viernes, 31 de mayo de 2013

Descansar en el momento


Mi cerebro es un yonqui de la luz solar. Por las rendijas de la contraventana no entran más que dos o tres rodajitas finas de claridad, pero bastan para despertarme. Siempre es así, cuando no suena ninguna alarma: la misma sorpresa al percibir estos rastros de un nuevo día que se me ha vuelto a adelantar; una sensación parecida a la del día de Reyes cuando era niña: me despertaba, y sabía que todos los regalos tenían que estar bien colocados ya junto a los zapatos, pero quién se atrevía a levantarse. Ahora me muevo un poco en la cama, por si encuentro un eco cómplice al otro lado. Quietud. Si acaso unas suaves y perezosas olitas de respiración submarina.

Me saco los tapones de las orejas. El ruido del mundo se desata, indiferente a que haya o no alguien ahí para advertirlo. Como la radio. Tú la enciendes, y te encuentras con un aluvión de voces, en medio de historias empezadas que tampoco han querido esperarte. Los coches braman en la autovía. Por no sé qué fenómeno atmosférico, hay días en los que el sonido se amortigua, y días en los que se aviva. Parece que tiene que ver con el viento y la humedad del aire, con ese tipo de asuntos que en esta parte del mundo se tratan con una deferencia casi litúrgica. Saber de vientos y sus secuelas es nuestro propio himno, una especie de Rh nacional. Hoy es uno de esos días en los que camiones y autobuses parecen rodar dentro de la cabeza. Es un ruido sólido, sin apenas modulación, como un cinturón que rodease la casa aislada. Y están también los pájaros. Somos cuatro personas bajo este techo, y sólo uno de nosotros da muestras tímidas de haberse despertado. En medio de este jaleo de coches que pasan de largo y de pájaros que pían como si estuvieran en otro planeta, la casa me parece un agujerito vulnerable y arrinconado. Un organismo con la piel muy fina.

Miro la hora en el móvil. No son todavía las siete y media. Los ojos me duelen de sueño; lo siento espeso alrededor, como si me hubiera acostando sin limpiarme el rimmel. Pero treinta y cuatro de años de experiencia me avisan de que no voy a volver a dormirme. Reprimo las ganas de levantarme y darle un sablazo al paquete de galletas. O rascarle las orejas a las perras. O buscar gotas de rocío en los romeros del porche. O leer, a secas. Quiero llegar hasta el fondo de lo que es estar quieta. Al menos un ratito. No es un ejercicio de meditación. Al fin y al cabo, meditar es hacer algo. Y en esta mañana nueva y ruidosa he decidido que no quiero hacer nada. 

Siempre me levanto diligente y ávida. Sumando, empezando, planeando, apretando. Aquí en la casa de mi padre, donde vengo cada vez que me lo permite el trabajo, tanto como en Granada. Mi mente apenas sabe lo que es el descanso. Siempre hay una intención, o una expectativa, o una llamada obligatoria a la acción. Siempre, después del desayuno, barajo las mejores opciones para hacerme digna del nuevo día. Me siento al sol en el tranco de la puerta, y trato de decidirme. ¿Iré a la playa, o de excursión? ¿Escribiré a primera hora o por la noche? ¿Leo, o me tumbo en el suelo y no me levanto de él hasta que no arranque de mis brazos tres flexiones seguidas? ¿Vamos otra vez a Bolonia, o en busca de árboles? Pongo en mi tiempo la misma esperanza y la misma duda que un broker en sus acciones.

Y, en realidad, sentada al sol después de desayunar se está estupendamente. Tumbada a la bartola en la playa, pasando un glorioso calor de una vez por todas, se está estupendísimamente. Estoy bien sin apurar la hora de levantarme ni estirar la de acostarme. Sin prender el contacto del coche, al menos por un día. Sin subirme a un barco para avistar ballenas y sin probar a montarme a caballo. Estoy bien donde estoy. Estoy bien sin forzarme a germinar todas juntas las semillas que llevo dentro. Estoy bien sin escribir un día. Estoy bien descansando en el momento.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Resinación


Trece. Catorce. Quince. Cuarenta y dos, cuarenta y tres. El goteo inicial de coches se convierte en reguero, en torrente, en cascada. Felisa siempre se atasca a la altura de la setentena: le da la impresión de que esos nueve números ya los ha contado. Por eso hace trampas y se los salta. Ochenta y cuatro. Ochenta y siete. Noventa. Ya no hay manera de volver a ordenar las cuentas. Cada vez hay más coches, y su hija se empeña en distraerla. Mamá, ¿quieres hacer el favor de parpadear de vez en cuando? Ella no aparta la mirada de la ventana, pero aunque disimule, no consigue ignorarla. Es que le cuesta un poco entender su manera de hablar. Demasiadas erres; demasiadas letras en cada palabra. Y esa forma de llamarla. Mamá. Suena a burla. Huele a capa gruesa de maquillaje. Ella siempre fue mama, sin el retintín final. Cuando restregaba sus calcetines en la tabla de fregar, sudando todavía a esas horas más cercanas ya a la cena que al pan con miel de la merienda, y la veía llegar corriendo a trompicones del monte, con un ramo de romero casi más grande que ella. Mamaa, así la llamaba entonces. Y cuando se casó, y se fue, y lloraba al otro lado del teléfono, porque no terminaba de acostumbrarse al jaleo de la ciudad, y echo mucho de menos aquello, mama. Ahora su hija parece extranjera. Y a los extranjeros perdidos hay que atenderlos.

Mamá, por favor, estás asustando a los niños. ¿A qué animal la habrán comparado ahora? Hace un rato quiso decirles que no, que los murciélagos no tienen grandes ojos abiertos, sino todo lo contrario, que a lo mejor las lechuzas; pero que, fuera lo que fuese, estaban muy equivocados al asustarse, porque tanto los murciélagos como las lechuzas son vecinos bien recibidos en un cortijo. Mamá, se te van a secar los ojos. Y no tengo tiempo para llevarte otra vez al oculista. Felisa hace entonces una concesión. Dos parpadeos evidentes y rápidos. Ahora ha sido ella la que ha sentido un poco de miedo. ¿Y si terminara quedándose ciega? ¿Cómo podría detener entonces el caudal de imágenes que la arrastra cada vez que cierra los ojos? Por eso se planta junto a la ventana y observa la calle. Un coche, dos coches, tres coches. Cuando se pierde la cuenta, lo mejor es empezar de nuevo. Los mira, los va sumando. No se acostumbra del todo a ellos. Pero mantienen a raya el recuerdo.

Aunque empieza a costarle más de la cuenta. Simplemente, son demasiados. Al principio pasan de uno en uno, como las primeras gotas de resina cuando se empieza a rajar el pino. Era lo que más le gustaba ver a Felisa, cuando subía al monte a llevarle la comida al marido. Las primeras gotas tímidas de un pino recién herido. Toda esa vida escondida del árbol que luego ya no sabe dejar de brotar. El olor que picaba en la nariz, como las guindillas que traía para acompañar el potaje. Las manos del marido nunca perdieron ese olor caliente y bravío. Estaba debajo de sus uñas, incrustado en las huellas de los dedos. Cuando la tocaba, era como si la dejase perfumada. Él se iba temprano al pinar, y dejaba su sombra en las sábanas. Luego volvía, y por mucho que se lavara las manos pegajosas en la fuente, el monte no se le despegaba del cuerpo. Qué vergüenza le dio a su hija, cuando en el velatorio descubrió que el padre nunca había dejado de tener aquellas uñas amarillas.

Ya no es preciso que tenga los ojos cerrados para que vuelva el olor de su vida. Los coches pasan y pasan, como el árbol que se desangra. La memoria no para. Se acuerda de las moscas y de la matanza; de las escobas de retama y los sabañones y los rayos como hachazos. Se acuerda de su hija con fiebre altísima y el médico que no terminaba de llegar con la penicilina. De cuando el marido volvía con un par de conejos al cinturón y una de sus raras sonrisas. Los jarrillos de lata y las estrellas como hogueras que apenas si sorprendían. La sombra rápida de las nubes sobre la era. Los mochuelos, el gran incendio. La capa de hielo en la alberca. Se acuerda del silencio cuando salían al fresco en las noches de julio, y de las cuadrillas que bullía monte arriba. De toda la gente muerta. Felisa ya sólo es un pasado que se derrama.

lunes, 27 de mayo de 2013

Tocar


Así que lo de la compensación sensorial ocurre hasta en individuos que no llegamos a ocupar plazas de aparcamiento para discapacitados. Confirmado oficialmente por la sección de Prevención de Riesgos Laborales de la Santa Casa que me paga: soy un topo, por herencia paterna y por drama vírico sobrevenido. Mis ojos de a medio metro cuadrado la pieza terminarán pareciendo chinchetas detrás de unas gafas con cristales obesos. Y me pasa una cosa curiosa en los oídos: resulta que escucho tan bien, y en un rango de frecuencias tan amplio, que mi cerebro se dispersa, y mis súpereficientes yunque y caracolillo se abigarran con un tumulto de ondas que ensucian el mensaje fundamental que se supone que debo escuchar. Soy una especie de superdotada auditiva con transtorno de déficit de atención. Levemente sorda por saturación. Algo así me pareció entender en el reconocimiento médico de hace tres años, despistada como estaba con el rumorcillo de tripas del doctor que me hablaba, el tintineo de pulseras de su ayudante, los coches fuera del edificio, los compañeros que cuchicheaban tras la puerta de la consulta. Algo me dice que es un diagnóstico que me cuadra.

