viernes, 29 de mayo de 2015

Track 7 : No me lo habría guardado para mí




Sólo es una mujer con un pelo fantástico a la que no he visto en mi vida. Espeso y en cascada, con un movimiento propio que expresa viveza en cada hebra. Del color de las cucharas buenas de tu abuela. Si es que tu abuela tuvo alguna vez cucharas buenas, o cosas que sólo sacara de un cajón los domingos. El gris luminoso de las películas mudas y la ausencia de complejos. Una mujer que camina así por la calle, tiesa y elástica como una caña y con una cabellera en la que no queda rastro del color de la infancia nunca podrá hacerse vieja.

O más que vieja, decrépita. Alguien que decidió no teñirse nunca las cañas tal vez con veintidós años debe de saberlo todo sobre la fugacidad. El color y la tiesura se escapan, y no hay nada digno que puedas hacer más que dejarlos marchar sin reproche y despedirlos con la manita. Puede haber ese acuerdo de mínimos con el tiempo: tú no niegas su poder, él no te impone impuestos desorbitados. Le ofreces tu cabellera castaña y a cambio te permite mantener una espalda con garbo. Nada mejor que estar a buenas con el tiempo que te ha tocado.

Pero a mí el futuro de esta mujer no me importa. Cómo, si está dejando de importarme el mío. Sólo quiero seguir mirando su pelo. Qué precioso y qué libre. Imponente como un elanio. Me gustaría ser capaz de decírselo. Llevo siguiéndola un rato, señora, y creo que tiene usted un pelo precioso. ¿Qué mirada me echaría? Se creería que estoy trastornada. Me daría con educación las gracias y cambiaría inmediatamente de acera. Buscaría una cámara oculta. Tantas cadenas nuevas en la tele, y tanta gente queriendo hacerse famosa en Youtube.

Sería algo muy raro y ser raro es malo. Mirar a la gente con fijeza, una impertinencia. Admirarla francamente te vuelve sospechoso. No hay que hacer nunca esas cosas. ¿Acaso tu madre es una mona de Gibraltar? ¿O es que no aprendiste nada en la escuela?

Diréis que no tiene nada que ver con la mujer del pelo precioso, pero cada vez que escucho la canción del principio pienso en concretar mi particular utopía. Siempre elimino el tráfico y la arquitectura urbana posterior a los años sesenta; el aceite de girasol en los bares, los asesores políticos y la codicia. Pongo árboles e islas de silencio, libros gratis por todas partes y albaricoqueros; borro cemento, tiendas de chinos y hasta el último par de sandalias masculinas.

Pero en realidad siempre me he conformado con menos. Un mundo utópico sería aquel en el que no temiera revelarle a una persona todo lo que admiro de ella. Aunque no la conociera de nada. Aunque no nos fuera dado ir más allá del límite que sabemos . En el que nunca llegara a arrepentirme de no haber dicho a tiempo cuánto me maravillaba tu piel, o qué pelo tan bonito tenías. Si podíamos ser amigos. Si no te incomodaba que también te quisiera un poquito. 
 

lunes, 25 de mayo de 2015

Que se queden abiertas las puertas

 

      - Pregunta: ¿de cuál de nuestros cinco sentidos nos sería más fácil prescindir?


Lo dice uno de los amigos que se reúnen de manera intermitente a lo largo de Pulso, el libro de relatos del adorable Julian Barnes. Y como mi prototipo ideal de vida es reír y charlar sin ton ni son en torno a una mesa, justo como hace esta gente magníficamente viva que no existe, yo no puedo evitar contestar. 
 

¿Dejar de ver? Y no encontrar nunca más los juegos y trampas de la luz y el espacio: la amenaza de un mediodía en el sur, cuando las cosas se aplastan tanto que es más fácil intuir la idea de una Tierra plana. Ese momento de la tarde en que los rostros se caldean y se llenan y eres capaz de jurarle amor a cualquiera. El sol arrancando destellos risueños en el mar. El prodigio de la hoja al trasluz. Todas las perspectivas y la exuberancia del mundo, toda la belleza. Naciendo y decayendo cada día y naciendo al día siguiente otra vez.

He visto muchas cosas, como en esa canción esquizoide de Björk, pero no, no podría prescindir de mirar.

