miércoles, 30 de marzo de 2016

Frisbee


Este post de Gordipé, siempre aguda. Y entonces, la convicción íntima de que este parloteo podría llegar a ser útil.

Casi todas las veces que me pongo el ordenador en el regazo pienso si tiene algún sentido mostrarse. Aunque ese -se de mostrarse no exprese del todo a las personas que comparten mi cuerpo como si fuera un piso de Erasmus. Habitualmente mi voz, o una de ellas, o un cóctel de unas cuantas, rebota y vuelve a mí cuando la proyecto hacia afuera. Escribo con la ilusión de estar jugando al frisbee y de que alguien recoja este platillo volante. Pero lo normal es que el texto vuelva a mí como un bumerán. Y aunque la sensación de estar hablando sola ya no me hace daño, en serio, algunas de esas veces me planteo si no podría estar haciendo otra cosa más cómoda o más entretenida. Aprendiendo coreografías de Bollywood. Masaje tailandés. Corte y confección. Leyendo. 



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 Pero aquí sigo. Porque a mí también me llegan otros frisbees. En no importa qué otra parte del mundo alguien siente la necesidad de revelarse, y de esa necesidad nace un vínculo. No te conozco de nada, no me conoces de nada, y entonces... fiiiuuu, o comoquiera que sea la onomatopeya que exprese una electricidad súbita. La luz y el calor de, por un instante, dejar de ser una isla. Por eso persisto. Por fe de que lo que yo digo también pueda hacerle compañía a alguien, no importa dónde ni cuándo, ni durante cuánto.

Me pasó esta mañana con el post de esta mujer grande. Sentí que alguien se me ponía enfrente y me decía “mira, somos parte de la misma especie”. Tu experiencia es única en sus matices, pero compartible. Hay mucho margen para acercarnos y darnos calorcillo. El Homo sapiens, como otros primates, es una especie fundamentalmente sociable. Todo el mundo lo sabe y si no, debería. El individuo aislado no tiene muchas opciones en un ambiente cafre. Menos aún si sabes que tras la hostilidad de vivir toca morirse.

Así que me sentí acompañada. Adivinada por alguien. Porque yo también siento que llevo una temporada cambiando. De un modo sigiloso y casi involuntario. No soy yo esta vez quien dirige. No llevo dirección, ni mucho menos plano. No creo que vaya a llegar a un destino definitivo en el que asentarme. Pero no soy la misma de antes. La que me saluda desde tierra con un pañuelito. Esa que tiene mi cara, un culo parecido al mío aunque bastante menos duro, pero que es otra persona distinta. Creo que porque usa otro tipo de combustible. La de antes quemaba expectativa y deseo para moverse. Quien soy ahora apenas pretende ya llegar a algún sitio. Está aprendiendo a repantigarse donde pille. Sólo necesita el juego para calentarse.

Y quizás por eso aquí sigo. Por gusto de seguir jugando.

sábado, 26 de marzo de 2016

You can call me Nancy

 
Canciones que empiezan a sonar en tu mente con la inexorabilidad de las cigarras en julio. Las ves llegar desde lejos. Alzas los ojos al cielo, te haces pantalla con la mano. Y entonces sabes que una amenaza bíblica se acerca.

Canciones que se te meten tan adentro que te hacen. Te apuntalan. Te alimentan. Te hacen fuerte o te envenenan. Te disfrazan. Arden en tus mitocondrias. Lubrican tus mucosas. Quizás en el diminuto bulto encima de tu rodilla derecha se hayan calcificado algunas melodías. O tal vez la disposición de finas líneas negras en tu iris cambia con el tiempo y en ella puede leerse la partitura de tu banda sonora íntima.

Canciones que ya estás cantando al despertarte, antes de acordarte de tu nombre. Mirándote los zapatos en un ascensor atestado. Dando los buenos días a un cliente. Aparcando el coche. Dando por teléfono un pésame. Canciones que le echan un remiendo a los descosidos del día. Que suman vidas a tu vida. Tus posibles avatares ensayando todos juntos un himno.

