domingo, 29 de diciembre de 2019

Rebrotamos


Mi amigo, hoy no me ha costado nada encontrar el castillo. ¿Te acuerdas? La última casa de la urbanización, junto a la que he vuelto a aparcar el coche, tiene ahora la fachada descascarillada y un aire de orfandad que hace pensar en que su propietario ha sido por fin detenido, deportado y procesado en su país por blanqueo de capitales. Las jaras y los pinos siguen cortejándola, con esos olores que junto a las madrigueras humanas inquietan, secuaces como son del fuego, y a los pocos metros de ellas desbloquean algo adentro, tibio, carnal, niño.

El camino se le ha hecho hoy más largo a mi memoria que a mis piernas. A lo mejor porque sin duda estoy más fuerte que entonces. A lo mejor porque aquella vez no parábamos de hablar, y cuando la charla es rica, no es raro que el camino se enrede, se desenrolle y se expanda. O a lo mejor porque, al andar, los pies escriben una crónica que se queda en depósito en el cuerpo. Esas son mis teorías, de mayor a menor grado de verosimilitud. ¿Y mi fe? Mi fe, que no tiene que justificarse ante nadie, sabe que tú y yo permanecemos en ese camino de alguna forma. Así que me han guiado nuestros espectros. Que, oye, parece que no se han quemado.

No te lo quería decir, antes de rememorar aquella exuberancia. ¿Te acuerdas, todavía te acuerdas? A cada lado de la pista, maraña. Dentro de nosotros, también maraña. Toda esa vegetación verborreica, incontinente, amontonándose sobre sí misma: hojas pinchosas, coriáceas, espinosas, pringosas, anchas, escamosas. Creo que te sorprendió un poco semejante exceso de verdes y de cerros, aquí, a dos pasos de los cuerpos embadurnados con bronceador de zanahoria. Yo supongo que me encogí de hombros. Cuando naces rica la fortuna es imperceptible.

Bien, pues aquello ya no existe. Al menos aquella combinación concreta de átomos, organizados bajo la apariencia de pinos, matorrales, hierbas anónimas, aceites aromáticos. Dicen que la memoria es vida y tal, pero, amigo, casi todo el trecho que lleva al castillo se quemó este verano. Todavía huele un poquito a ceniza. Mi placer culpable. Mundo negro, abstracto, despojado. Los pinos muertos en pie, como el Cid; algunos pocos alcornoques disimulando: protagonistas de una historia distópica que sobreviven escondiendo la última garrafa de gasoil del planeta, el último puñado de trigo, el último útero que funciona. He visto raíces quemadas en los taludes: qué criatura insaciable, el fuego. Le he preguntado a nuestros espectros qué pasó con las lombrices, qué fue de los animales no alados.

¿Pero puedes creerte que no he podido sentir pena? Mi clorofilia es vehemente, lo sabes. Pero un ecosistema quemado sigue siendo un ecosistema. Otra maraña de relaciones, quizás no tan obvia para el ojo acomodado. Me he sentado en una piedra sin miedo a teñirme el culo y el corazón de negro. Me he obligado a dedicarle el mismo tiempo a lo que mis juicios nombran como desolación que a lo que nombran como belleza. Y he creído ver espectros vegetales, también, por todas partes. Tímidos rebrotes de lentisco y brezo. Pájaros de los bordes que harán lo que tengan que hacer con las semillas. Todo un futuro maquinándose.

Después he seguido andando hasta el castillo. Que ni entonces ni ahora es tal, sino unas pocas piedras alineadas, y una rara, ilógica, indiscutible energía telúrica. Ni tú ni yo volveremos a ver el paisaje que llevaba hasta allí, más que en nuestros recuerdos. Quizás tampoco hablemos de la manera arbolada en que lo hacíamos antes. Pero la pena por lo perdido es una forma de presunción humana. Otro año cae en nuestros flacos calendarios. Y seguimos caminando por donde ya una vez caminamos. Vamos dispersando semillas. Rebrotando.




Lo de ahora y lo de antes. El negro no quiere salir en fotos.

sábado, 21 de diciembre de 2019

Droga. Dura.