¿Dejar de escuchar? Sólo necesito decir dos palabras: música, risa. El silencio borra lo superfluo y realza lo vital, pero ¿cómo sería vivir sin escuchar una réplica tuya e inmediatamente carcajear? Sin melodías nuevas, sin dialogar. Una sonrisa puede ser muda, pero sin un buen escándalo, el terremoto de risa que sacude gargantas y barrigas es una triste caricatura. Puedo privarme de la voz de los ríos y de los pájaros y del mar, pero me partiría el corazón dejar de escuchar si me llamas.

¿Dejar de oler? Oh, vamos. Tengo una regla secreta para calibrar la importancia que una persona tiene o ha tenido en mi vida: si puedo recordarle un aroma propio, nunca se apartará de la primera línea de mi corazón, aunque el tiempo o la voluntad vengan a desahuciarla. El olor es el espíritu inconfundible de las cosas. Es el hogar. Antes de cualquier contacto, un primer apunte de complicidad. Una comunicación de animales y, por eso mismo, libre de malentendidos e inocente.

Privarme de olores y atenerme a mi memoria olfativa sería como reconocer que el tiempo tiene una dirección única y que nada puede nunca regresar. No encontraría nunca más tu perfume por la calle y me pondría del revés confiando en que quizás...

¿Dejar de gustar? O como sea que se verbalice el arrebato de la lengua. Sin melocotones ni nueces, sin chocolate. Sin el potaje que sabe a madre. Sin el premio de pan, queso y tomate después de una buena paliza en el campo. Sin alquimia. Renuncia a los placeres más simples, y verás lo elaborado cayendo como una teoría.

¿Dejar de sentir la piel? No. Prescindir del tacto y el contacto. No. De la permeabilidad. No. Del sol en la barriga y el mar en los tobillos y las sábanas limpias. No. Del calor y el peso de los demás. No. De la sensación de ocupar un espacio en el mundo. No. De la esperanza en que uno no es completamente una isla. ¿Estamos locos? Nononono.

Y si a pesar de mis reticencias tuviera que ser práctica; si fueran a operarme el cerebro y me dieran a elegir ¿sorda, ciega o muerta?, supongo que optaría por el silencio y tararearía las canciones de mi memoria. Conseguiría apañarme leyendo palabras y caras

Pero por ahora, ohdios, doy gracias por seguir intacta.

viernes, 22 de mayo de 2015

Vete a un convento



Como mi química hormonal es tan fiable como un vendedor de seguros, tan arbitraria como una administración gobernada desde hace treinticinco años por un mismo partido, de vez en cuando me asusto y me creo que mi linaje no va a extinguirse conmigo. Que esos genes que me tienen de rehén y a los que proporciono alimento y cobijo me exigen que les pague por fin, con una tierna criatura, el uso y disfrute de mi cuerpo. Lo dice la ciencia: somos víctimas ofrecidas en sacrificio a un ADN caníbal. Los científicos y su indisimulada vocación por el melodrama.

Y aunque ese panorama me sigue erizando el vello, porque desde mi entrada en razón reproductiva soy refractaria a la maternidad, también de vez en cuando dejo que mi curiosidad se pasee en torno a un bebé imaginario. No dibujo su cara. No visualizo dulces tardes de domingo enseñando a mi retoño a hornear crumble de manzana. No hago cálculos del gasto en sufrimiento psíquico ni me pregunto si sabré introducir un supositorio por el orificio correcto de su cuerpecito.

Me planteo solamente el tipo de persona en que podría convertirse, y en la influencia que el tipo de persona que yo soy podría tener sobre su naturaleza. Con algo muy parecido a la soberbia hago conjeturas sobre cómo mis acciones y mis omisiones se imprimirían sobre ese trocito de arcilla. Cómo lo haría, qué tipo de educadora sería. A quién me gustaría que se pareciese mi bebé - boceto. ¿Acaso querría que fuese una versión corregida de mí misma, o alguien completamente nuevo?

¿Qué ingredientes debería poner en el vaso para mezclar un buen cóctel humano, con la dosis justa de vigor, chispa, dulzura y ligereza?

¿Cómo fomentaría en mi criatura la toma de decisiones propias y la independencia sin que se convirtiera en un déspota?

¿De qué manera debería socorrerlo cada vez que le doliera un diente o se cayese para que no terminara asimilando el dolor propio y el llanto como una herramienta para atraerse la atención ajena?

¿Cómo podría conseguir que fuera un ser menos cohibido que yo? ¿Cómo haría para que no tuviera miedo a la gente sin que se me quedara corto de empatía y compasión?

¿Qué textura tendría que adquirir mi amor para que no lo llevara como un lastre a lo largo de su vida?