Canciones que son casi personas. 


 

Esta es mi enésima canción definitiva. Flotando en el cosmos debe de existir una fórmula matemática que condense la frecuencia con la que la escucho: la integral de mis momentos felices elevada a la potencia sensual de mi sangre, partido por el sumatorio de las punzadas de melancolía... Una chorrada semejante. A la altura del minuto 0:52 estoy en trance. En mi conciencia ya sólo se pasa la película de mis fotogramas memorables. Nada de actualidad ni tareas inmediatas ni garabatos mentales ni ruido.

Sólo: saltar en una cama elástica. Conducir de Tarifa a Barbate. Dejar el plato limpio a lametazos. Robar cerezas. Morder la punta de un cucurucho de helado. Esperar tumbada en el sofá a que el suelo recién fregado se seque. Meter la nariz entre azahares y colocarme. Quitarme el sujetador bien sudado. Orear los pies fuera de las botas en una excursión de las brutas. Bailar en el salón a oscuras. El momento en que las natillas espesan. Ducharme y que caigan de mi cabeza hojitas. Tomar el sol con el pijama arremangado. Bajar corriendo las cuestas haciendo molinillos con los brazos. Esas siestas. La duermevela de los árboles....

I´m going where my body leaves me* ": me lo tatuaría en el sitio de los relojes.

Aproximadamente, “voy adonde mi cuerpo me lleva”.

miércoles, 23 de marzo de 2016

Miedo de eso de ahí adentro

 
He pasado unos cuantos días acongojada, seducida, aterrada; riendo con el corazón triturado y dolor en las mandíbulas, conmovida por este libro.


Gustazo de tentar libros de esta casa
 
No voy a explicar de qué va, porque ya lo hizo Rosa Montero hace unos meses y la leyó medio España. Sólo diré de pasada que ha dejado en ridículo lo que yo pensaba que era la sinceridad en la escritura. Léelo si quieres sufrir en la carne y los sesos y, a pesar de ello, seguir cantando por las calles.

Además, encontrarás cosas como esta

Para una persona que padece una enfermedad mental no hay nada más aterrador que un sentimiento.

Y si compartes algo de genoma conmigo, probablemente te quedarás pillado. Tratarás de hacerle un hueco en tu mente a la posibilidad de que el paisaje innato de lo humano pudiera resultarte ajeno. Perturbador. Un espanto. Que te asustara el mero hecho de sentir calorcillo por un gato. Que el fastidio de quedarte sin agua caliente en la ducha te arrastrara a un torbellino digno de ser muestreado por Dante. Tal vez imagines lo que debe de ser contener la respiración y permanecer inmóvil cada vez que la sombra de una emoción se asoma a tu barrio. Lo que sería que a la mínima gota de empatía, pesar, nostalgia o euforia los bajos de tu mente se inundasen.

Luego quizás someterás tu corazón a un examen. Rastrearás en tu interior ese tipo de sentimientos que para que no te envenenen han de ser recubiertos con sebo. Criaturas íntimas que al rozar tu conciencia te sobrecogen. No estamos hablando de pena, sino de miedo. No puedes apuntarte la congoja de no volver a abrazar nunca a alguien. Ni la rabia de haber dado muuuucho más de lo que te dieron. Hablamos de sentir algo que te deje paralizado.

A mí por ejemplo me asusta la sospecha de que ninguno de mis sentimientos sea verdaderamente sincero. Que reproduzco tristeza, amor o furia porque sé que eso es lo que de una determinada interacción se espera. Que lo único espontáneo en mí sea la aversión a dejar estar viva. Me aterraría saberme impasible. Darme cuenta de que toda pasión es fingida.