Para compensar, creo que los demás sentidos se me han hipertrofiado. Para empezar, huelo demasiado bien. Ayer, en la misa de Primera Comunión a la que me arrastraron por unos rizos que más me valdría haber esquilado ya a la que tuve el gusto de asistir, se me sentó a la vera una beata una señora aliñada con tal dosis de perfume, tal delirio de-lirios macerados en miel de tomillo, que me pasé salmos y lecturas encontrando cada vez más sexy a la talla de San Bartolomé. Los desodorantes ajenos me marean y me narcotizan, y plantan en mi mente de manera obsesiva la duda de si se habrá patentado ya algún producto que desodorice los desodorantes. Tengo un paladar exquisito al que no le estoy sacando ningún tipo de beneficio económico. Sé en lo más íntimo de mis papilas que la carne de corzo sabe a boletus; que la lima es un cruce de limón, canela y pimienta; y que la chirimoya es el fruto de los amores desprejuiciados entre melones, kiwis y plátanos.

Y mi piel es un órgano enfermo pero extraordinariamente profesional. Tanto, que a veces ni siquiera soporto las caricias. Alguien me pasa la yema de los dedos por una cadera, y la sensación dura como si me hubieran plantado en la piel una autopista de hormigas. Y, sin embargo, me paso la vida tocando. Uso las manos como antenas, como tentáculos. Supongo que mi madre me regañaba de pequeña, y me frotaba las manos en el lavabo hasta que se me ponían de un blanco islandés. No lo sé. Parece que no me dejó mucha huella en la conducta. Ahora, cuando voy por la calle acariciando setos, portones y escaparates, Jose me mira como si fuera una degenerada. Qué le voy a hacer, si me gusta la intimidad del restregón con el mundo. No debería confesarlo, pero también me gusta dejar la pila llena de churretes cuando me lavo las manos. Son una especie de narración personal, un diario de viajes cotidianos.

Me gusta tocar orejas. Esa parte cachorra de la anatomía humana. Adoro también el triangulito membranoso con que culminan las orejas de los gatos. Casi siempre está frío, y eso me mata de ternura. De los gatos, también, la panza delgadita. 
 
Me gusta rozarme con un solo dedo la cara interna e inocente del antebrazo. Dejar una pulsera invisible en muñecas ajenas. Acariciar el espacio interdigital de mis manos favoritas. Pasarme la lengua por detrás de los dientes.

Me gusta cardar a contrapelo una barba de dos días. Cuando el pelo me ha crecido lo suficiente como para delatar la fiel presencia de mis rizos, me paso las horas muertas cepillándome con los dedos. Sacarme arena del cuero cabelludo con las uñas, después de una tarde negligente en la playa, es una adicción que debería estar catalogada en el manual del Proyecto Hombre. Recién salida de la peluquería, me acaricio la nuca con un amor propio beligerante.

Me gusta la corteza de los árboles. La punta áspera del césped. Aplastar pétalos hasta que saco mermelada. Desbaratar el vello de algunos tipos de hojas. Quebrar hojas secas. Limpiar un poco del polvillo blanquecino de las uvas, hacer rodar una por la mesa, el plato, el suelo. Reventarla. El filo como un peine de las agallas frescas del pescado. Pasarme por la cara un melocotón recién enjuagado. Mantener una gotita redonda de agua sobre la palma de la mano. Las piedras recalentadas. Tocar barrotes como si fueran las cuerdas de un arpa. Dejar el surco de una uña en las superficies encaladas. Lamer cubitos de hielo. La chapa tostada al sol de un coche. Todos los libros del mundo.

Me gusta acariciar las ronchas vivas de la dermatitis, o mejor aún, las cicatrices que nunca terminan de cerrarse. No es morbo, ni fijación, creo, sino una manera de consolarme, de aceptarlo y de amansar las ganas de rascarme.

Me quedo dormida sobando la barriga de mi compañero de siestas. Adoro el tacto satinado, como un flan, de la barriga que fue mi primera vivienda alquilada.

domingo, 26 de mayo de 2013

Hábitat

Hay una especie de santidad en el cuerpo cuando uno come cosas que han crecido en lugares que se aman. Mi panza está llena de un choco en salsa tan tierno como el tocino de cielo, y de unos filetes de corzo que los dos hemos probado por primera vez. Eh, en qué pocas cosas hemos debutado los dos juntos, dices. Siempre te me adelantas, dices también. Mentira, se me olvida a mí aclararte. Los dos nos pusimos de acuerdo para probar por primera vez la calidez y la convivencia. Pero no hace falta mencionarlo. Estamos satisfechos. Estamos completos. El viento se ha ido también a comer y a echar la siesta. Hay un hermoso estampado de nubes en el cielo; hay flores hasta en en el corazón de los molinos de viento. Hay un Atlántico que silba y un bosque que cuchichea en mi estómago. Estoy digiriendo mi paisaje favorito, y eso me convierte en una pieza bien engranada del hábitat. Como los helechos que crecen sobre las axilas verdes de los quejigos. Como los buitres inocentes. Como los atunes que se baten el cobre en la almadraba. Me gusta imaginar que mi piel es transparente, como un museo de grandes ventanales, y que toda esta belleza está a la vista de cualquiera.

Abro ahora los ojos. Me preguntas si nos quedamos a dormir aquí mismo, esta noche. Metidos en la oquedad de un lentisco, como dos bebés canguro. La piedra sobre la que apoyamos la espalda está caliente, pero tú aún no comprendes del todo que la humedad litoral y la noche son malas compañías. Y sin embargo yo te respondo que por qué no nos quedamos a vivir aquí mismo, esta vida. Nos callamos de nuevo. Tú te quedas un poco traspuesto, y mi corazón no para de parlotear. 

Vistas desde mi dormitorio bajo el lentisco (Por ser domingo, hoy regalo foto extra-grande)

Vivir aquí completamente. Una vida, o por lo menos esta tarde. Sería una bonita empresa a la que dedicar lo mejor de mi atención. Primero escogería apenas un metro cuadrado. Este de aquí, por ejemplo. Acercaría la cara al suelo, y no me levantaría hasta que no supiese todo lo que pueda saberse de una parcela tan pequeña. Número de plantas. Olor de cada una de ellas al ser frotadas. Frecuencia de merodeo de los abejorros retozones entre sus flores. Diseño de los pétalos. Estrategias para acoger la noche. Color de los granos minerales en el suelo. Cuando supiese todo eso, ampliaría el diámetro del círculo. Haría mía la vereda que los pescadores han trazado con sus pies en esta punta rocosa de costa. Franjas impresionistas de color. Huellas de animales en los capilares de arena que se abren entre las flores y el suelo duro. Tacto de las piedras. Interpretación de sus formas: test de Roschard on the rocks.

Después metería en mi objetivo un trozo de mar. Observaría las migraciones del agua, los cambios de humor, los diálogos entre transparencia y hondura. Esperaría a que aparecieran los grandes petroleros de camino a quién sabe qué puerto de América; las lanchas con un motor de demasiados caballos sobre una cascarita de madera demasiado ligera; el piloto a popa, su acompañante a proa, a punto de salir lanzado como un mascarón; la ensenada entera convertida en un circuito de carreras. Haría después un catálogo de reacciones de los paseantes en la orilla. Número de personas que esperan impávidas a que la próxima ola les bautice los pies. Número de personas que miran de reojo al agua, poco dispuestos a dejarse empapar. Número de personas que flirtean con el vaivén, que se acercan a lo húmedo y que, cuando están a punto de mojarse, se escapan. Número de personas que hacen una foto de sus huellas con el móvil y las cuelgan in situ en Instagram. Número de personas que pasan de juegos y simplemente caminan, como si el mar fuera la cosa más anodina del mundo.