Ya no puedo echarme atrás. He tirado la piedra y, ojalá no dé de lleno en cabeza ajena, no se puede esconder la mano. Mi crédito de irresponsabilidad se ha agotado. Así que permite que me presente como lo que en verdad soy ahora: una adicta. Lo que sería únicamente mi problema si, además, no fuera una traficante de sustancias peligrosas. Presta atención a quien ya se ha perdido, si no quieres perderte. Sigue pues este consejo: ponte tapones en los oídos, como los marineros de Ulises, cuando empiece a recomendar apasionadamente un libro. Soy una sirena funesta.

Y voy a hacerlo de nuevo, porque cuando estás intoxicada es muy triste andar sola por esas calles salvajes. Si no tienes cera, átate bien fuerte al mástil. Yo no lo hice en su momento, y mira en qué estado me hallo. Descarriada. Enamorada. Corrompida. No digas después que no he avisado.

Ser animal, de Charles Foster, es un libro subversivo. No es lenguaje sino pócima. Manzana del árbol clandestino. Hay personas que a la primera raya de cocaína se enganchan fatalmente. Yo vivo a mil galaxias de distancia del mundo estupefaciente. Pero ponme por delante una mezcla bien cortada de metáfora y feromona. Me cuelgo al instante. En estas doscientas y pocas páginas hay camufladas dosis suficientes como para prenderle fuego a mi cerebro y que arda como Australia.

¿Quieres saber de qué va? ¿Entender las brasas sin tocarlas? Vale, lo intentamos. Naturalista sin remilgos, turbado por la otredad, la aparente inviabilidad de acceder al conocimiento de lo que hay al otro lado de uno mismo, intenta comportarse como lo hacen un tejón, una nutria, un zorro, un ciervo, un vencejo. Come gusanos, rebusca en la basura, duerme en un agujero de la tierra, se hace perseguir por sabuesos. Un fulano capaz de idear y ejecutar un proyecto así de loco hace conmigo lo que quiera, para siempre. Si en el proceso me extirpa capas de hábito y me deja en carne viva, para que el mundo se sienta como debiera, me convierto en su discípula. Advierto de sus peligros, pero no me resisto a difundir su evangelio.

Sentir como se debe: esa es precisamente la cuestión crítica del libro, me parece. Más allá de tantear la verdad del otro mediante la práctica de una radical empatía, recobrar la verdad propia. Si soy capaz de acercarme mínimamente al conocimiento de lo que es ser un bicho cualquiera, ¿podré reconquistar lo que siente un animal humano, no enajenado por un modo de vida blando y cómodo? ¿Volveré a saber lo que sabía mucho antes de haber nacido? ¿Me transmitirá mi piel sobreprotegida una textura más precisa del mundo? ¿Lo que oigo habitualmente se podrá aproximar a lo audible? ¿Recuperará mi nariz su mitigada capacidad para entender sutiles historias? Y mis articulaciones y mis miembros, ¿sabrán cumplir de nuevo su rico programa genético? En definitiva, si puedo volverme tejón, o volverme niña pequeña, ¿sentiré otra vez aquella antigua intimidad con el mundo, con lo que es más allá de lo que me figuro?

Leo queriendo saber lo que es ser persona.


Esta brasa yo la he cogido entre las manos, y se siente. En las garras y en los bigotes, en las alas y las aletas, se siente en las branquias y en la corteza y en los cloroplastos. Todo mi yo urbano huele a papel quemado. Mi proceso de reanimalización, o rehumanización si lo prefieres, no puede ya detenerse. Tú sigue con los tapones puestos si no quieres que te alcancen las llamas.


lunes, 16 de diciembre de 2019

No era denigrante, sino reverencial



Mear en el campo. Hablemos un momento de eso. Madre, yo tengo en cuenta siempre los modales que me has inculcado. Pero párate un instante a pensar en el recorrido que tiene que hacer una molécula de agua antes de ser excretada por tu uretra. Desmadeja el ovillo desde tu uréter a tu vejiga riñón sangre, estómago, a tu boca, a ese vaso bonito con relieve comprado en una tienda de segunda mano, que perteneció antes a una lady de Sussex, a la esforzada red de saneamiento del lugar donde vives, al embalse ladera torrente pedazo de peridotita copa de pino metros de atmósfera cúmulonimbo océano atlántico. Estremece. Orina y oro no comparten etimología, pero, entre tú y yo: son familia.