Llevo ese miedo como una forma de hipocondría. Sufriéndolo si lo pienso, aunque de sobra  sepa que el riesgo de frigidez tiende en mí a cero.

domingo, 20 de marzo de 2016

Flotando

 
Sé a qué se parece un avión por debajo. No a un águila, ni a una grulla migrante. Con las luces de la panza encendidas, y a punto de caer la noche, un avión se parece más a una raya que a un pájaro.  A un pez manta con sus ojillos asustados y la boca aburrida de besar sólo arena. El cielo es azul marino, la bestia ruge. Soy como un buceador sobre el que flotase la soberbia indiferencia de la naturaleza. Imagínate: la levedad de estar emparedado en una columna de agua, y ballenas, tiburones, bancos de peces cruzando por encima de tu cabeza, haciendo como que te ignoran, dejándote estar y mirar, sin comer ni que nadie te coma.

Me cuesta menos imaginar eso que asimilar que dentro del avión hay gente. Al menos un centenar de cerebros a punto de ponerse a dar órdenes como locos al doble de piernas y brazos. Las emociones crudas del aterrizaje: la excitación y el miedo, y el fastidio de tener que levantarse de la butaca. La esperanza de ser bienvenido y de estar a las puertas de algo, el recuerdo de otras llegadas. El contador puesto a cero. Todas esas diminutas infancias.

Más de cien historias contándose al unísono y yo debajo. Dejándome estar y mirando. Hay una gracia submarina en el avión de la que no se dará cuenta nadie. Ni los viajeros de esfínteres contraídos, rezando como mejor les sale, ni la tripulación haciendo cálculos de cuánto queda hasta la hora de ponerse el pijama. Ninguno de ellos es ahora mismo consciente de la prodigiosa rareza de estar flotando.

La lluvia empieza a repicar sobre la chapa del coche. El cielo está arrebatado. Llegar a una ciudad pequeña y desconocida en taxi, mientras las gotas resbalan por los cristales: qué cinematográfico. Yo seguiré aquí otro rato. No hay soledad posible: agua cayendo escandalosa como si alguien hubiera aprobado la metáfora de un cielo surcado por peces. La vecindad del pinar y del cementerio. No pongas esa cara. Es el sitio ideal para hacer un descanso. Un pequeño cementerio aislado en el campo, sin luces eléctricas a la vista ni ruidos humanos ni nostalgia. Sin miedo ninguno. Esto también es naturaleza: algún cuerpo se deshace igual que en el pinar se irán deshaciendo los condones de colores que he inventariado, azul, verde, rojo, la mierda de los domingueros, los restos de fiesta.

La gente se mueve, vive y muere y deja rastros, y yo sigo dentro del coche y a oscuras, agrdeciendo la lluvia y, ya sabes cómo voy a acabar, la asombrosa rareza de estar flotando. 
 

martes, 15 de marzo de 2016

Ella. Y punto.

Ella es algo hermoso y artificial. Hermoso pero artificial. Artificial pero hermoso. El orden de los factores y el producto... Ella es menos en realidad de lo que esperas, menos de lo que te han ido diciendo tantos ojos febriles. A primera vista te parece que el diccionario de secretos se te ha debido de perder por el camino. Vulgarzota, Ella, con poca más virtud que encontrarse en un buen sitio. Un cruce de carreteras donde lo accesorio reina y la identidad se explota. Si Ella fuera persona en vez de pueblo, sería la mujer de un futbolista. Con mis respetos.

Llevo aquí cuatro noches. Ella, provincia de Uva. Turistas que están en el ajo. Turistas en busca de esencia. Turistas que se creen perspicaces. Huyendo de estereotipos y pagando habitaciones de hotel con gel y champú en botecitos. Ve a Ella a caminar, exhortan las guías de viaje. Descansa unos días en Ella, susurran los italianos. Date unos cuantos masajes. Yo no estoy en el ajo. No busco nada. No me creo más especial que nadie. Así que ando y descanso, ando y descanso. No porque me lo digan, sino porque eso para mí es lo fácil. Estoy fisiológicamente programada. En Sri Lanka como en mi barrio.