Llegado el momento, me distanciaría también de la orilla. Mi mirada acogería sin juicio a la variedad de cuerpos humanos. Los vestidos de excursión. Las que sólo un par de horas antes cortaron la etiqueta al biquini estrella de esta temporada. Los que han tenido que reconocer que todavía viene bien una sudadera. Los que se pasean completamente desnudos y regios. Los pescadores recogiendo sus enigmáticos cachivaches. Los grupos de escolares que desoyen por tercera vez la orden del profe de ir poniendo rumbo hacia los autobuses. Los que fantasean con el aspecto que pudo tener la playa cuando las ruinas romanas que acaban de explorar estaban habitadas. Los que dejan caer un puñado de arena entre sus dedos de manera melodramática. Los que ponen una cara obvia de no somos nada. Los que merodean sospechosamente por las dunas embrionarias. Los que buscan la intimidad de los pinares. Los que suben la gran duna como si estuvieran cumpliendo una promesa. Los que la bajan rodando. Los que se imaginan en el desierto. Los que se resisten a marcharse. Los que están construyendo en su mente una de esas fotografías imborrables.

Con un último círculo abarcaría las sierras y las campiñas. Los escaladores y las vacas filósofas. Los hincos retorcidos de acebuche y las alpacas recién segadas. Los rodales de pasto brutalmente morados. Una guiri intentando captar una luz de un dorado que asusta en la cuneta de la estrecha carretera. Las casas de legalidad dudosa. La gente que, como yo, siempre gira la cabeza para ver una última vez la playa de Boloniao. Como si después de tanta contemplación y de tanto estudio, no supiera todavía que, vaya adonde vaya, forma parte de este hábitat.

viernes, 24 de mayo de 2013

Peregrinos (I): La atalaya

 
Pasamos cada día menos tiempo juntos, y así está bien. Pit Bull va y viene, viene y va, y luego regresa contando historias un poco exageradas que los otros dos no se terminan de creer. El resto del tiempo, cuando está por aquí y no tiene ganas de fanfarronear, gasta el tiempo en ponerse fuerte. Carreritas, estiramientos, ejercicios de fuerza y equilibrio. Toda su exhibición completa. Mi hermano lo sigue por todas partes. Pit Bull se encarama a un tejado; mi hermano trepa como puede y se coloca a su lado, intentando compensar con dignidad su poca talla. Pit Bull habla; mi hermano lo escucha como si estuviera contemplando el parto del mundo. Pit Bull ejercita su tren superior; mi hermano lo imita. A lo mejor está enamorado. Debe de ser cosa de familia. A lo mejor sólo quiere convertirse en alguien tan arrojado como él. ¿Y Biber? Bueno, Biber se acicala. Después del desayuno, se acicala. Durante toda la mañana, se acicala. En el tejado sur, se acicala. Donde paran las palomas, se acicala. Cuando el cielo se pone rojo. Cuando una tarde más los vencejos empiezan a vacilarnos. Cuando ya apenas si nos distinguimos las caras. Antes de dormir. Yo creo que hasta dormido se acicala. Pone una postura, así, coqueta y trabajada, como si buscase tener el menor rozamiento con el aire. Un tipo lindo, Biber.

Así que cada uno va a lo suyo, menos mi hermano, que va a lo de Pit Bull. Y no nos va mal. Sin embargo, a veces, cuando consigo apartar la vista de mi espectáculo favorito, y al fin parpadear, siento un poquito de nostalgia. Me acuerdo del tiempo que compartimos los cuatro en el refugio, antes de que la puerta quedara abierta para siempre. Me acuerdo de las primeras horas allí adentro, cuando nos apretábamos los unos contra los otros fingiendo que hacía frío, y no, no era para tanto. De las historietas que ya entonces Pit Bull nos contaba. Leyendas sobre el Gran Cielo con que sus padres trataban de hacerlo dormir. Viajes extraordinarios de unos parientes que debían de ser tan peliculeros como él. Grandes picos nevados, completamente quietos, y montañas vacilantes de agua. Nos hablaba de enemigos y de esbirros. Describía Nuestro Hogar Auténtico en los Rocas con tal precisión que casi nos hacía olvidar que, como nosotros, él también nació encerrado. Nos contaba relatos escalofriantes sobre el Demonio de los Ojos Amarillos. Cuerpos devorados. Hogares desbaratados en medio de uno de esos silencios que se recuerdan durante generaciones. Mi hermano le hacía los coros como si supiera algo de la vida. Biber componía un mohín de indiferencia, y declaraba que en Nuestro Hogar Auténtico en los Rocas podían esperarlo sentados. Yo me ovillaba en mi rincón preferido. Era pavoroso. Pero estábamos los cuatro juntos y se trataba sólo de palabras. Era una manera de darnos ánimos y olvidar lo que acababa de pasarnos. Era una argucia para no pensar. Era consolador y divertido.

Ah, pero estos días la nostalgia es un gas volátil, y yo tengo mejores cosas que hacer. Abro los ojos cuando todavía no ha amanecido, y me planto en mi atalaya favorita. Miro. Miro. Miro. Me bajo cuando llega el desayuno, y engullo a toda velocidad, porque no quiero perderme ni un minuto del espectáculo, pero tampoco quiero estar tan débil como para caerme del tejado. Los otros me observan y se interrogan con la mirada. Qué le está pasando a nuestro Lento. Me da igual. Yo vuelvo a mi puesto, con el buche todavía lleno. Y miro. Y miro. En general sigo sin comprender gran cosa. Pero el miedo se ha secado igual que los charcos.

Es verdad que la primera vez fue otro trauma. Pit Bull insistía tanto, y ven, Lento, y venga, Lento, y mira-mira-mira, Lento, y no seas cobarde, Lentoo, que tuve que dejarme izar. El corazón se me salía por la garganta. Al principio bastante tenía con mantener el equilibrio. Los hay que parecen haber nacido sabiendo de sobra lo que son los planos inclinados. Yo no soy de esos, claro. Pero tengo que decir que Pit Bull se quedó todo el rato a mi lado, y que en ningún momento se le ocurrió gastarme la broma tan poco graciosa de darme un empujoncito. Todo lo contrario. Los ojos ya me dolían de tanto como los estaba apretando, cuando por fin me decidí a abrirlos. Me resbalé del susto. Estábamos muy alto, y ahí abajo pululaban decenas de Gigantes. Si no hubiera sido por Pit Bull, me habría despeñado.

Y si no hubiera sido por él, ahora no estaría lamentando todo el tiempo precioso que perdí hasta que pude volver a armarme de un valor del que al parecer carezco. A veces yo mismo me observo, y me pregunto “pero qué estás haciendo, Lento”. Aquella segunda vez me acordaba de todo lo que llevo vivido ya. Tanto miedo. Tanta angustia. La separación de los Padres. El revuelo. Los ojos apaisados de la primera Gente Grande, clavados en mí. El refugio. La puerta que se abre. Una y otra vez, Lo Desconocido. Repasaba todo eso, y me decía que nada de lo que ocurriera podría ser peor. Entonces ya estaba arriba, solito. Y ya abría los párpados casi soldados. Los Gigantes se movían de acá para allá. A duras penas, yo respiraba. Ninguno parecía percatarse de mi presencia. Yo respiraba. La altura jugaba a mi favor. Yo seguía respirando. Desde arriba no lograba distinguir sus ojos codiciosos ni sus poderosas garras. Inhalaba. Los veía aparecer por donde sale el sol; desaparecían por donde se pone. Exhalaba. Un río de gigantes. Todos parecidos, todos distintos. Inhalaba. Me atrevía a escoger uno, y lo seguía hasta perderlo de vista en la distancia. Exhalaba. Ninguno de aquellos movimientos terroríficos de sus raros brazos finos, nada que amenazase con volver a atenazarme. Inhalaba. Se movían de un sitio a otro sobre sus dos patas, tan rápidos, tan ciegos, tan decididos. Exhalaba. Ninguno hizo tampoco el amago de echarse a volar, como las palomas o los estorninos. Así que los Gigantes no son todopoderosos, creo que llegué hasta a gritar. Cazé una mirada piadosa de Biber. Y después fue cuando se me olvidó respirar. Pasa eso, cuando estás encandilado. Ahora yo soy el único que se cree las historias que el bueno de Pit Bull se trae de sus correrías.

martes, 21 de mayo de 2013

Frágiles

 
Pobrecitos. Estarán locos por que la hierba se vuelva amarilla

Este año son más pequeñitos. Hay cuatro, y se amontonan unos contra otros, para darse calor. Ninguno de ellos lleva más de cinco días fuera del huevo, así que es posible que la única idea que tengan de lo que puede ser el sol andaluz sea una lejana reminiscencia de cuando no eran más que un punto minúsculo pegado a una yema. El mayor de ellos alza un poco la cabeza cuando nos asomamos, como si quisiera defender a sus hermanos. El más chico intenta reptar bajo el montón que forman los demás. Si yo no veo, a mí no me ven, debe de ser su infantil filosofía. La madre ha salido volando del nido donde los calentaba. Primer trauma. Es cierto que ha aguantado el tipo un buen rato, desde la primera trémula vibración generada por nuestros andares de brontosaurio, a quién sabe qué distancia, hasta los escasos dos metros de cercanía que ha debido de considerar ya como francamente intolerables. Se ha dado el piro delante de nuestras narices, marcándonos así la posición exacta del nido.