Cuando mi feminismo era más histriónico (todo lo histriónica que puedo ser yo, que pese a las elecciones de mi corazón, soy más curruca que abejaruco) y a la vez, o por eso mismo, más sospechoso, solía considerar que mear en cuclillas era humillante. No sólo la vulnerabilidad de la postura, sino la orden remota de ocultarse, la exposición de carne vedada, la oferta casi. Mear en el campo con temperaturas negativas, contra ventiscas de Antiguo Testamento. Con el cuerpo metido dentro de tres prendas con cremallera, y el abuso de tener que abrir ca-da u-na de ellas para poder remeterme el polo dentro de los pantalones. Volvía de mi escondrijo en esas ocasiones azul y colérica, comprendiendo la historia entera del patriarcado en la verticalidad libre de lastres con que mi compañero soltaba su parabólico chorro. Y envidiaba la manejabilidad de su aparato excretor con una intensidad muy poco feminista, supongo.

Pero tranquilidad, compañeros, no es preciso que protejáis vuestras cosas. Yo ya no codicio nada que no me venga de fábrica. Quizás unas articulaciones de azor, la piel de un manatí, las pupilas de un gato... ¿Pero una cánula? No, gracias, no me hace falta. Mear en cuclillas también tiene sus ventajas.

Apartarme, por ejemplo: con el tiempo he descubierto sus encantos. Por elección o deriva profesional, hace mucho que no ando sola por el monte. Mi relación con la naturaleza ha perdido muchos enteros de intimidad, se ha laminado. Por eso, aunque tenga extrema confianza con la persona que me acompaña, busco siempre lugares retirados, no para esconder mis carnes, que a mí ya plin, casi, sino para abrazarme furtivamente al aire. La luz se engalana entonces como para una cita. El encuentro amoroso se dilata. Allí, tras aquella zarza, o allí, en la suite que forma ese grupete de encinas. Nadie nos ve, aunque se escuchen voces. Cómo he podido olvidarme tanto.

O también el hecho de perder mi altura, mi petulante perspectiva Homo. Precisamente por estar en cuclillas he visto cosas que, siguiendo en pie, no habría percibido. He descubierto el brillo depravado de un lazo, huevos caídos de ningún nido, cráneos de tejón y zorro, una paloma que alguien se había cenado, escarabajos metalizados para reinas del Antiguo Egipto, luces prodigiosas de verano. Un corzo. Mirándome. Hace unos cuantos días, mientras estaba meando detrás de un alcornoque, mis ojos se toparon con una seta impecablemente amarilla que crecía de los entresijos nunca del todo muertos de un trozo de rama seca. No la había visto nunca, y me pareció asombrosa. La red de las energías y las criaturas, ya sabes. No habría reparado en ella de no haber recortado yo mis centímetros; si en vez de ir ufana al frente, mi mirada no estuviera caracoleando distraídamente por el suelo y sus vecindades; si no hubiera parado justo en aquel punto discreto; si no hubiera interrumpido mi maníaca marcha.

Dentro de mí tengo también una voz urgente que me exhorta: “no pares”. Yo acostumbro a obedecerla cumplidamente, y por eso pararme me ha resultado siempre un poco humillante. Pobre animal, el humano ávido de camino para andar y horizonte ahí delante. Estar en cuclillas, desarmada, a mí ya no me ofende, sino que me acerca más a la tierra. Hay otras voces aún más antiguas: ven, siéntate aquí, huele lo que no se ve, toca. Deja que la red te envuelva un poco más descaradamente.


Me duermo imaginando al micelio avanzar, avanzar bajo la hojarasca, conquistar lentamente xilema y corcho, explotar.



domingo, 8 de diciembre de 2019

Hosanna



Pensaba hoy contarte otra cosa, pero tengo la mente y el pecho tan henchidos de júbilo, que podría llenar unos cuatro folios a mano con esa palabra tan trasnochada y bonita: hosanna. Quizás lo haga, a modo de ejercicio místico: es de día, hosanna. De día. Hosanna. De día. De día. Siete o setenta tonos de verde; cielo claro; sierra roja. Manos y pies fríos, vértebras alineadas en perpendicular a la tierra, toda yo, oído,piel, olfato, ojos. Hosanna.

