domingo, 23 de febrero de 2020

El castor te vacila



Vas a tener que perdonar que empiece hoy de nuevo con unas frases de otro. Nada más lejos de mi intención, ser redicha.

El castor piensa conscientemente en términos simples acerca de su situación, y acerca de cómo su comportamiento puede producir los cambios deseados en su entorno”.

Me obsesionan. En serio. Las leo y releo y las preguntas brotan en mí como ranas tras la lluvia, apremiantes, escurridizas. Según Lucy Cooke, las escribió un señor zoólogo conductista llamado Donald Griffin, de quien espero no volver a encontrar ninguna otra referencia del mismo cariz. La suspensión de mi incredulidad tiene un límite mucho más generoso que mi tolerancia al antropomorfismo.

El castor. Esa rata gorda de cola inverosímil como los discos labiales de algunas tribus indígenas, cuya extraordinaria capacidad para modificar su propio entorno les pueda llevar quizás a articular en sus roedoras mentes la idea de “eh, ¿no se da cuenta este simio calvo y bípedo lo ridículo que resulta con su castormorfismo?”

"El simio calvo y bípedo piensa inconscientemente en términos complejos acerca de sí mismo
y nunca en cómo su comportamiento puede producir cambios nefastos en su entorno"


Ya sabes de qué va este bicho: cómo achina sus ojillos, marca árboles de la ribera; decide éste y ese y aquel de allí, abajo; saca las herramientas y, sin proyecto ni GPS ni plan de prevención de riesgos laborales ni exigencias sindicales ni controversias ecologistas, no ceja hasta deshacer el río. El castor excava sus madrigueras bajo el agua para protegerse de los depredadores, y esa elección se ve naturalmente facilitada por la presencia de aguas tranquilas. Si no las hay, se fabrican. Y punto. El castor lleva en sí alegremente la monomanía de detener el flujo. En ese aspecto también podemos bordear, a sus ojos, el ridículo, pretendiendo parecernos a ellos: los castores se empecinan en interrumpir el agua corriente; los humanos en remansar y desmentir el río del tiempo.

Si es el castor el que, en su acción transformadora, se parece al hombre o es el hombre al que se le ha ido la mano adoptando al castor como tótem, es lo de menos. Lo chocante es: ¿puede el animal convertir un río en un embalse en los términos planteados en la cita de arriba?

¿Puede uno afirmar, sin que le sude un sobaco o la voz le tiemble, que un animal es capaz de resolver un problema filtrándolo a través de una herramienta tan controvertida como la conciencia? Si ya nos cuesta comprender la naturaleza de esa imperiosa voz interna que continuamente nos hostiga con sus dogmas (yo soy yo, y soy esto distinto de ti, y soy finito), ¿podemos ir repartiendo conciencias tan atrevidamente?

Si mi conciencia me vende la burra respecto a mi propio yo, y a veces comprendo que me ha timado, y ya no sé quién soy, porque tengo varias y variadas formas, ¿puedo entenderte a ti, entonces? ¿Tampoco a ti, que eres de mi especie? ¿Cómo a un castor, pues? ¿Puedo tantear siquiera la orilla de la naturaleza de otro ser vivo?

Siguiendo el curso de la cita, ese tobogán escarpado, ¿cómo demonios piensa el castor en términos simples acerca de su situación? ¿Es capaz de reducir la complejidad de lo real a dos, tres variables básicas que puede entender y controlar sin desquiciarse? ¿Por qué no puedo yo entonces? ¿Soy menos inteligente? ¿Por qué no sé pensar en términos simples acerca de lo que tengo y no tengo, lo que deseo o lo que evito? ¿Por qué hasta lo esencial, comer, dormir, moverme, relacionarme, puede ser desmenuzado en mil piezas que luego no hay manera de volver a encajar?

¿Y por qué mi comportamiento no está tan cristalinamente engarzado a mi entorno? ¿Por qué carezco de poder suficiente para manipular la realidad a mi antojo? ¿Por qué no tengo más armas para producir el cambio deseado a mi alrededor que un pequeño gesto amable, una palabra que nadie escucha, un poquito de silencio, una moneda que sé guardar a veces y una bolsita para guardar mi mierda?

¿Por qué no sé achinar los ojos y ver la solución para que se detenga la corriente? ¿Por qué carajo sabe un castor más que yo?



domingo, 16 de febrero de 2020

Con los bolsillos vacíos



A Zeitoun no le gustaba llevar nada de valor encima y agradecía cualquier oportunidad de deshacerse de lo que iban encontrando”.

Zeitoun es una persona real. Zeitoun es también el protagonista del libro de Dave Eggers que lleva su nombre. A Zeitoun le pasan cosas y Dave Eggers las cuenta en un modo documental cuyo tono sobrio sorprende cuando has leído otras de sus obras. Zeitoun navega en una canoa las calles de la Nueva Orleans inundada tras el paso del huracán Katrina, con el propósito de ver con sus propios ojos esa nueva configuración del mundo, de estar a la altura de lo que se presente. Nació en una ciudad siria a la orilla del Mediterráneo, de joven trabajó en barcos mercantes: el agua no puede ser un elemento tan hostil, al menos no tanto como el sistema social que en ella se disuelve.