Sé que no voy a quedarme más que unos días, así que para q esforzarme en entender lo que veo. Distinguir entre verdad y merchandasing. Cotidianidad o teatro. La gente sonríe y es amable. Si es así por estrategia o carácter, a mí no me incumbe. La gente sonríe como en otros lugares se desvía la mirada, se mira el móvil o se bosteza en los andenes del metro. Hay a quien tanta suavidad molesta. Viajeros empollones que alardean de furia anticolonialista, o deploran la depreciación del paraíso. Otros creen distinguir en cada charco y cada camarero la cara del Buda. Todo el que viene de fuera resuelve de un plumazo y elucubra. Todos quieren ir más allá de la apariencia. Descubrir y descubrirse. Descorrer el velo y volver a casa más ellos de lo que eran.

Yo ando y luego descanso. Ni busco ni me busco. Sonrío y trato de ser amable. Me recreo en la superficie. Verde por todas partes. Ni más ni menos de lo que esperaba. Pero más y menos se van pareciendo a cada paso. Ya no recuerdo mi expectativa. Quizás una forma de tristeza en el paisaje. Selvas arrasadas por los ingleses para tener con qué remojar sus sandwiches de pepino. Supongo que pretendía escuchar el escándalo de la ausencia, punteado por los trinos patéticos de algunos pájaros que después del desastre ocuparon las plantaciones de té con la cola entre las piernas. Reconocer los fantasmas de las multirrelaciones desmochadas. Quería ver lo que no se ve. Como cualquier viajero con una guía cara.


Me dejé la cámara en un motel de Colombo y estas criaturas me han prestado la foto.


En cambio veo verde y té. Sonrisas. Cuando me muevo en tren, las madres me ofrecen cosas fritas. Sólo olerlas me da ardores. Sonríen cuando trato de hacerles comprender que la comida cingalesa me corroe el intestino. Como poco más que papaya, té con leche y huevos con appam, que son una especie de panqueques de arroz y coco. Estas mujeres deben de tener en las tetas picante. Amamantan a los niños con chile y especias y así los vuelven inmunes. Qué envidia, ser tan dulce y tolerar el fuego de esa manera. Sonrío y miro por la ventanilla. Ella es artificial pero hermosa, menos de lo que esperaba. Ando y descanso. Qué gozo no esperar nada.

domingo, 13 de marzo de 2016

Cuando tengamos la misma edad


Me pasa como en esta canción que canturreo de camino al gimnasio con alegría hipócrita, porque tengo memoria. Que nací demasiado tarde para ciertas cosas. Piénsalo bien: el resultado de tu vida no depende tanto de lo que hagas con tu tiempo, como de que te lleves bien o mal con el tiempo de esas cosas. Las que terminas pensando en mayúsculas. Si mi tiempo no hubiera ido persiguiendo como un chucho abandonado al de M., yo no sería quien soy ahora. Si hubiéramos sabido bailar sin pisarnos, mi paisaje actual se esfumaría. Lo que estoy viendo por la ventana mientras escribo. La dulce compañía en la habitación de al lado. Tal vez la misma escritura.

Por suerte ni en tu vida ni en la mía tiene competencia El Ministerio del Tiempo. Todavía. Nadie vendrá a poner patas arriba tu decorado de causalidades y casualidades. Nadie remasterizará tu historia. Ahí se quedan sus desacordes y su ruido.

En cambio, los libros a veces sí esperan. Para algunos de ellos naciste demasiado tarde. Eras demasiado novata cuando los encontraste y los comprendías sólo a medias, o te parecían estar escritos directamente en esperanto. Ese idioma que vive en la punta de la lengua y que al final siempre se despeña. Algunos de ellos los dejaste para siempre de lado. No hubo ni habrá ya manera de superar la disonancia de edades. Otros los aparcaste, y ahora son algunos de ellos los que te persiguen como un chucho abandonado. Tú los recoges, les quitas pulgas y mugre. Y entonces te llevas la sorpresa: por fin sois contemporáneos.