¿Cómo imbuirlo de interés por las cosas escondidas y pequeñas? ¿Sabría yo respetar que no compartiera mis querencias?
 
¿Consentiría en que su libertad lo arrojase lejos de la órbita que a mí me parece fundamental? ¿En qué punto se toparía mi tarea formativa con mi vanidad?

¿Llegaría tarde o temprano a la conclusión de que el plan de construir así a una persona puede resultar no del todo justo ni ético? ¿Aflojaría mi atención al comprobar que, en este mundo tan laxo y abierto, mi influencia se diluiría como una sola gota de limón en la sopa? ¿Procuraría ser una ingeniera minuciosa durante los primeros diez años y luego, que fuera lo que la deriva emocional quisiera?

¿Podría entonces seguir ocupándome de mí misma, y educarme de la misma manera?

 

lunes, 18 de mayo de 2015

Lugares a los que...


No quiero cazar experiencias ni moverme por el mundo para coleccionar imágenes. No quiero tachar destinos de una lista. No quiero llegar, poner esa pose de he aquí un lugar que quizás me cambie, e inmediatamente marcharme. No quiero llevar en la maleta ninguna reacción prevista.

Y sin embargo, quisiera contemplar el mar hecho neón en una playa de las Maldivas. Quitarme todo la ropa, porque ante lo sublime hay que presentarse desnuda, y meterme despacio en el agua, anonadada, asustada casi, volviéndome poco a poco azul y rutilante, bautizándome en un caldo galáctico del que quizás saldría con otro nombre. O con ninguno en absoluto.

Oh, ah, oh, aaaah. Aquí más.

Quiero asomarme a un volcán. A uno de verdad, no a la boca de un gigante dormido, qué cursilada. Comprobar con mis ojos que todos, coches y ballenas, líquenes y avispas, flotamos sobre el fuego en frágiles balsas de tierra y agua. Que la vida se ha escrito sobre el infierno como una errata. Si se me van a quemar las pestañas, puedo conformarme con ver de lejos un río de lava.

Quiero ver las secuoyas. Por decirlo de alguna forma. El pie accesible y relativamente comprensible del coloso. Su cuerpo completo es inabarcable: habrá que seguir imaginando. Quiero postrarme ante el pasado vivo. Quiero que esa majestad muda me deje sin palabras. Después, tararear.

Quiero seguir la ruta de Viajes con Charley. Quiero andar por Oregón. No me preguntes qué tiene, ni lo que Steinbeck pudo escribir sobre su paisaje. Yo no me acuerdo ni por asomo. Pero conservo de no sé qué lecturas y no sé qué embeleso académico una serie de nombres mágicos y abretesésamos. Ceilán, Macao, Vanuatu. Oregón.

Quiero ir a Socotra. Me bastaría si no fuera más que un nombre estrafalario. Pero mis ojos miopes tienen vocación por lo raro, y se saciarían para siempre con la contemplación de esos árboles que parecen sopranos marcianas asomadas coquetamente a un mar tan plano y tan turquesa y tan abstracto.

Me conformo con llegar desde aquí


Quiero ir a Nueva Zelanda, llamar desde allí a mí casa y decepcionarme un poco si no me responden al revés.

Quiero ver el blanco asesino de la Antártida y luego olvidarlo. Mar blanco, cielo blanco, y nada que la mente pueda reconocer como tierra. Y que después los bloques de apartamentos me parezcan un milagro. Quiero ir a Islandia y preguntarme esto qué es, esto qué es, esto qué es a cada paso.

Quiero ver el desierto y luego desengancharme.

Quiero entender los mares.

Quiero que esta cama donde sesteo sea mi vagón, mi caravana y mi barco.

viernes, 15 de mayo de 2015

Santa Savia

 
Que sí, que el santoral me chupa un pie, y los calendarios y las efemérides. Soy una tipa lista y eso es lo que de mí se espera. Que las tradiciones resbalen por mi piel anfibia.

Pero caigo en que hoy es San Isidro, y casi estornudo de ternura. Uno se reenamora de su vida cada vez que repasa fotos viejas. Ojalá tuviera aquí una en la que se me viese de pequeña, disfrazada con el traje de aldeana propio de la fiesta. Las sandalias de esparto, el corpiño, la falda de colores. Todo ese absurdo tipismo. Aunque no me hace falta ver esa foto. Quiero a esa niña que sólo se vestía así porque lo pedían en la escuela.

