Silencio absoluto. Terrorífico. |
Brotas a la luz del mundo,
acabada, completa. Llevando un vestuario de gala que primero
confundirás con un uniforme y después no sabrás distinguir de ti
misma. Y eso es bastante lógico, porque hay quien dice que tú no
eres otra cosa que tu belleza. Podría decirse que, a diferencia de
otras partes del sistema, no haces nada de provecho. En el sentido
atareado y activo, occidental, del verbo. No extraes, no generas, no
sostienes. Más que nada eres una trampa. Permaneces a la espera.
Y aguardas, aguardas,
aguardas a que alguien dé contigo y caiga en ella. Ser percibida de
lejos y magnetizar así el aire. Tu tarea vital es ser fascinante.
Eso convierte en dramática la paciencia. ¿Qué pasa si nadie se
acerca? Si en torno a ti nada vibra, nada baila ni merodea. Si a la
hora adecuada, cuando el sol no hiere y el día no tiene arrugas, te
ves radicalmente sola. ¿De qué sirve tu belleza si no hay nadie que
pueda verla?
Si no hay a quien darle tu
tesoro. Porque desde luego eres más que una cara bonita. Tienes eso
ahí adentro, disponible. Ese meollo nutritivo y dulce que enloquece.
Lo entregas gustosa a cambio de que vengan hacia a ti y te fecunden.
Eres generosa. O comprendes que la belleza por si sola no basta. Si
no hay un intercambio real, la seducción es perversa. Por eso
ofreces algo que va más allá de la hechicería. Una trampa, sí,
una argucia. Pero también una dádiva. Donar esa parte de ti te hace
más rica. Te conecta a la red económica del beneficio mutuo.
¿Pero cómo evoluciona en
soledad esa dulzura? ¿Cuánto se puede esperar antes de que la
promesa se ponga agria? Si no puedes darte no vales, así de simple.
Si no es posible el intercambio. Así que esperas, sigues esperando.
Y te consuelas a ti misma de cualquier forma. El sol te atraviesa y
tu hermosura casi, casi se justifica a sí misma. El frío pule los
contornos del mundo. Tú, en el paisaje como en medio de un rostro
curtido y seco, eres la sonrisa. El frío, eso es. Lo que impide que
los invitados lleguen con sus regalos y la fiesta comience. Todo el
mundo sabe que a las abejas les irrita el frío. Pero la mañana
avanza, la temperatura sube. Este abandono se está quedando sin
excusas. La mesa está puesta, la cama tendida; tú, todavía, tan
inútilmente perfecta.
Las alarmas empiezan a
dispararse. No hay vibración de alas en el aire, pero entre lo
vegetal la inquietud cunde. ¿Y si este año las abejas no vienen a
la cita? ¿Y si el tejido de la naturaleza se desgarra? Alguien está
tirando negligentemente de algunos hilos. ¿Y si el temblor vegetal
no es lo suficientemente elocuente? Si nadie atiende a su
desasosiego. Si las flores se quedan para siempre solas. ¿Y si la
belleza y la dulzura ya no sirven, porque no hay nadie que las acoja?
¿Qué esperanza le queda al mundo entonces?