Tengo una edad entre medias de ambos.

Eso va a pasarme con el de la derecha. Ahora mismo resuena en mí como una canción que creo conocer pero de la que no recuerdo la letra. Terminaré por cantarla. Tengo plena confianza. Ya me pasó con el de la izquierda. Ese libro cuyas cubiertas un día tuvieron alguno de los colores de un vestido de novia. Lo paseé por mil sitios mientras iba creciendo. Lo llevé a la playa, lo metí en bolsos y mochilas, traté de entenderlo bajo quejigos y pinsapos. Levantaba la vista de la página, miraba a mi alrededor como si todo fuera nuevo, y a diferencia de lo que podía esperar respecto a M., pensaba te daré caza algún día. Hoy lo repaso y me digo ah, era eso. He rellenado con mis propios ejemplos lo que entonces me parecía abstracto.

También La mujer de pie y yo llegaremos a acoplarnos. Lo compré porque al abrirlo en la librería di con esta frase: Toda la dicha que puedo anhelar en este mundo cabe entre este árbol y mis ojos. Inevitable encontrarnos.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Debajo de los cuentos



Mira la imagen con tus ojos corrientes, los que usas de lunes a viernes. ¿No te parece bonita? Tendrías que ser inglés o muy rudo para que la niebla no te conmoviera. Pero no creo haber elegido el verbo correcto. La niebla no es un fenómeno que conmueva, sino más bien todo lo contrario. La niebla te paraliza de forma hechicera. Te clava en el sitio como si un tigre te mirara a los ojos en medio de la jungla y te perdonara la vida. No me preguntes por qué. Pero pon un poco de niebla en el decorado de tu primera película de misterio. La niebla emborrona y aleja y da somnolencia: el punto de arranque ideal de los cuentos.

Y precisamente si miras con ojos habituales, te parecerá que la foto que traigo tiene algo de mágico. La niebla, sí, pero también la figura humana bajo el sombrío esqueleto del árbol. Alrededor, todas esas tiendas de campaña. ¿Dónde está la gente que las ha montado? Es como en esos cuentos en los que el tiempo detiene su curso y la vida solidifica. En el palacio todos se han quedado dormidos salvo el héroe, que campa a sus anchas, asustado. Ve cosas que nadie más puede ver en un mundo gobernado por la prisa. Dentro de las tiendas de campañas se podría estar durmiendo el mismo sueño inexplicable. Gente congelada en medio de cualquiera sabe qué rutina. La niebla la ha emborronado, igual que en Pompeya la ceniza.

Y salvándose del hechizo, una silueta solitaria que podría haber vivido peligros y aventuras hasta llegar donde el árbol. De sus ramas huesudas cuelgan tres prendas. No me digas que aquí no huele a cuento que te mueres. A dilema y acertijo. ¿Qué prenda deberá escoger el héroe para salir vencedor de este trance? Para volverse más poderoso y más sabio, para sobrevivir simplemente. ¿El bello vestido de Armani que de pronto se pega a la piel y se incendia, o el apestoso pellejo de cabra que convierte en príncipe a quien se atreve a probársela?

Cualquier imagen con niebla puede ser el fotograma clave de una fábula. Sólo tienes que usar tus ojos atareados. Enciende la televisión: mira ahí si tienes cuentos. Enrédate en las redes sociales: imágenes y más imágenes, mil y una noches de historietas. Nada es real en medio de la niebla. Nada te amenaza en tu casita caliente, por mucho que te estremezca el cuento que te cuentan.