Hubo un instante pequeñito en que temí que el planeta entero hubiera encallado en la noche. No dejaba de girar la cabeza a levante, como si la mirada quisiera transformarse en una yunta de bueyes para tirar de un sol perezoso. Pero en el cielo no había diferencia, lo oscuro no adelgazaba por ninguna parte. Lo oscuro o su sucedáneo. La noche en esta latitud del mundo no es negra, sino más bien del color del agua en el que se enjuagan los pinceles. Sueño con irme a dormir a un lugar sin estados híbridos, donde el negro no sea un eufemismo y la conciencia sepa a lo que atenerse. No luz: apagado. Luz: pon el mundo en marcha.

Pensarás que esto es el enésimo episodio de mi atribulada crónica sobre el insomnio, pero tal vez es lo contrario. Sí, es cierto que he pasado una noche infame, pero los dramas en horizontal ya no me interesan como motivo literario. Por qué soy capaz de dormirme pronto pero luego no sé mantenerme fiel al sueño: eso es algo que tendré que tratar con el médico. A ti sólo quiero contarte que, mira, no es tan grave. Ahora mismo no sé encontrar el descanso dentro de mí misma, pero no tengo reparos en recostarme ahí afuera en cualquier parte, como los gatos. Voy dejando en depósito trocitos de mí, allá donde me poso. Trasplanto mi atención agitada: tal vez mis brotes arraiguen.

Y tal vez no saber dormir ya de manera ortodoxa, políticamente correcta, me enseñe también a vivir fuera de un orden estricto. Acuéstate ahora, levántate cuando toca, come esto, anda sin sacar el culo, respira de esta forma. Levántate del suelo, no te manches, sométete al dictado del tiempo. El insomnio me angustia porque mi cerebro sapiens no puede evitar proyectarse: si no duermo me moriré antes, meándome en pañales, olvidada de mi nombre. Voy a dar una cabezada al volante. Sólo seré capaz de llevar una vida de esponja. Adiós a mis propósitos de florecimiento. En una cama revuelta se deliran premoniciones. Extirpa el reloj de tu mente y quizás la vigilia no resulte tan lesiva.

Por eso hoy a las seis y media de lo que no era ni mañana ni noche, estuve ladrando un momentito con Bola. Mi hermana terminaba de llenar su maleta con cosas de comer que no encuentra en Inglaterra. Los otros dos sacaban el coche del garaje. Antes de abrir la cancela y marcharnos a la estación de autobuses, yo descubría la gloria que viene cuando dejas de protegerte. El aire me arrancaba por fin el ominoso calor de las mantas, conservado aún bajo la ropa. Sentía ese placer del desprendimiento, tan difícil de controlar: mi temperatura entregada, mi piel y la atmósfera dialogando. Bola, a mi lado, mantenía su propia conversación con otros perros. La imité para adivinar si marcaba territorio o buscaba amigos. ¿No hacemos todos lo mismo? No terminé de interpretar sus intenciones. ¿No es también lo que siempre pasa?. El cielo era un papel continuo con unos cuantos puntitos. No era un espectáculo astronómico sobrecogedor, pero como fondo de un belén servía. No se hizo de día de ninguna manera en todo el camino de ida y vuelta a Marbella. Volví a ser humana y por un instante pensé que a lo mejor no amanecía.

Pero lo hizo. Hosanna. Fui testigo de cómo los árboles se despegaron del fondo plano. Mi alegría hizo lo mismo. He dejado trozos de mí descansando en las ramas desnudas de las higueras, en preguntas lanzadas a los perros vecinos. Dormiré en vuelo como los vencejos. Me viene mejor no protegerme.

Todo es no - negro y raso, y entonces.


domingo, 1 de diciembre de 2019

Las aceras también son naturaleza



Breve apunte de un habitual modus operandi. Lo primero que hago tras sentarme en el sofá es despojarme de los calcetines. Doblo la pierna izquierda al modo del escriba sentado y me pongo un par de cojines en el regazo. Sobre ellos, el portátil. El pie derecho queda en contacto con el mármol. De vez en cuando cambio el orden de las piernas, porque los flexores de mi cadera están tensos a nivel norcoreano. Pero si un pie descalzo no toca el suelo no escribo fácilmente. No es una pose. Sólo que me gusta tener los pies fríos cuando el resto del cuerpo se me enciende. Y yo entro en combustión en el proceso de traducir imágenes mentales dispersas a un texto moderadamente articulado. Debería tener adosada una placa acumuladora de calor para cuando el invierno terrorista se decida de una vez a dar hachazos.