La procesión habrá desfilado otra vez cerca de la casa de mi madre. Ya nunca la llamo mi casa, y quizás por eso me conmueven las fiestas y los sonidos y el ajetreo que se despliegan en torno a ella. Las carretas habrán vuelto a aplastar los helechos esparcidos por las calles. Ese olor es para mí desde hace mucho tiempo un olor más imaginario que recordado. ¿Hay mucha diferencia? Escondo trozos de memoria que me parecen inventados. Y cuántas veces no me habré empeñado en fantasear intensamente para que mis cuentos se incorporaran mágicamente al pasado.

No era un olor especialmente agradable, el de los helechos convertidos en una obscena pulpa verde, pero amenazaba con engancharte. La savia se te quedaba pegada a las suelas y al cerebro. Un jugo íntimo que, ahora lo entiendo, olía parecido a esos otros líquidos de ahí abajo. Siempre me pregunté por qué usaban helechos para alfombrar el paso del santo. ¿Era una nueva revancha sobre el bosque? Campesinos abriéndose camino otra vez por lo silvestre, pisoteándolo.

Nunca me subí a ninguna de esas carretas. Nací sin respeto por los ritos colectivos. Nunca fui parte. Y sin embargo, últimamente siento que pertenezco a las cuadrillas de los que quemaron su cara y su vida en el campo. Soy de los espacios vegetales, de los salvajes y de los arados. Y no por genética, sino porque así lo he escogido, aunque muchas veces ni me diera cuenta. Me he hecho de campo a pesar de haber crecido y seguir haciendo mi comida y mi cama en pisos sucesivos.

Hoy me alegra haber sido capaz de convertirme en algo que no era de partida. Me he roturado, escardado, sembrado, dejado en barbecho, podado. Y seguiré dispuesta a convertirme en lo que no soy ahora mismo. Dejando que la savia haga su trabajo.


martes, 12 de mayo de 2015

La importancia de llamarse Roberto

Llego del súper. Guardo la compra. Se empieza a reír de mí. No por ese orden, necesariamente .

Nunca sé cómo lo hace. El tipo de rádar emocional que hay en su cabeza. He pasado por el salón, camino de la cocina, como si llevara droga dura en las bolsas. Nuggets de pollo o tarrinas de profiteroles. Es que vivo con y padezco a una nutrivirtuosa. Capaz de pintarse las uñas de los pies encorvando la espalda como un armadillo. Tiene ese superpoder. Ese, y la capacidad de desencriptar expresiones faciales en nanosegundos. Cuando une los dos superpoderes me derrota. No hay manera de aparentar aplomo frente a una mujer que te cala sin dejar de pintarse las uñas.

O sea, que antes de sacar de la bolsa los huevos de gallinas felices ya está con su jijiji. Esa risilla de labios cerrados que se le escapa por la nariz. Jijiji, ¿qué? Nada, jijiji. ¿Dónde te lo has encontrado, en el portal o viniendo del súper? Será bruja. Por un pelo no hemos tenido media docena de huevos infelices. No sé de qué me hablas, eso le he dicho. Venga ya, pero si traes toda Esa Cara.

Todavía no ha dado con el nombre perfecto para bautizarla. Ella afirma que cada vez que me encuentro con Don Armando la cara me cambia. Es cierto. Yo me doy cuenta aunque no me mire en el espejo. Pero confío en ella para que me la describa. Dice que la ceja izquierda me sube tres pulgadas - ¡tres pulgadas!, esposa regia- y que la boca empieza a fruncírseme en zigzag como a ese icono del Whatsapp. No es eso lo que me asustaría ver si fuera capaz de mirarme. Tengo caras peores: la de ver el fútbol con mi suegro; la de las comuniones de los hijos de sus amigas. Lo que temo encontrar en el espejo es un borrón de rasgos y gestos. Una no-cara. La cara de otro. La de ese tal Roberto. 

Porque así es como me llama Don Armando. Buenos días, Roberto . ¿Cómo anda su señora, Roberto? ¿Qué opina de lo de la subvención para el arreglo de fachada, Roberto? No le vi en la última reunión, Don Roberto. Desde hace exactamente once años y cuatro meses. Desde el mismo día en que nos mudamos. Me acuerdo de que dejé una caja en el suelo para tenderle la mano. Le dije mi nombre. Charlamos sobre el perro y los ruidos de los anteriores propietarios. Y se despidió con un pues encantado de conocerle, Roberto.  No me dio tiempo a rectificarlo. Qué sentido tiene abochornar a un viejo después de tanto tiempo.

