ni un cordial gesto de despedida. Si llego a saber el placer que iba a procurarme, lo hubiera hecho antes. Una pasión rencorosa es mejor que este monumento a la indolencia, a la entraña vacía. Meses y meses rellenando folios con palabras anónimas. Discursos que circulaban de un cuerpo humano a otro sin ningún tipo de metabolismo: de un libro a la boca de un profesor, a mi oído, a mi mano, a mi memoria a corto plazo, y de ahí de nuevo a mi mano, excretando en cada examen un zurullo de conocimiento intacto.

No incorporé nada a mi carne. No pensé nada de aquello. No me planteé si lo que hacía era de provecho. Me limité a seguir la inercia estudiosa de mis días. Y ahora no es el tiempo pasado lo que provoca mi ira, sino el tiempo mal empleado. Una fortuna de vida joven dilapidada en bagatelas que no nutrieron mi conciencia mejor de lo que habría hecho la contemplación de las nubes. Ninguna fórmula contenida en ese despropósito de folios resume mejor lo que yo era que el conjunto completo, tres cargas de papel sucio metidas en el maletero.


Andad con viesto fresco a convertiros en bolsas de Zara.

viernes, 11 de septiembre de 2015

Gato estirándose


Sigo de vacaciones. O sea

Pivotando entre la vagancia virtuosa y la intención de borrarle el dibujo a las suelas de mis botas. 

Contándome picaduras de pulgas y mosquitos, mojándolos con saliva, llevándolos como tatuajes de corazones con el nombre de amantes fallidos. Los quiero como señales del aire libre. Los odio porque mi piel exagera siempre. Por ahora tengo nueve.

Tratando de adivinar si mi nueva aversión a los viajes es una regresión o un progreso. Si no quiero acumular más lugares porque la curiosidad se me ha agotado o porque siempre me quedo con hambre de pasar más tiempo en ellos. Si no aguanto comer día tras día en restaurantes porque soy una pejiguera o porque mi cuerpo es listo y sabe.

Mezclando cócteles con recuerdos de veranos pasados. El verano es esa cosa soberana inserta en medio del año que no necesita combustible. Acepta la novedad como una cara limpia acepta pendientes: algo que adorna y tintinea pero que no identifica.

Quitándome y poniéndome piezas como a un Mr. Potato. Fuera mis paredes alquiladas y los neumáticos arañando el asfalto. Fuera las agujetas de una actividad física estéril. Fuera la escritura. Me reconozco sin todo eso. Encima, un capital de pasos dados. Habitaciones de hotel en las que me levanto a mear a medianoche sin tropezar con los muebles. Sombras de árbol. Conversaciones breves con gente a la que no volveré a ver nunca y cuyo rostro se me quedará inútil y entrañablemente grabado. Con todo eso me cautivo.

Gozando de la certeza de que la improductividad es medicina.


Histrionismos de gata hipersociable