Resulta que lo que tendrías derecho a llamar manía con toda la justificación del mundo podría ser un primo pobre del earthing. O grounding, que suena un poco más prosaico. Parece que la tierra virgen, no mancillada por lo humano, está balsámicamente cargada de unos electrones que, al envolver los pies desnudos que se reconectan a ella, ablandan y sosiegan las asperezas de una vida desnaturalizada. Desde luego que si me venden que la orina de yak cura el maldormir y los agarrotamientos musculares, yo compro una damajuana de treinta litros. En lo que toca a ir descalza por los campos, podría además obviar el leve tufo a superchería sin demasiados remilgos. Mi cuerpo sabe perfectamente que está mejor sin zapatos.

Y por eso en cuanto puedo me los quito.


Si no me los quito más a menudo es porque soy una criatura nacida de un vientre de madre. La evolución puede haber diseñado esos mecanismos endemoniadamente prolijos que son los pies para la marcha desnuda sobre suelos más o menos bendecidos por el humus. Pero a mí me han enseñado a rehuir toda conducta que pueda dejar huellas sobre unas balsosas recién fregadas. La infancia personal estigmatiza más que la de la especie. Y una madre limpia marca más que toda la narrativa empaquetada en los genes.

Pero mi cuerpo conserva una sabiduría tozuda, y reivindica que lo atienda. Se irrita cuando me pongo zapatos que taconean sobre suelos lisos y duros como días sin recreo. Cuando mi piel no dialoga de tú a tú con el aire incondicionado. Cuando como croquetas. Cuando llevo más de una hora sentada. Mi cuerpo sabe sin necesidad de que mi órgano cognitivo le aporte razones, pero yo me empeño en darle murgas. Y por eso voy y leo páginas como ésta, con mi usual mezcla, rayana en la bipolaridad, de fervor y escepticismo. Fervor porque su autor engatusa seductoramente al animalito salvaje que llevo adentro, que riego de vez en cuando con sudor y mugre. Escepticismo porque soy algo así como un lichi: tengo una costra civilizadamente dura recubriendo mis partes primitivas, jugosas y blancas. Y porque, como dije ya en el post anterior, reniego de la nostalgia como un alcohólico en rehabilitación de las peras al vino.

Es que este rebullir creciente que apuesta por un retorno a la elementalidad de los cuerpos y las conductas, tal como fueron zoológicamente diseñadas, me aturde. Porque insiste en la idea perversa de que el ser humano le ha dado la espalda a la naturaleza y habita en una esfera ajena a la del resto de criaturas. Y una ciudad podrá ser todo lo hostil que a tu temperamento bravío le parezca, pero no deja de ser un ecosistema. El hombre aplasta, arrasa, simplifica y abusa, pervierte la economía de los ciclos de energía y materia, pero forma parte de la red de relaciones que conectan todo lo vivo y lo inerte. Con o sin zapatos, está conectado a la tierra.

Y también sometido a cambio. Mi cuerpo no es un diseño acabado: tal vez la evolución puede seguir retocándolo aquí y allá un poco a lo loco, improvisando, sin necesidad de dejarlo metido en un matraz durante milenios. Por eso recelo, al mismo tiempo que me prendo, de las apuestas ancestrales. No estoy dispuesta a creer que el ser humano sea completamente ese animal descarriado. Que en mí perviva humillada una Eva incapaz de adaptarse. Que un Edén intacto e inaccesible me esté reclamando sin descanso. No me da la gana considerarme una desterrada.

Pero ay, qué gusto, qué redención, descalzarse.

domingo, 24 de noviembre de 2019

El Pájaro Más Triste del Mundo



Con el tiempo me enteré de que lo llamaban Jorge, y de que era una pequeña leyenda entre los naturalistas de la zona. Debo reconocer que esa popularidad me molestó un poco. Nadie disfruta sabiendo que los lugares comunes infestan como polillas de la harina su cajita de tesoros íntimos. Para mí no era Jorge, sino El Pájaro Más Triste del Mundo, y descubrirlo fue, paradójicamente, uno de esos raros y sigilosos momentos de comunión con las cosas de ahí afuera.