Yo, que vivo en una ciudad de aire seco, siento de vez en cuando la sed de unas branquias que tengo muy hondas, escondidas. Puedo pasar sin retozar en la playa, carezco del ansia de ver el mar. Pero sí le tengo un apego especial a lo húmedo. Aunque el relente invade y se entromete en ti y no entiende de límites entre aire y carne, mi cuerpo está más cómodo en lugares cortados con agua. Por eso la imagen de un hombre que circula dos metros por encima del nivel de las aceras, asomándose, remo en ristre, al segundo piso de casas que se han quedado vacías, basta para cautivarme. Una vez soñé que de camino al trabajo buceaba las calles en medio de un banco de motos, contenedores de basura, sillas de terrazas, policías urbanos, insólitas criaturas abisales. Mi cerebro, qué majo, travistió la zozobra de los atascos con el recuerdo de una exposición de Chagall que vi en Madrid hace años.

Pero lo que no se podrá diluir ya de mi memoria es esa actitud de Zeitoun de ir deshaciéndose de lo valioso. Cuando leí el par de frases que abren esto de hoy tuve la impresión de haber dado con un mandamiento. Otro más, porque la lectura me permite hacer acopio de mis propios preceptos escogidos, y si no tuviera la cabeza de chorlito que tengo los apuntaría todos en una misma libreta y no en una constelación de papelitos, y los compartiría contigo para que iniciáramos juntos una nueva religión sincrética que armonizara esperanza y albedrío.

Valioso yo no es que tenga una fortuna, ni en lo material ni en lo intangible. No soy dueña más que de un coche viejo, rayado y contaminante que ni siquiera está a mi nombre, un ordenador portátil que arranca según un ciclo hormonal veleidoso, unas gafas que se me deslizan nariz abajo, dos o tres libros que no presto y unas cuantas cosas más de las que no me costaría un drama desprenderme. No tengo la atención más fina del mundo; no tengo erudición en los temas que realmente me importan; no tengo una gran desenvoltura social ni una conversación exuberante; no tengo un tesoro de serenidad ni un capital de constancia, ni una valentía loca ni tampoco demasiada paciencia. Pero ahorro. Cuando tenga un poquito más de todo eso no me olvidaré de ir obsequiando. Ir cargado de tantas cosas valiosas debe de ser un lastre.

Ah, pero tengo un corazón agradecido que se encandila con facilidad. Y me parece que tengo compasión. Alegría no me falta. No me duele nada regalar estos bienes. Como tantas criaturas húmedas, como las estrellas de mar, las esponjas, o los ajolotes, se regeneran espontáneamente.

lunes, 10 de febrero de 2020

Todos enfermos



Veo al pangolín y me falta esto así de poco para creer en dios. En uno que se levanta pasado el mediodía con aliento de buitre. Que le da la vuelta a los calzoncillos que lleva puestos porque no le quedan limpios. Que se alimenta mayoritariamente de sándwiches de mortadela y mayonesa. Que coquetea con la politoxicomanía. Que se siente un impostor. Que jamás entrega a tiempo sus artículos. Que logra cumplir sus proyectos cuando el mundo se ha cansado ya de esperarlos y que, a pesar de ello, se le caen genialidades de encima como caspa. A mí no me cabe del todo en la cabeza que un bicho que parece un oso hormiguero vestido por Paco Rabanne pueda haber sido diseñado por las acéfalas fuerzas evolutivas, y por eso pienso que sólo un dios de ese tipo es capaz de fantasear e insuflarle hálito a tal delirio.

Veo lo que estos días se informa en torno al pangolín y me falta menos todavía para creer en la justicia divina. Y eso ya no me parece tan gracioso como imaginar un dios de humores trastornados, terriblemente talentoso. Reducir la secuencia tráfico y abuso de especies silvestres / mercado chino / enfermedad vírica / muerte / miedo pandémico / economía global amenazada a un juego de crimen y castigo me parece lo bastante maniqueo e irrespetuoso como para no permitirme el lujo de caer en ese hábito tan extendido de pensar por atajos. Cuando leí esa aún no confirmada correlación entre una de tantas muestras de la naturaleza esquilmada y las tribulaciones del hombre me salió un muahaha resentido del que me avergoncé inmediatamente. Porque el sufrimiento no puede indemnizarse nunca con sufrimiento.

Y sin embargo... Es tan elemental, es un eslogan tan efectivo ese nexo. Funciona tan bien para vender que todas las criaturas diversas e inverosímiles, humanos tanto como pangolines, que poblamos este planeta somos células, tejidos y órganos de un mismo cuerpo. Un virus, que es poco más que un trozo oportunista de información codificada en genes, protegido por un escudo de proteínas, salta de un murciélago a un pangolín a un hombre, tuneándose convenientemente en cada fase para volverse más eficaz, de acuerdo con su propósito de pervivencia. Exactamente como el miedo.