Pero esto no es un cuento en absoluto. Esta es sólo una más de las imágenes que describen la infamia de los refugiados en la frontera griega. De entre todas las posibles, yo he ido a escoger una bonita. Soy europea, aunque eso ahora mismo me dé vergüenza. Me protejo de la selva con estética. Me lío con historietas antes de mirar como es debido. Sí, el héroe ha llegado hasta el árbol después de una larga travesía de aventuras y peligros. Sí, la gente de las tiendas de campaña podría computarse como gentilmente inexistente a ojos de los que tenemos pasaporte de primera. Pero aquí no hay ningún acertijo. No hay elección posible. No hay pellejos de cabra que hagan príncipes, ni objetos mágicos que protejan. No hay esperanza de que mañana vayan a comerse perdices.

Hay frío e intemperie. Niños llorando, huesos que duelen, pesadillas que no se acaban con la noche. Empujones, abandono y hambre, el tiempo que no avanza lejos de cualquier casa. Cómo ver todo eso con los ojos habituales.

domingo, 6 de marzo de 2016

Salir al recreo

 
El sol engañoso ahí fuera. Irrebatible, pero incapaz de calentarte la espalda. Hoy sólo es un espectáculo para la vista. Una de esas criaturas bellas que nunca se dejarían ver en zapatillas de estar por casa. El aire viene fresco, y mis pies lo saben y por eso me he encerrado en mi cuarto. Desde la ventana miro mi cuartilla de mundo. Los colores exacerbados. Como si todas las cosas, las plantas y el cielo y el mar al fondo, andaran con fiebre.

A veces una ventana es más que una ventana. A veces es un cuadro valioso al que no te dejan acercarte. O un recuerdo del patio de recreo visto desde el aula donde te fustigan con matemáticas. Para mí hoy es una bola de cristal, una especie de oráculo. Miro y le pregunto a la ventana qué lugar me corresponde de veras. El mundo de los colores donde te hielas de frío y no se te arropa, o la habitación cálida. El interior o los espacios sin techo. Las palabras o el viento y los pájaros.

Pero nada de lo que veo me responde. Se supone que tengo que encontrar dentro de mí la respuesta. Una respuesta sincera. Algo parecido a: no quiero estar encerrada. No quiero seguir arrullándome aquí adentro, agarrada a mis costados. Escribir no sirve de nada.

Y mira que había pensado que podría empezar algo. Quería ir apuntando el avance natural del año. En el centro de visitantes de la Sierra de Segura vi una cosa bonita. Doce paneles de madera que se pasaban como las páginas de un libro y describían lo que en doce meses ocurre en la naturaleza. Una cosa tan sencilla y corriente pero que requiere una atención tan exquisita. Mayo: paren las corzas y siguen en flor los ojaranzos. En cuanto lo vi quise imitarlo. Con mis propias observaciones. Con lo que habitualmente paso por alto por muy sabido o por prisas. Cuándo ves el primer abejaruco. Qué día exacto te das cuenta de que ya va amarilleando el jaramago.

Empezó enero y yo ya no me acordaba de mi calendario. El año nuevo continuó con miopía. Pero un momento: quién dice que hubiera que empezar ahí obligatoriamente. Yo llevo días sorbiéndome la nariz y con estornudos. Está claro que algo está comenzando. La naturaleza debe empezar a contarse en primavera, con los primeros brotes, las primeras indecisiones entre calidez o frío, las primeras fiebres. Los primeros síntomas de que tu cuerpo interactúa con lo que lo rodea. Y ayer estuve en el campo y vi las primeras flores de jara, atrevidas como pezones al aire. Me emborraché con el olor a miel de los jérguenes. Me acordé de cuando empecé a trabajar y llegaba a mi casa pringosa y arañada. Señalada por el roce con las plantas. Todo comenzaba.

Todo sigue comenzando y no hay buenas palabras para explicarlo. Mi sitio está ahí afuera. Escribirlo no sirve de nada.