Y es curioso: tú llegas ahí con tu cerebro insultantemente adulto y humano, haciéndole la ola a mamá aguilucha por lo bien que está colaborando con tu trabajo. Y luego deshaces el camino a grandes zancadas por el cereal, para no dejar un delator rastro, y sientes que, en el minuto que ha pasado mientras observabas a los pollitos, los fotografiabas y anotabas la coordenada, has retrocedido era tras era en el proceso de evolución zoológica, y año tras año de tu vida personal. Te alejas del nido, toda compasión y perplejidad, preguntándote cómo es posible que ese ser grande que tanto calor daba te haya abandonado. Pero la empatía es fugaz, y la mente invasiva. Rápidamente vuelves a discurrir y a explicar. Claro, ante un peligro inminente, quien tiene que salvarse es el adulto, que es el que tiene ahora mismo la sartén de la continuidad de la especie por el mango. Unos pollos tan chiquitos no son nada todavía. Menú de domingo para zorros y culebras, si acaso. ¿Que me los comen? Pues planto otros cuantos huevos ahí, en la parcela de al lado. La vida es un deporte de extremo riesgo para un bicho que no sabe volar.

Vuelvo a acordarme de ellos durante la siesta. Ahora somos dos en un mismo nido, vulnerables a los peligros de nuestra edad, apiñándonos, defendiéndonos del horario y de un invierno terco sin otra arma que nuestro calor. Justo antes de dormirme, los veo jugando en el cielo, escribiendo palabras de júbilo con sus largas alas gráciles, como mensajes de humo amoroso trazados por una avioneta. Ha pasado un año, y el abandono sólo fue un amago. Sobrevivieron, vieron pasar de lejos las mandíbulas pavorosas de la cosechadora. Con poco más de un mes de vida dieron un saltito y, pop, ya estaban volando. Tal vez han pasado el invierno en Senegal. Se han convertido en seres ligeros y bravos. Ahora, después de semejante aventura, han vuelto adonde nacieron. Y yo tengo la suerte de estar ahí para que mi corazón híbrido se reencuentre con ellos.

lunes, 20 de mayo de 2013

Decálogo de la disolución (II)


4. Cabalga sobre la no pertenencia. Lo sé: no es una disciplina fácil. Porque somos animales tribales. La evolución de las estructuras mentales nos ha convertido en seres ávidos de formar parte de algo. Pero tú eres algo más, o algo más simple, que un soriano, un obeso, un programador informático. Una mujer, una lesbiana, una rociera. Sij, ex-fumador, ciclista. Votante de derechas, caucasiana, madre.

5. Baja de la balanza. Tú eres tú porque no eres el señor que vende periódicos enfrente de tu casa, ni tu mamá. Ni la mujer que se acuesta a tu lado. Ni tu perro. Tú eres tú porque asumes una distancia. Sopesas, emites juicios, te comparas. Eres más afortunado que X, pero menos feliz que Y. Tienes que hacer esto y aquello, y recorrer unas cuantas etapas, si quieres llegar a ser lo que admiras de Z. Eres así, y quieres ser asá. O sea, que sigues enganchado al juego de los personajes. ¿Y qué pasa si dejas de compararte? ¿Si la distancia entre el yo y lo que no es yo empieza a parecerte ficticia? ¿Y si observas lo bastante al presidente de tu comunidad, o a Mourinho, como para darte cuenta de que no hay tanta diferencia entre lo de dentro y lo de fuera?

6. Juega para quedar en tablas. No te defiendas. No ataques. Si alguien dice algo que crees que te ofende o que quebranta de alguna forma tu visión del mundo, déjalo pasar un rato. Y luego sigue dejándolo pasar. Dale la razón al que busque sacarte de tus casillas. Vaale, no tengo ni idea de política comunitaria. Vaale, a mis bizcochos les falta azúcar. Vaale, hoy vamos a comer a tu casa. El sentimiento de victoria es pasajero y endurece el callo de tu ego; el sentimiento de derrota da ardor de estómago y refuerza el mecanismo del juicio y la frustración.

7. Atiende, atiende, atiende. Recuerda el célebre dibujito usado para explicar la ilusión óptica. Tus ojos echan un vistazo, y ven a una vieja. Apartas la vista, y vuelves a mirar. Ven a una vieja. Ven a una vieja. Siguen viendo a una vieja. Miras, y requetemiras, y entonces, ajá, por fin resalta la figura de la muchachita. Pasa lo mismo con el yo. Estamos tan insertos en nosotros mismos, que no logramos ver el fondo. Recordamos, proyectamos. Decidimos, discurrimos. Somos una figura que destaca sobre un telón de cosas intangibles. Y, sin embargo, cuando miras y miras y miras, y te disuelves por fin en lo que miras, todo se vuelve tangible.


8. El chip. Recuerdas a veces, y lo que se ha perdido te roe el corazón. Eres tu memoria, y te identificas con ella. Quieres regresar a los lugares de los que te marchaste, encontrarte con los que se fueron, volver a besar por primera vez. Quieres tener aquella vieja inocencia, y la agilidad en las rodillas de cuando tenías ocho años. Echas de menos, merodeas en torno al pasado, lo utilizas para anclarte. Te cuentas tu biografía a cada instante, y eso te concede un arraigo. Eres tú, también, porque tienes una historia para definirte. Y, sin embargo, si piensas en todos esos recuerdos como si fueran la película de otro, o una caja de diapositivas comprada en un anticuario; si imaginas que te han implantado en el cerebro un chip de recuerdos aleatorios, entonces el desprendimiento termina llegando. Miras con curiosidad y suave admiración la sucesión de imágenes que desfilan por tu cabeza. Te liberas así de la nostalgia.

9. Crea con espíritu fallero. Ama el proceso más que la obra. Tampoco eres lo que produces, así que no te obsesiones con su destino, o con la respuesta que el mundo da o deja de dar a lo que de ti sale. En mi caso, cada vez que escruto el móvil en busca de comentarios al post que he escrito, y no encuentro más que un elegante salvapantallas, mi ego a ratos doliente se desenraiza un poco más todavía.

10. Piensa en tu cadáver. Ahora sí, compara: la mole inmensa de tiempo que precedió a tu nacimiento, y la que seguirá a tu muerte, con el lapsus ínfimo de tu vida. Date cuenta de lo absurdo que es aferrarte a una leyenda personal. Y luego observa detenidamente tus dos manos: ese artefacto perfectamente planeado para agarrar y soltar, para sujetar y acariciar, que te ha sido donado por lo que dura un suspiro. Date cuenta de que no necesitas más que tu cuerpo regalado para ser un raro milagro.

domingo, 19 de mayo de 2013

Decálogo de la disolución (I)

Creo que el estado de mi amor propio puede calificarse de razonablemente sano. No me siento mejor, pero tampoco peor que nadie. Procuro huir tanto de la falsa modestia como de la soberbia. Mi capacidad de admirar es aguda, y no recuerdo la última vez que me dejé ganar por la envidia. A veces dejo el piloto automático prendido, y entonces me veo circulando a trompicones, como en un atasco, por el trillado camino psicológico de la insuficiencia. No tardo mucho en encontrar mis atajos: me basta con recordar que tengo un cuerpo que funciona y personas a las que cuidar y que me cuidan, para comprender que el saldo de mi vida es favorable.

Y sin embargo, hay momentos en los que me canso de mi mismidad. Me he acostado ya, por ejemplo, y el premio de irme quedando dormida con un libro entre las manos se devalúa, porque los conflictos y las decisiones de un día que no quiere terminar se empeñan en entreverarse con la historia que estoy leyendo. O me despierto de madrugada, y encuentro, por todos las rincones del sueño, trozos de discursos diurnos perfectamente legibles. Voy en coche, y el parabrisas me sirve de pantalla para proyectar mi propia película. Miro la hora en el móvil. Chequeo la lista de todo lo que debería cumplir para que este no sea un día fallido. Mi personaje pronuncia un guión verborreico, aparece en todos los planos. Y a veces me dan ganas de cargarme a la estrella. Llego a aburrirme un poco, no de mi identidad, sino del hecho mismo de tener una sola y bien definida. El impulso vital revienta las costuras del yo. De repente me siento encansillada.