El miedo a ser comido modela la anatomía disparatada y el comportamiento de los pangolines. Sus escamas, como el cuerno del rinoceronte o el cerebro del buitre, se consideran medicinales en algunas partes del mundo, así que el miedo al dolor físico de los humanos, tanto como el afán de poseer objetos que mejoren su estatus, moldea el destino de las poblaciones animales. El miedo a infectarse de una enfermedad que no parece matar más que la gripe o la pobreza interrumpe el tráfico en las ciudades, suspende negocios, sabotea las presunciones digitales; encierra a la gente en sus casas, deja barcos varados, reaviva recelos y hostilidades. El miedo es un virus que muta y infecta con afán nivelador e igualitario. El miedo de los animales es hermano de nuestro miedo, porque su daño acarrea nuestro daño. Sí, es una afirmación tosca. Sí, la interrelación de los vivos es una evidencia inapelable.

Esto no nos va a salvar de la enfermedad global


domingo, 2 de febrero de 2020

Que no cante nada que no sea pequeño


Si no le doy la espalda hoy a esta ventana no escribo. Así de simple. El sol transparente de febrero es un antídoto contra toda pretensión de trascendencia. Qué escándalo de hierba. Cómo se está desquitando lo endeble. Hasta el imponente eucalipto de al lado del camino está conteniendo las ramas. Como pensando: que no se mueva ni cante nada que no sea pequeño. Las ranas, anoche, por ejemplo: un delirio. Sé que si me hubiera acercado adonde se juntan – un charco de lluvia que se acumula en la excavación de una obra abandonada: bendita justicia – no hubiera podido volver a la casa, hechizada, empeñada en corroborar la intuición de que contaban sin más propósito que expresar alegría.

Y los pajarillos, esos cuyo nombre desconozco, andan enloquecidos en esta primavera embrionaria. A veces no saber identificarlos me afrenta. Hoy no: ellos tampoco conocen el mío. O a lo mejor sí, quién sabe. Estoy leyendo un libro que repasa las ideas sorprendentemente cándidas u obtusas que los primeros científicos tenían sobre los animales. Tal vez en el siglo XXII, si sigue habiendo hombres, si lo acompañan algo más que las cucarachas, sorprenda la petulancia con la que hoy le negamos la comprensión al resto de seres vivos.

Y por eso es por lo que le doy la espalda a esta mañana tersa como una cama de sábanas crujientes, recién puestas. Porque sigo siendo humana y creyendo que lo que digo tiene que ser dicho, y es más importante que ver crecer la hierba. Lo que hoy me resulta urgente decir es que a veces me preocupa no ser lo bastante honesta. A veces no: cuando le doy al botón de publicar estos textos.

A veces tengo la certeza de que hay una brecha entre quien soy realmente y esta versión tuneada que me escribo. Que el yo fijado con la laca del lenguaje, más que una crónica o un resumen, es una proyección o un plan de viaje. No soy yo, sino quien quisiera ser: yo más una dirección clara, más la robustez precisa para seguirla sin demasiado desvío, menos el conformismo, menos los vaivenes, menos la inconsistencia. Mi canción acabada en un chimpún apasionado, en tonos altos y amplios en lugar de en interrogantes o puntos suspensivos. Cuando me siento un poco más frágil me inquieta la fantasía de que algún decepcionado me exija la devolución del tiempo invertido en lo leído.

Pero hoy en realidad no es el caso. Quiero decir: que no me siento frágil. Sí, he vuelto a fracasar en mi empeño de dormir independizada de la química. Sí, soy un saco de estrógenos andante. Sí, se me han puesto las tetas como la noche en que voló el reactor de Chernóbil: los fuegos artificiales más espléndidos y nocivos de la historia. Sí, a esta edad en que mi hija inventada podría haberme dado ya un nieto, qué cosa loca, sigue empujándome la carne una muela del juicio a ritmo de placa tectónica. Pero ¿qué he dicho en el primer párrafo? Que lo endeble se desquita.

Y yo me desquito pensando en que a lo mejor el yo aparente es menos honesto que el deseo. Lo que se aspira, más verdadero que lo que se es. Al fin y al cabo, ser es creerse ser, el yo una sucesión o un amontonamiento de avatares al que sólo por convicción interna o hábito llamas por tu nombre propio: disfraces, máscaras heredadas, parches de distintas edades, así, así cosidos. Frente a eso, lo que quieres ser parece una entidad trabada, estable, conmovedoramente sincera. No hay en mí nada más persistente y honesto que mi deseo de permanecer atenta, alegre, soberana. De ser liviana y brava.


Y por eso siempre termino escribiendo, creo, como están cantando estas tardes las ranas. Refutando insensata y honestamente el invierno.


A esto le he dado la espalda. Hasta ahora