No sé bien por qué, ni me importa. No había nada estremecedor de por medio, ningún elemento del paisaje que desbordara la capacidad de comprensión de la mente. Un fondo esquemático de colinas lila a nuestra derecha; encima la sombra flaca de cuatro o cinco alcornoques ratoneados por incendios más viejos que mi biografía; el brazo de mi compañero señalando a algún punto en la llanura, y allí, entre las espigas... nada en absoluto. Porque a mirar por los prismáticos también se aprende. Pero era una nada preñada de cosas: los campos viejos secretan una luz que parece néctar, maciza. Tras un buen rato siendo pasto de las chanzas del hombre que estaba a mi lado, un pasillo tenue pareció formarse allí abajo. Esperar ver y entonces ver algo, como si el deseo fuese motor suficiente: supongo que esa es la razón de que no me haya olvidado. Mis ganas de pájaro vieron antes que mis ojos. He leído, con el corazón supurante, algo parecido en este libro deJohn Burroughs que a-mo.

Un lugar de este estilo, donde parece que nada y a lo mejor todo.


Y allí estaba, El Pájaro Más Triste del Mundo, tan solitario en su llanura que, al menos para mí, no tenía ni la compañía de un nombre propio. Macho de avutarda en singular, ¿puede imaginarse algo más lastimoso? Una criatura diseñada específicamente para pavonearse entre fanfarrones, alardear de sus partes íntimas, exhibirse sin decoro. Pero Jorge no tenía contrincantes, camaradas ni novias. Era la última avutarda de Cádiz y sólo despertaba el interés de las personas. Jorge terminó muriendo estampado contra alguna de las muchas estructuras verticales que erizaban sus campos y los convierten en lugares abstractos que bailan. A mí me hacía gracia pensar que fue un suicidio. Una forma como cualquier otra, la mía, de consolarse.

Con el tiempo también he aprendido a contenerme para no asignarle a animales y árboles sentimientos humanos. Qué arrogancia. Jorge no era ni patético ni camorrista. Tenía un cerebro de dinosaurio y en su genes la orden sectaria de reproducirse. Sobrevivía y esperaba. Su tristeza no era otra cosa que la mía. Yo no era La Chica Más Triste del Mundo, pero a veces creía que me acercaba.

Puede que el desamparo de Jorge fuera transferido, y el mío imaginado, pero lo cierto es que allí había una ausencia flagrante. Una orfandad también maciza. Los tres, pájaro, hombre, chica solitaria, rondábamos por uno de los bordes donde se estiraba como un tambor la laguna de la Janda, desecada en, esta vez sí, años tristes. Millones de alas evaporadas. Traición de innumerables citas. El paisaje que salió volando por los aires. Siempre me pregunto con el corazón en un puño cómo harán las aves que migran para desistir de un medio que ya no les vale. Cómo encaran el destierro. Cuántas despistadas, cuántas tercas, siguen obedeciendo las rutas aprendidas, dando con tierra mate donde antes había reflejos, percibiendo a su manera cambios, pero manteniendo el empeño de darle más vida a la vida. Cuándo se dan por vencidas y buscan otras aguas. Si esa es una opción factible o el estancamiento de la población, la soledad y, al fin, las mil caras de la muerte deciden por ellas.

No hace falta que diga a estas alturas que los paisajes ausentes me obsesionan. Los ya despachados, los desfigurados, los a punto de irse. Yo reconozco y me pliego al imperio del cambio; me resisto a la nostalgia con toda la alegría y la ira de mis huesos. Pero cómo puede una no preguntarse, sentada bajo árboles raquíticos, andando por sierras desmanteladas, testigo de la soledad de algunos pájaros, por todas las capas que faltan. Supongo que en último término se escribe para contrarrestar esas y otras tantas ausencias, de tantos tipos. Para repoblar y reinundar tierras secas. Nos pavoneamos como avutardas sólo para encontrar nuestro lugar y encontrarnos. Dentro de mí guardo Jandas.