Momentos así me han servido para ir construyendo un aprendizaje de la disolución. Es un tipo de circuito que funciona más bien en corriente alterna. Me olvido de mí misma, y luego me recupero. Me escondo de mi ego, y al rato permito que me encuentre. Me pierdo en lo que miro, y después vuelvo a pensar en lo que voy a escribir hoy, o en la manera en que resolveré este o aquel problema. Quizás llegue un día en que pase más tiempo fuera del hogar de mi propio yo que dentro. Mientras tanto, me entreno para rebajar unos kilos de la importancia que me doy a mí misma. Esto que sigue es mi rutina de ejercicios:
 

1. Iconoclastia personal. Quema tus ídolos. Derriba las imágenes que has erigido de ti mismo en las plazas centrales de tu consciencia. Consigue que te suenen raras en la boca expresiones como yo soy así o no me sale de otra manera. No eres un acrónimo: no te resuelvas con cuatro palabras. Risueña/inquieta/torpe/holgazana. ¿Eso es todo lo que hay? Relativiza tus opiniones sólidamente forjadas, juega incluso a defender las contrarias.

2. Desnúdate de roles. Nos han amaestrado para ser algo. Tenemos un carnet de identidad y una profesión que nos permite rellenar eficazmente los huecos de un montón de formularios. Una vocación que hay que cumplir, y un mapa de relaciones que estudiamos concienzudamente para no equivocar el camino. Tú eres médico, las veinticuatro horas del día. Te presentas como médico, respondes como un médico, te identificas con el colectivo de los médicos. Yo me identifico con un rol de escritora. Observo, enlazo, busco imágenes, escribo. Y cuando no lo hago, siento una punzada de inconsistencia. Estoy fallándole a la idea de lo que creo que soy, y eso me intranquiliza, cuando lo cierto es que nacemos y morimos sin etiquetas.

3. No tomes decisiones basadas en lo que se espera de ti. Si resolvemos nuestra propia identidad con cuatro adjetivos, imagina el ejercicio de simplificación que practicamos con los demás. Este es un flojo. Aquel, un inconstante. La de ahí, una madre amantísima. A veces tenemos que enfrentarnos a la imagen que la gente se ha forjado de nosotros, y nos asusta lo poco que nos parecemos a ella, o lo pequeña que nos queda. Yo soy una buena chica que nunca ha armado jaleo en clase. Enrojezco si debo alzar la voz, procuro llevar mis deberes al día, casi siempre prefiero callarme y no protestar. Si me ignoran, me enfado. Si en el patio de recreo no me eligen para formar parte del equipo, me entristezco. El yo es una esquemática obra colectiva. Así que, si pretendes disolverte, obvia las firmas que figuran al pie de ti mismo.

viernes, 17 de mayo de 2013

Mis botas en primavera

Siempre es esa misma combinación de excitación y recelo que provoca, por ejemplo, la inminencia del primer beso de alguien que te gusta mucho o, después de muchos meses, el reencuentro con un amigo. La excusa es encontrar un lugar discreto donde mear. Salgo del coche, y me voy acercando tan lenta y distraída como un zángano. Voy a demorarme un rato lo bastante largo como para que mi compañero piense que tengo pudores de damisela victoriana.

Aparto una verja oxidada que responde con un chirrido, como si no quisiera decepcionarme. Me gusta que el patio esté así: asalvajado de hierbas, conquistado, poseído finalmente por una vegetación que parece vengarse de años y años de haber sido sometida por una mano represora que la podaba, la guiaba, que abortaba su expansión natural. No es raro encontrar una higuera hipertrofiada, ahí en medio, echando ya unos frutos que en verano sólo se comerán los pájaros. O un rosal que ha crecido de modo frenético, reptando como la mata de guisantes del cuento por el dintel de la puerta de entrada. Imposible que floreciera más en el tiempo en que recibía cuidados humanos. Hay tal ostentación de pequeñas rosas que, más que idílico, parce la sonrisa del Jocker.

Voy con cuidado por entre hierbas y flores que ocultan un suelo sembrado de tejas rotas. Curioseo por las ventanas melladas, esperando toparme con un precioso suelo de baldosas hidráulicas, o con un cadáver acartonado. Lo normal es que no vea más que otro lote de tejas y una gruesa capa de mierda de paloma. Huele a polvo enmohecido y a madriguera. A veces me atrevo a atravesar algún umbral, imaginando que a lo mejor esa tarde hasta protagonizo uno de los reportajes de Andalucía Directo: “trágico derrumbe...en el desempeño de su jornada laboral...no pudo hacerse nada por su vida...” Apenas si veo una pista de humanidad. Un frasco de jarabe. Un tenedor abollado. Estratos multicolores de pintura en las pocas paredes que quedan. La hoja amarilla de un libro de matemáticas, toda indiferencia y símbolos. Un silencio sofocante roto por aleteos que, por más que disimule, me encogen el espinazo. Vuelvo a salir. Me fijo en el esqueleto del tejado, las maderas podridas. Es patético. Una pena que estas islas rurales vayan derrumbándose. Es bonito.

De vuelta en el patio me entretengo con el viejo hábito de ir identificando. Aquí el gallinero. Aquí a lo mejor un horno. Esto de aquí, con sus pesebres, debía de ser el establo. Sólo me hablan claramente los materiales y la caducidad. Quizás es que me falte imaginación, porque formarme un cuadro mental de rutina y de movimiento, charlas de noches de verano, sabañones y ropa de los domingos, pequeños achaques y esperanzas, me cuesta tanto como si estuviera en un zigurat. 

 
 

No importa. Saliendo ya, me miro las botas mojadas de rocío y tengo una humilde revelación. De repente me parece que esta imagen es un colofón ideal para la vida consciente. Despedirme de mi paso ridículamente corto y aleatorio por la existencia con la visión nada más que de unas botas pisando flores efímeras y hierbas que, en apenas un mes, serán un Amazonas para las garrapatas. Sólo eso, a modo de síntesis. Quizás fuera más razonable acordarse, en un momento tal de justificación, del calor de otro cuerpo humano, de una palabra cualquiera, de mí misma de niña jugando con una muñeca. De los libros que nos vinculan con tantos desconocidos, vivos y muertos. De la risas. Del escondite. De mis padres empujando el carrito donde voy sentada. De una canción pop que me alegra tanto el corazón mientras cocino, que a punto estoy de rebanarme los nudillos. Entrar ceremoniosamente en el mar. Bucear en el amor de unos ojos. Todo eso sería más digno quizás de ocupar mi mente en el ultimísimo instante. Pero por qué no caminar en medio de señales flagrantes de la primavera. La vida es así de corta y de voluble y de exuberante. Y saber que yo he sido esos pies andando me parece una representación decente, y una buena despedida, del hecho de haber nacido en forma humana. Esos pies podrían ser los de cualquiera, prescindiendo del detalle superficial de mis botas. Podría ser un soldado napoleónico. Una mujer de las cavernas, si el cuero que recubre mis pies no se viera tan manipulado. Un pastor cretense. Un peregrino a Santiago. Un príncipe ruso. La dueña de este cortijo en ruinas.

Sólo mis pies, hierbas y flores. Ningún otro signo de identidad. Ni mi cara ni mi nombre ni nada que explique mi historia. Me despediría así anónima. Desapegada y alegre.

miércoles, 15 de mayo de 2013

El arte de callar

Una madre no se atreve a decirle a su hija que, después de treinta y siete años, considera cumplida su tarea educadora, y que cuidar de su nieto de tres no es lo que más le llena en este momento de su vida. Que ahora le toca apechugar con su hijo, igual que ella apechugó con la mujer que, todos las tardes, vuelve a dejar en su puerta ese fardo enredador y glotón hacia el que tiene que exagerar sus muestras de cariño. Se calla también que la criatura ha sacado toda la cara de roedor de su padre.

Una buena chica de quince años, aplicada, cariñosa, obediente, se muerde la lengua cada vez que ve salir a su padre camino del gimnasio, con su ropa deportiva de marca y la carne de los brazos fláccida, con su jovialidad falsa y su aroma a crisis de la edad madura apenas disimulada por el desodorante. La palabra ridículo se disipará de su mente mucho tiempo después de que el coche familiar haya abandonado el garaje.