A veces me está hablando, Roberto por aquí, Roberto por allá, qué mano tiene su mujer para las plantas, Roberto; he visto su buzón, Roberto, y qué cachondo es usted, ¿es que no quiere que los acreedores le encuentren?, y yo me imagino cómo sería mi vida si realmente fuera ese tipo. Una vez conocí a uno que tenía, no, que ostentaba ese nombre. Llevaba camisetas de lycra. Sí, era ese tipo. El que no tiene nada que esconder bajo camisas de franela. El que compra profiteroles si se le antoja. El que transforma en lobas lujuriosas hasta a sus ex. Me pregunto si llamándome de esa modo mi mujer seguiría calándome. Si ese nombre me otorgaría algún superpoder.

sábado, 9 de mayo de 2015

Al secadero

 
Los días pasan fast & furious de manera casi virtuosa, protagonistas diestros de una road movie. A veces es un rodar sin contratiempos ni necesidad de estirar las piernas. A veces, querer parar en cada cuneta. Entre un impulso y otro, no encuentro móvil ni gasolina para seguir escribiendo. La vida me habla en un nuevo idioma que entiendo de alguna forma, sin tener que traducirlo ni pasarlo a limpio en esta ni ninguna otra libreta. Nos vamos apañando bien con el lenguaje de los gestos.

Me he secado, está claro. No sé qué escribir que no suene a estribillo rancio. Y resulta, oh prodigio, que eso ya no me importa tanto. En serio. Ya. No. Me. Importa. El significado de las palabras está mutando. No, su significado no, sino la carga invisible de sentido que llevan a las espaldas. He lijado la palabra secarse para dejarla limpia de lo peyorativo.

Miro a mi alrededor y siento una mano en el hombro, algo que me revuelve el pelo y me insufla su aliento. El trigo donde los aguiluchos se baten el cobre de la supervivencia como si fuera un juego circense es a cada hora menos verde. También todas esas malas hierbas de las lindes que me enloquecen, con su catálogo disparatadamente rico de formas: se están secando todas, arpones y farolillos, lianas y estrellas, convirtiéndose en cadenetas de papel para fiestas. Las primeras hojas trémulas de los árboles han ganado cuerpo y confianza. Vivo en una parte del mundo donde la aridez moldea y fortalece.

Pienso en las uvas y tomates que mi padre sube a secar a la terraza. Me vuelve a la boca su sabor tan intenso como un acto de amor poco casto. El sol les roba humedad y se los roba también a la pudrición. Pienso en la sal que se me engancha al vello de los brazos cuando me dejo secar en la playa. Me doy cuenta de que tras cada manifestación de la sequía, tras cada pausa abrasada, surge algo. Un sabor más intenso, una semilla, una nueva opción. 


De aquí surgen cigarrillos. Películas viejas. Cáncer de pulmón.
 

Así que voy aprendiendo a aceptar mi propio ciclo de estaciones. Ya no me preocupa que las palabras dejen de brotar.

lunes, 4 de mayo de 2015

Y ahora ballenas.


Me he dormido tres noches seguidas esperando los sonidos del mar. No tengo problemas de sueño ahora mismo. No necesito hacer piruetas para despegarme de la conciencia. No es un ejercicio de voluntad, sino una jugarreta de esa vasta red de neuronas que se echan a galopar cuando me enamoro. Me pasa al menos un par de veces al día.

En la mesilla de noche he dejado otro libro de cubierta azul, ilustrado esta vez con una ballena. El mar está en el título y en cada una de sus páginas. Leo y de inmediato el mar está en mi cabeza. Pega tu oreja a mi cara y me dirás caracola. Soy así de mimética. Y no hay remedio para eso. Las capas externas de mi mente son pura arcilla fresca: es fácil que cualquier cosa deje sus huellas ahí impresas. Más adentro hay emociones e ideas fósiles. Creo que madurar es ahondar hasta ese estrato duro y reconciliarte con lo que ahí te encuentras.


Marchando una reseñita

Pero esa es otra historia. Ahora sólo apago la luz y trato de seguir escuchando los rumores que evoca mi libro. Nada que ver con la orilla que conozco. Nada de espacios anfibios. Esta nueva huella me aleja de la tierra, de la zona donde cada verano se renueva mi idilio con lo de afuera. Dejo atrás las olas con su arrastrar de guijarros; el runrún de niños y comadreo y canciones del verano; los avionetas anti-incendios y las gaviotas. Le digo hasta pronto a mi casa. El libro habla de ballenas, y yo estoy buscando el lugar donde las ballenas hablan.

