Por si
el mundo material no fuera lo bastante complejo, encima tenemos que
soportar el acecho de lo invisible. Abro los postigos del balcón al
levantarme, y antes de volver a darle la espalda a la calle, ya estoy
estornudando. Apenas si ha empezado a amanecer, y a esta hora los
cipreses de enfrente son sólo sombras recortadas sobre un fondo de
sombra de tonos sepia. No se ven amenazantes, en realidad. No han
desplegado todavía su énfasis diurno, esa figura un poco pagada de
sí misma, a fuerza de metáforas de los poetas. Y, sin embargo,
míralos, tan severos ellos, tan majestuosos, cómo me están
agrediendo. El aire va cargado de un polen amarillo como el azufre, y
yo no puedo verlo. Los cipreses están a cincuenta metros; yo estoy
en mi casa, creyéndome a salvo, aún, de lo que ahí fuera pueda
traerme el día; y nada parece atarnos. Pero aquí estoy, medio
llorando, en pijama. Hay un juego imperceptible de fuerzas entre
ellos y yo. Una red pegajosa de energías que me envuelve, me
debilita o me impulsa, y que no puedo ver, ni mucho menos controlar.
Hay historias de mí misma que no me es dado escribir. Todo lo más
que puedo hacer es corregirlas. Ponerme hasta arriba de
antihistamínicos, o empapar una docena de kleenex.
Y,
cielos, el catálogo de lo invisible es tan extenso.
Algo
ominoso que se larva en tus intestinos, en el pulmón de tu pareja,
en el pecho de tu madre.
Los
gases volátiles que se elevan en espirales, como genios de una
lámpara perversa, del envase de fregasuelos que te has dejado
abierto mientras le dabas al cuarto de baño. Del limpiacristales. De
la botella de salfumán. La savia tóxica de plaguicidas que todavía
circula por la lechuga de la cena. El mercurio del atún que lleva tu
bocadillo. El gluten, las proteínas, el colerestol, codificados bajo
la apariencia humilde de una croqueta.
Un
hervidero de ondas electromagnéticas zumbando en torno a tu piel y a
tus orejas, vistiéndote con el traje nuevo del emperador,
interactuando quién sabe cómo con la membrana de tus células.
La
montaña que a veces te da la impresión de estar a punto de
derrumbarse sobre tu tejado. El empuje un tanto erótico de las
placas de la corteza terrestre, que se buscan y se cortejan, y más
nos vale que no terminen montándose unas sobre otras.
La
mirada de deseo anónima que resbala por tu silueta de espaldas, cada
vez que pasas por esa calle. Una corriente de calidez inesperada al
llegar a tu puesto de trabajo. Todo el amor o la tirria que nunca te
serán confesados, pero que de algún modo te imantan.
El
humor de la gente aturdida o jovial con la que te cruzas, esa
exudación espiritual que termina calándote como chirimiri.
El
collage de estampas que los otros pegan sobre un maniquí que eres tú
mismo, y en cuyo aspecto robusto, hermoso o ridículo no eres capaz
de reconocerte.
Todo
lo que alguien está pensando ahora mismo sobre ti.
¿Podremos
algún día llegar a descifrar el poder de lo invisible? Revelar,
como los espías de las películas, los mensajes ocultos de todo eso
que, sin saberlo, influye sobre nuestra vida. Leer las historias que
nos han sido preparadas, y que a lo mejor terminan superponiéndose a
nuestros buenos intentos de narrarnos a nosotros mismos.
Mejor concentrarnos en arreglar lo que tenemos delante, lo demás ya llegará, si tiene que hacerlo.
ResponderEliminarBesos.
Aaaaaro. Pero el vértigo de lo invisible siempre queda.
EliminarDebe sonar de un egocéntrico que pa qué, pero tengo que confesar que uno de los imposibles que más he deseado siempre es oir todo lo que la gente pueda haber hablado de mí (bueno o malo), y puestos a pedir, en el momento, lugar y manera en que fue dicho. Y si pudiera llegar a lo no dicho, a lo pensado...
ResponderEliminarAdemás de porque me gusta mi ombligo, quizás me ayudaría a (re)conocer un poco mejor mi propio maniquí.
No suena a egocéntrico, sino a humano. Es que somos sociedad, cada uno de nosotros, uno distinto según la percepción de cada persona que nos conoce o nos desconoce. Pero tú no te preocupes: tu maniquí está vestido con las prendas más exquisitas.
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