El trabajador de la compañía de seguros no le dirá nunca a la compañera que teclea en la mesa de al lado que se obliga a visualizar sus piernas sin medias y el tono naranja de sus labios, cada vez que se acuesta con la mujer con la que está casado.

La novia no le aclara a su novio que, en serio, agradece mucho el tiempo y el esfuerzo que le dedica a los preliminares, pero que a los cuatro minutos de tener su cabeza entre las piernas empieza a sentirse como un plato de paté para perros.

El novio no le confiesa a su novia que el intercambio de parejas no le parece un plan tan descabellado. Y que las croquetas que su madre le pone por delante cada domingo tienen el sabor y la textura de la cola de carpintero.

Ninguno de los dos recién casados osa decirle al otro la poca ilusión que le hace la perspectiva de tener hijos. La esposa prefiere no comentarle al atentísimo esposo si es que no se había dado cuenta de que ella jamás ha llevado pendientes cortos. Por la cara que pone el esposo, cualquiera diría que las recetas barrocas que le regala la esposa a mediodía y por la noche tienen como ingrediente básico el aguarrás.

Un amigo nunca revelará a su compañero de pádel la aparatosa razón por la que procura no desnudarse a la vez que él en los vestuarios. Una y otra vez tendrá que callarse que esa polla suya es lo más bonito que ha visto en todos los días de su vida.

Una amiga nunca le recuerda a otra que debe de ser la millonésima vez que cuenta esa dichosa anécdota sobre un par de italianos, tres botellas de cava y una bañera. Nunca se atreverá a corregir en voz alta el guión de la escena: no apuntará quisquillosamente que Paolo o Gianni, o como se llamara, sólo quería pasarse una esponja húmeda por la mancha de pintalabios barato que ella le había dejado en su cara camisa, y luego escapar de aquel antro con olor a humedad y a universitaria desesperada. Nunca confesará por qué se pone rígida como un gato en brazos, cada vez que es presentada como mi mejor amiga.


Seguiremos así confabulando una y otra vez contra nuestra hambre de cercanía; desbaratando en secreto, como Penélope, el tejido de la intimidad.

domingo, 12 de mayo de 2013

Espectrales

 
La niebla es hermosa y mediática. Avanza del mar a la tierra con un sigilo de gato asustado, cuando lo cierto es que sus recursos se parecen más a los de una vedette bajando una escalera que no arranca de ninguna parte. Llega dos días después de un primer anticipo de ese calor extravagante que volverá a sorprendernos unos cuantos días sueltos del próximo verano, cuando al poniente le dé por convertirse en fiebre, y todos aquellos a los que nos pille por medio pensemos que estamos delirando. Hoy, esta mañana en que parece que los colores han desertado, bochornos así sólo resultan creíbles en una historieta de Tintín ambientada en Egipto. Llega la niebla, se cuela por las páginas del libro que estoy leyendo, por entre los dedos de los pies, por los recuerdos. Empapa las teclas del ordenador, y como Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses, te ofrece el mejor perfil para que la fotografíes. Imposible ignorar a la niebla, dejar de adularla.

Y, claro, no puedo evitar pensar en fantasmas. Un día con niebla súbita parece precisamente eso: una romería atestada de figuras espectrales. Termino de desayunar y me asomo al porche para leer las páginas de rigor que a veces creo que me ayudan a hacer la digestión. Error. La niebla me entra por las fosas nasales y baña mi cerebro. Y de repente ya están todos ahí: toda la gente que desapareció de mi vida. No los muertos, que tampoco son tantos, todavía. De hecho, sólo guardo un icono dentro de mí, una sola persona a la que jamás podré arrimar la menor esperanza de volver a tener delante. Todos los demás siguen vivos, hasta que no se me demuestre lo contrario. Con ellos soy como una madre de la Plaza de Mayo, o como el padre de cuya hija desaparecida nunca se halló una sola pista, el bolso con un ticket de metro usado y un par de pictolines, la rebeca que llevaba atada a la cintura el último día en que fue vista, unas raquíticas gotas de sangre. Muchas veces tengo que imponerme la disciplina de creer que el reloj continúa dictando sus leyes sobre toda la gente que se esfumó.

Una de las amigas del alma que tuve en el instituto tendrá ya al menos dos niños rubios que nunca se pondrán alguno de los pantaloncitos diminutos que, de haber sido las cosas de otra manera, yo podría haberles regalado. No corretearán en torno a nosotras, no se agarrarán a la falda de su madre llorando por un trozo de pan, mientras yo pregunto si todavía conserva aquella caja de cartón en la que atesoraba las cartas de amor a un muchacho que le ayudé a escribir.

Aquel que se calzaba las zapatillas deportivas y trotaba como un corzo por las calles empinadas del pueblo donde yo vivía, quizás pidió una excedencia y se largó a uno de esos países de África cuya capital nunca recuerdas. El que se olvidó en apenas doce horas de quererme a lo mejor se ha vuelto vegetariano, y ha terminado convenciéndose a sí mismo de que la vida ha sido con él, más que perra, indiferente. Como con cualquiera. El primero que me dijo que todo el mundo guarda dentro de sí algún tipo de conocimiento, por ínfimo que parezca, por el que otra persona puede estar dispuesta a ofrecer dinero, no sabe que alguien le ha chivado su nombre a la unidad de policía que dirige una operación contra una red de cultivo de marihuana. Cierta cintura para cuya circunferencia perfecta debió de haberse ideado una fórmula matemática se habrá ya desdibujado. El que parloteaba noches enteras sobre novelistas rusos habrá aprendido hasta la tercera de las sevillanas. Otro quizás se estremezca cuando vea salir a su hija del cuarto de baño con el bulto de una compresa disimulada en la mano. La adorable piel tostada de aquel se habrá agrisado en una cola del paro. La chica con la que me imaginé viajando hasta La India tal vez se encuentre en lista de espera para una operación de reconstrucción mamaria.

Y todo eso habrá pasado en cien realidades paralelas que yo no he supervisado. Todos han seguido despertándose y acostándose, relegando el tiempo que compartimos a unas fotos o a uno de esos recuerdos tenues de sobremesa. Todos continuaron sus vidas ajenas, intactas de mi presencia, igual que yo he continuado la mía. Comen, cagan, se besan, ven la tele, sin darse cuenta de que para mí son fantasmas.

Y yo escribo, pelo dos nísperos, me acaricio la rozadura del primer zapato del año que me ha hecho prescindir de calcetines. Me levanto del cojín, hago unas sentadillas, abomino otra vez de la niebla. Y me veo en la obligación de reconocer que hay gente para la que no estoy ni viva ni muerta.

viernes, 10 de mayo de 2013

Peregrinos. Episodio piloto

Aquí fuera también hace calor, pero es de un tipo distinto. No el agobio húmedo de cuando estábamos los cuatro metidos en el refugio, sino algo más seco. Y más limpio. He descubierto algo que me gusta mucho: abro los sobacos, me afirmo bien sobre el suelo, y espero quietecito hasta calentarme por completo. Parece una tontería, pero cuando te has tirado tanto tiempo encerrado en un sitio pequeño, te das cuenta de que lo más precioso de la vida son tonterías. De vez en cuando sopla una racha tímida de aire. Y entonces el contraste con la temperatura que ha alcanzado mi cuerpo es tan agradable, que tengo que contenerme para no soltar un chillido de alegría. Ellos – no sé muy bien cómo llamarlos, ¿mis hermanos? ¿mis compañeros? - no lo entenderían. Se darían la vuelta, me recorrerían de arriba a abajo unos instantes, y con una sonrisita volverían a lo suyo. Se creen que no me doy cuenta de que me llaman el Lento.

Bueno, tampoco es que se hayan roto la cabeza con el mote. Yo mismo reconozco que, cuando se abrió la puerta de nuestro refugio, de aquella manera misteriosa y repentina, sin que viéramos a nadie por ningún sitio que pudiera haberlo hecho... Todavía me dan escalofríos. Ellos, en cambio, se miraron entre sí, me miraron a mí también, por si acaso, y de repente la cosa les pareció de lo más divertida. Sobre todo a los mayores. El que llamo Pit Bull – porque yo también les he puesto nombres secretos, qué se han creído – dijo aquí estoy yo. Para variar. En realidad es un buen chico; siempre se ocupa de que los demás no se metan con mi parte de comida, y también me pide opinión, cada vez que se da cuenta de que en las conversaciones no abro el pico. Pero le gusta dejar bien clarito que tiene madera de líder. Es bravucón, tiene una voz hueca y penetrante, y cuando juega, pega como si se creyera que todos somos tan fuertes como él. Claro que yo nunca me hubiera asomado tan pronto al hueco de mundo que apareció cuando se abrió la puerta, sin que ninguno de nosotros lo esperara. Qué tío. Se cuadró, nos miró con esa cara que pone de “aquí está pasando algo raro, y cuanto antes sepamos qué es, mejor”, y sacó la cabezota entera. Apuesto a que tenía el mismo miedo que yo. Pero o lo disimula, o lo usa para motivarse a sí mismo. Tiene razón: es un líder. No se ve nada, dijo. Mucho suelo rojo. Liso. Nada de grava. Y qué más, y qué más, preguntaban los otros dos. Nadie, dijo. Entró de nuevo, tambaleándose un poco, como si no viera muy bien. Cuando volvió a hacerse a la oscuridad, nos observó de uno en uno, muy serio, muy callado, para alargar el misterio, y después dijo “voy a salir”. Y vaya si lo hizo.