Quiero escucharlas desde mi cama. Verificar el mito de que cada uno de nosotros lleva el mar dentro. Cada uno una gota, una porción diminuta del caldo donde surgió la vida, un cubito hiperconcentrado de la historia del planeta. Me empapo con esa imagen y la parte de mi mente que sigue varada en el día se calma. Mientras tú y yo parloteamos y nos agitamos, y los coches nos parasitan, y los edificios nos roban la luz o se derrumban, allí en el océano dura una forma de vida elocuente y secreta. Que se entiende y a lo mejor nos entiende. Que tal vez hable de nosotros con ternura.

Es una ocurrencia perfectamente cándida y con un tufo new age que abochorna. Pero quién es capaz de afirmar rotundamente que los infrasonidos naturales no resuenan en el agua que somos y de alguna forma nos tocan.

viernes, 1 de mayo de 2015

A este paso me identifico con un protozoo

 
¿Cómo demonios ha entrado una avispa, si todavía no he abierto las ventanas?

No han dado las nueve y el sol baña mi casa. Me encanta desayunar deslumbrada, entreviendo apenas el simulacro rural de ahí afuera, la acequia y los naranjos en el parque, sin que el ruido de los coches lo desmienta. El polvo baila en su cucurucho de luz. Es una cosa bonita, el enésimo ejemplo de que lo que se mueve luce más que lo estático. El pan y el café saben triple cuando los tomas con los ojos entornados.

Pero en este cuadro casi idílico se ha colado una avispa. O lo que sea. Grande como si se hubiera estado tonteando con uranio por aquí cerca. Se pasea por el filo de la mesa, da un saltito al sofá, se decide a explorar el mapa estampado en los pantalones de mi pijama. No es una figura retórica. Realmente llevo un mapa naíf sobre las piernas, señalando el camino a las Rocosas, adornado con tipis y abetos y osos grizzlies. Si lo piensas bien, todos los planos que seguimos son igual de infantiles. Pero estoy desayunando y una mega-avispa me ronda. No es momento de hacer símiles bobos.

Mantengo la calma, pese a mi larga y desdichada relación con los bichos. La Silvipedia me dicta que ese aspecto temible es una trampa para intimidarme y que no me meta con ella. ¿Cómo debería vestirme yo entonces para que los insectos no se metan conmigo? Jose aflauta la voz como una dama victoriana. Teniendo en cuenta que todo aguijón pasa de largo siempre por encima de su carne blanca, considero que su aprensión está un poco sobreactuada. Marcada por el menosprecio.

Pero no quiero que la espante. Se me hace marciano tener a este engendro alimentado con vapores de gasóil buscando el camino a las Rocosas sobre mis piernas. Es una imagen lisérgica. Hay algo extraño en su merodeo. Está desorientada y parece darse cuenta de ello. Me hace cosquillas con esas antenas que sabe dios qué vibraciones estarán sintiendo. El runrún de mi sangre, nuestras voces a la vez abisales y retumbantes. Mi vocación de empatía está desbarrando. De aquí a tres minutos le habré puesto nombre a una avispa.


Te ponen esos ojitos, y claro. (La foto no es robada, sino compartida.)

Por fin se da cuenta de que el mapa de mi pijama está trucado como su propio disfraz negriamarillo, y que por mi pierna no se llega a ninguna parte. El balcón está ahora entreabierto. Alguien se ha encargado de abrir una vía de escape mientras que yo intentaba entrar en la conciencia de un insecto. Debe de estar oliendo el mundo al que pertenece. Debatiéndose sobre si seguir explorando este planeta remoto o emprender vuelo hacia el verde. Elige lo segundo. Si hubiera aguantado un poco más, la hubiera llamado Ulises.

Sólo que...los ojos de los insectos son ciegos al cristal, y una y otra vez mi bicho se estampa. Algo lo separa de la imagen perfectamente clara del lugar al que se dirige. A cada intento puedo oír cómo chasquea su cuerpo. Es patético. Mirar y no ser capaz de ver que para llegar adonde quieres sólo tienes que dar un pequeño rodeo.

Pasan unos buenos cinco minutos antes de que la avispa dé con el camino que conduce al aire libre. Después de casi diez horas no se me quita de la cabeza que en realidad no somos especies tan distintas.