No quise ni mirar. Porque las puertas no se abren así como así. ¿Es que no se daba cuenta de que siempre hay consecuencias cuando pasa eso? Me fui a mi esquina favorita, y me di la vuelta. Yo no olvido tan fácilmente. No podía dejar de recordar que la última vez que una puerta se abrió de sopetón, hubo todo aquel jaleo. Entró el gigante, nos sacó a mi hermano y a mí de casa, nos separó de los padres, y nos hicieron todas aquellas cosas espeluznantes, con tanto ruido alrededor, y más gigantes todavía, y desde entonces estamos aquí, los cuatro, y ya no hemos vuelto a ver a los padres. Tal vez fue distinto para Pit Bull, aunque luego nos relatara una historia parecida. A lo mejor no quería que la nuestra pareciera más dramática que la suya. Yo qué sé. El caso es que él dio muestras de haberlo superado. Y los demás no tardaron en seguir sus pasos. Biber. Mi hermano. De repente no se oía ni una mosca en el refugio recién violado. Cuando me giré, muy pegadito todavía a mi esquina, vi que me habían dejado solo. Completamente solo. Los escuchaba ahí fuera. Daban unos pasos, los escuchaba llamarse entre sí, se azuzaban. Eh, mira esto. Eh, ven por aquí. Cuánto espacio. Y mira para arriba. Te das cuenta de lo alto que está el techo. Pero si casi no se ve. Para mí que no hay techo. Cómo no va a haber techo, hombre, no digas tonterías.

Y así siguieron un buen rato. Yo los escuchaba desde mi rincón. No podía dejar de temblar. Sé que, a pesar de lo excitados que estaban, se acordaron de mí, porque oí cómo me llamaban desde el otro lado de la puerta. Vamos, sal, que no pasa nada, me gritaban. Pero yo no quería creerlo; no quería abrir los ojos siquiera. En cualquier momento podían volver los gigantes, y entonces.

Pero no volvieron. Así que poco a poco, sin perder el miedo del todo, fui apartándome pasito a pasito de mi rincón. La primera vez me pegué a la espalda de mi hermano y avancé hasta el umbral. La segunda, me atreví a cruzarlo. La tercera y la cuarta me reí a carcajadas de puro nervio, medio borracho por la cantidad de espacio que veía a mi alrededor. Y ahora paso tanto tiempo fuera como ellos. Es verdad que los ruidos bruscos todavía me sobresaltan. Pero ahora sé disimular tan bien como Pit Bull. Que, a pesar de ser un verdadero líder, a veces se equivoca. Encima de nuestras cabezas no hay techo. Es el cielo del que hablaban nuestros padres. Seguro. Y esos animalazos blancos que lo navegan, y que al principio me asustaban tanto, deben de ser las nubes. No voy a decirles nada a los otros de mi descubrimiento. Me mirarían con pena, y murmurarían algo así como “ya está otra vez el Lento”.

jueves, 9 de mayo de 2013

Que es gerundio

 
Ayer, alrededor de las diez de la mañana. Sola en una de esas cafeterías demasiado pulidas en las que parece que ningún romance se ha fraguado nunca, o donde nadie abandonó nunca a nadie. Uno de esos lugares con mucho diseño y muy poca linfa que tanto recuerdan a rostros remodelados por el bisturí. Me paseo por las botellas multicolores, yo diría que aún precintadas; por unos croasanes que no prometen ni una sola sensación sólo un poquito lujuriosa. Resbalo por superficies que sólo me ofrecen mi propio reflejo. Es verdad que me he desinflado. Un momento antes, caminaba hasta aquí con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, silbando con la mente. Había una templanza en el aire que refutaba burlonamente el clima manipulado de la oficina. Y era bueno despegarse un rato del ordenador, bajar a la calle. Ver a toda esa gente que usa sin pudor los aparatos de gimnasia municipales que, cuando éramos ricos, se suponía que estaban destinados nada más que a los jubilados. Era bueno salir al recreo por una vez sola, y sentir el calorcillo de emancipación que proporcionan los viajes individuales.

Ahora, en la cafetería, apuntalo mi posición sobre la barra con la ayuda del móvil. Un poco lamentable, la verdad. No hay periódico, no hay gente a la que inventarle historias de perversión u orfandad. No puedo refugiarme siquiera en el gesto zen de remover el café con la cucharilla, porque lo tomo sin azúcar. He agotado la fiscalización de las botellas, y ya me he cansado un poco del noble y voluntarioso acto del simple estar. Así que ya no me queda otro recurso que darle a la cabeza.

Es cierto que esa era mi intención, cuando salí de la oficina. Mover un poco las piernas con la esperanza de desatascar las ideas. El problema es que el movimiento, más que otra cosa, activa la región felina de mi cerebro. Andar no me concentra: me aplaca. Me vuelve lenta y contemplativa. Pero varada en esta cafetería sin alma ni resquicios, vuelvo a verme obligada a desatar alguno de los nudos de mi hilo mental. Pistas recurrentes en un disco rayado. Son temas insignificantes, manufacturados especialmente para gente sin problemas, pero en mitad de la noche me sorprendo dándome la vuelta en la cama, y pensando unos instantes en ellos, antes de quedarme dormida de nuevo. Los halcones. La aventura. Algo me dice que si me quedase sin trabajo o sin salud, no gastaría ni la mitad de la energía mental que dedico a menudencias.

Los halcones. Ya os hablaré de ello. Por hora adelanto que tiene que ver con escritura y con pájaros y con la implicación en un proyecto colectivo. O sea, con el amor. Y también tiene que ver con mis arrebatos de pereza oportunista, y con las pocas horas libres del día y con el temor de no cumplir con las expectativas. O sea, con la desazón.

Y la aventura. Últimamente tengo una fijación malsana por quebrantar mis plácidos hábitos de ocio. Ya me sale muy bien eso de leer y escribir y maullar de placer ante los paisajes. Vida terrible la mía, verdad. Así que me he intoxicado con la fantasía de empezar a hacer cosas que nunca he hecho. Cosas con el cuerpo humano. Parezco un marido en su decimotercer año de matrimonio. Me pregunto si lo próximo será escaparme con una secretaria tres lustros más joven que yo. Ahora llegan estos cuatro días de descanso, cuajados de expectativas abstractas de acción y afianzamiento, y yo no sé adónde tirar, ni si podré dejar olvidado en alguna cuneta llena de amapolas mi manojo bien surtido de peros. Sí, pero tener que hacerlo sola. Sí, pero la torpeza física. Sí, pero pa' qué.

Entonces, con el regusto a kikos del café en la boca, y apretando el culo para compensar la maldad de la postura sedente a la que me obliga el trabajo de ordenador, oigo un click en mi cabeza. Acabo de ver claramente que la única opción viable para mantener una vida mental sana es dejarse de elucubraciones, de ese imperecedero pesaje de las consecuencias positivas o negativas que acompaña a cualquier mínima decisión. Si esta no va a afectar malamente a nadie, si los verbos sólo van a ser conjugados esta vez en primera persona del singular, entonces qué sentido puede tener girar y girar y girar alrededor del eje de la duda. Basta con decir que sí, y luego ir arreando. 
 

 

P. D. Y aquí os dejo al amigo Ben Harper, con esta cancioncilla vitaminada como augurio de un buen viernes.

martes, 7 de mayo de 2013

A trancas y barrancas

Un día sí, otro no; un día sí, y al siguiente... Sabe dios. Parece como si me hubiera propuesto lanzar un mensaje en código morse. El hecho de que últimamente esté escribiendo en días alternos no tiene nada que ver con la instauración de un Ritmo Definitivo, sino más bien con una serie de accidentes cerebro-vasculares que me vienen ocurriendo desde que me levanto antes de las seis y media de la mañana. Pasa que a veces llego a la hora de la merienda ya sin fuelle. O que dos días por semana tengo turno de tarde, y en esos casos cuadrar la agenda y no morir en el intento adquiere tintes tan dramáticos como lo propio respecto a las cuentas públicas portuguesas, o griegas, o hispanas.

También puede pasar que me insubordine contra mi propia voluntad. Llega un día en el que necesito respirar atmósferas sólo un poco más exóticas que la de mis propias palabras. La calle o los libros. Una película o la dulce nada. Es una sensación cercana a la claustrofobia. Simplemente, me inquieta que, entre el trabajo pagado, la cocina y la escritura, mis días se vuelvan graníticos y previsibles. Me levanto y hago lo que tengo que hacer. Tengo que ir al trabajo. Estamos. Tengo que alimentarme, y resulta que mi credo me impide hacerlo a base de quesitos Mini Babybel y manzanas. Estamos. Y luego una pulsión que a veces se me antoja parásita me obliga a encender ciegamente el ordenador, y a sacar de mi experiencia o de mi imaginación algo de provecho que pueda ser contado.

De provecho para quién, me cuestiono en los días de rebelión. ¿Es que a alguien más le interesa que yo esté aquí bostezando, resistiendo los exhortos eróticos que me está haciendo el colchón sobre el que estoy sentada? ¿Acaso alguien puede encontrar un refugio, un consuelo, una mínima compañía, en estas dudas que hoy expreso sobre la escritura? ¿Y acaso no es esa una aspiración un poco petulante, quizás? Nadie necesita que yo escriba día tras día tras día. La pregunta del millón es: ¿lo necesito yo?

Lo necesito. De la misma manera que un atleta necesita calzarse las zapatillas a diario. Por mandato de una voluntad imperial. Por una cuestión de prejuicios. Porque, sin saber muy bien cómo, igual que a veces uno no sabe muy bien el proceso exacto por el que ha terminado convirtiéndose en cartero, o visitador médico, o padre, es lo que tengo que hacer. Más tarde, colocado ya el punto y final, es cuando me doy cuenta de que, además, es lo que quería hacer. Bajo entonces la pantalla del portátil con una expresión casi beata. Encendida. Sabiendo que, una vez más, he vuelto a zambullirme en la experiencia con un talante de buceadora profesional. Me he enfrentado de nuevo con el temor de quedarme sin aire en mitad de la inmersión; de no tener nada que decir, o de tener que decir demasiado; de no saber cómo hacerlo. Subo a la superficie contenta, y saco la cabeza del agua. La luz del día se ha esfumado. El mundo ha seguido funcionando.Y ya es la hora otra vez de cenar, de arañarle unos minutos más al sueño, de acostarme.

No hay problema con eso, normalmente. Quizás sólo una efímera melancolía por todo lo que he dejado de hacer, o todo lo que ha dejado de pasar. Pero parece que soy una adulta, y lo asimilo: la duración mezquina de la vida humana supone hacer sacrificios. Van quedándose pequeñas cosas arrinconadas, ropa por doblar y guardar. Puedo ir pasando sin ello, porque al acostarme, he hecho lo que tenía que hacer, y encima lo he disfrutado. Hasta que llega Ese Momento. Quizás sea cuestión únicamente de un cansancio acumulado, o de un renovado borbotón en las venas por culpa de la primavera. Quizás me pillen flaqueando demasiados madrugones, o unas ganas exageradas de abrazar, de parlotear, de correr, de viajar. Es el momento en que todos aquellos temores asequibles de la escritura son sustituidos por una duda un poco más cruda: ¿esto que estoy haciendo, me acerca o me aparta del mundo? Me abre o me encierra. Me enriquece o me minimiza. Trabajo, cocino, escribo. Trabajo, cocino, escribo. Trabajo, cocino, y entonces el collar se rompe, las cuentas saltan, y yo empiezo a proyectar escapadas a Cádiz. A buscar gente que me enseñe este fin de semana a montar a caballo o a deslizarme por barrancos y cuevas. A querer quedar con alguien para tomar un café y charlar.

Pasa eso. Que hay tantas opciones como arena en una playa, y que las horas son tan cortas como una pala y un cubito. Y que escribir, al fin y al cabo, es una pasión muy solitaria. Sólo eso pasa. ¿Estamos? Porque a lo mejor cualquiera de estos días en blanco de la alternancia me da por pasar lista.

lunes, 6 de mayo de 2013

Lo vegetal


Probablemente no tardaría ni medio minuto en encontrar su nombre, si me propusiera buscarlo en Google. Me acuerdo de su bigote, y de su manera delirante de combinar chalecos de angora de color pollito con unos pantalones de falso cuero que, inexplicablemente, llevaban pinzas. De su nombre en cambio no me acuerdo, lo cual dice mucho más y peor de mí, de cómo de distraída era yo por entonces, que de él. No creo que importe, en realidad, porque cuando entraba en el aula, me arreaba. Conseguía el raro portento de que la pérdida de energía que era encerrarse en una habitación, a transcribir sobre un papel lo que salía de la boca de alguien, cobrara un mínimo de sentido.

No tenía un carisma opresivo, ni aligeraba la clase a golpe de chistes. Tampoco parecía querer arrogarse ese papel de maestro sabio por el que algunos profesores parecen suspirar desde el mismo momento en que se licencian. No impartía provechosas lecciones sobre la edad adulta; no divulgaba ningún tipo de programa vital; no nos instaba a ser más curiosos, más despiertos, más críticos. Era sólo un profesor al que todavía le interesaba impartir su materia. Empezaba a hablar, a dibujar delicados órganos florales en la pizarra, y uno notaba inmediatamente que la pasión lo estaba utilizando para propagarse. Le gustaban las plantas, y era capaz de lograr que a ti también te gustaran. O a lo mejor es que yo era una tierra especialmente fértil para aquellas semillas sugestivas.

Al menos durante la hora que duraba la clase. Luego salía a la calle, y el pastizal exuberante de interés que había empezado a brotar en mí se marchitaba. Las plantas me siguieron gustando, pero de un modo un tanto especulativo. Conocía algunos nombres, algunas claves dicotómicas, alguno de los adjetivos y sustantivos del lenguaje en clave que los botánicos, esos conspiradores, usan para entenderse entre ellos. Pero en mí no había tanta savia todavía como para convertirme en una especialista.

Eso es algo que he añorado mucho, la verdad. No haber conseguido enamorarme de una sola cosa con la intensidad suficiente como para casarme con ella y serle fiel. Helechos paleotropicales. Murciélagos. Escarabajillos que se alimentan de madera. Bichos ciegos y blancuzcos que viven en cuevas. Yo qué sé. Cada vez que en el trabajo tenía que acompañar a un experto sentía una punzada de insuficiencia. Envidiaba ese don de estar focalizado. La estructura interna que suministra tener una vocación clara, y lo aparentemente fácil que resulta con ella el trazado de mapas del tesoro personales. Me he bebido las palabras de gente con la bastante determinación amorosa como para empeñar años de su vida en saberlo todo sobre algo, por muy insignificante o concentrado que sea ese algo. O precisamente por ello. Y muchas veces todavía, en el campo, mi fervor se ve empañado por una pequeña pena parecida a la que da recordar a una persona a la que se quiso mucho y se perdió, sin que diera tiempo a terminar de conocerla bien. Voy andando bajo los árboles, y quiero saberlo todo. Los movimientos celulares y el espíritu general del lugar. Las relaciones minuciosas, el bullicio de la sociedad natural. Cómo se llama esa planta y esa y esa, y por qué están donde están. Cuál es el pájaro que ahora mismo canta. Qué Edad Media sobrevendría para cuántos organismos si este arbolito torcido e irrisorio fuera eliminado.

Y, sin embargo, la yesca que mi profesor de Botánica puso en mí a veces aún se inflama. He estado trabajando estos días en el seguimiento de una planta que está catalogada como en peligro de extinción. Y mientras caminaba con la vista pegada al suelo, rastreando aquellas apocadas matitas, con las mangas de la camisa subidas ya muy por encima del codo, una sensación de abundancia me abrumaba. Tantas formas, tal despilfarro gratuito de diseños, tantos seres que no precisan siquiera ser bautizados por un humano para justificar su presencia en la naturaleza. Tallos que se abren camino sobre el asfalto de un polígono industrial. Malas hierbas que sobreviven en los linderos de los cultivos, y que, a fuerza de herbicidas, a lo mejor terminan pronto saltando al pozo de la nada, sin llevarse un nombre siquiera. Tanta pequeñez. Tanta opulencia que no me necesita. Tanta dignidad. 


No era esta la que buscaba. Conste.