domingo, 17 de noviembre de 2019

Que me largo



Solía resultarme tan sencillo decir adiós. Cogía mis cosas, si es que había alguna, las metía de cualquier forma en el coche o un bolso y... decía adiós, simplemente. Limpio, rápido. Como si sólo me fuera para unos días. Como si a mi trayectoria no se le estuviera quebrando la cintura. El clima propio de la despedida empezaba a barruntarse, y en los huesos no sentía altas presiones, sino todo lo contrario: una turbulencia que amenazaba con despegarme del suelo, un vaciarme. Apenas se me ocurría imaginar quién iba a ser yo a partir de entonces, o si la despedida estaba pensándose cobrarme algún peaje. Puedo resumirlo así de simple: pensaba en irme, me iba. Alegre como un corderito, poseída por la energía de la mudanza. Mucho después, y ya lejos, comenzaba a destilarse gota a gota en mi corazón la nostalgia, una enfermedad largo tiempo incubada.

Hoy me acuerdo a menudo del día en que me fui de Jimena. Llevaba una falda violeta y una camiseta de tirantes. Saludé con la mano a un retén contraincendios que comenzaba su turno. Llené medio contenedor de papeles sucios. No le dije a alguien que me iba justo entonces. Me metí en el coche de mi padre y no giré la cabeza nunca. Si me hubiera esperado unos días hubiera escuchado la berrea. Si hubiera cumplido con el velatorio que exigía la parte de mí que se estaba muriendo, en aquella despedida, ahora tal vez no me acordaría.

Pero yo, que me iba tan atolondradamente, negando la pena, deshaciéndome de mí misma como de un miembro gangrenado, ahora no soy capaz de abandonar para siempre mi gimnasio. Podría hablar de él como de un amor. Los primeros días de turbación y tanteos. La excitación y luego la fiebre de descubrir un nuevo modo, libre, despreocupado, recio, de ser cuerpo. La sazón y luego, poco a poco, el tedio... Pero, demonios, que sólo es un gimnasio. Un espacio atestado de artilugios fabriles, impermeables al garbo. Si me cuesta dejarlo es porque ya no sé desprenderme tan fácilmente como antes de quien soy.

Y yo soy mucho en torno a mi gimnasio. Soy la voluntad terca de salir afuera. El mapa mental de calles que ando de mi puerta a su puerta, el apoderamiento de un hábitat. Soy el gozo de ir refutando lo que mi carne piensa de sí misma. Soy el cajón al que he conseguido saltar, la pesa que he levantado del suelo, la comba que ya no se me traba en los pies. Soy el respeto por cuerpos ajenos a punto de desmoronarse, la melancolía por el vigor o la ligereza que ya no tendré. Soy los buenos días que digo a mi puñado de desconocidos habituales.

¿Dónde meto yo en un piso de 50 metros cuadrados una barra olímpica, sus discos y una piscina?


Pero hay que irse, aunque no sepa muy bien todavía con qué voy a poder sustituir mis pulidas, tersas, mis veneradas barras; adónde voy a poder saltar sin riesgo de volver a aplastarme y desplazarme el coxis; cómo voy a seguir amaestrándome sin astillar mis huesos o mis puertas. Ir al gimnasio ha empezado a generarme una especie de pesadez en el alma. Me intoxica esa vecindad anónima de estar tan cerca de tantas personas, practicando sin recato algunas funciones animales básicas, conociéndose tan poco. Nos rozamos accidentalmente, jadeamos unos al lado de los otros, nos desgreñamos, cada uno en su propia esfera apenas accesible. Mostrando la intimidad y a la vez vedándola. Haciendo cada uno solitarios en una sala atestada. Masturbándonos. Ir a un gimmasio como el mío, a punto, creo yo, de colapsar de éxito, es una modalidad de tristeza pariente de la intrascendencia digital, de la soledad urbana.

Y la alegría del movimiento para mí es sagrada. Así que tendré que ir pensando en formas más cálidas y retozonas de ajetreo físico. Igual que sigo explorando fórmulas para que el decir y el entender puedan sentirse en la piel casi. Escribir cartas, entrenar con gente cuyo nombre sepa. Ir a dar un beso adonde haya que plantarlo, en lugar de reducirlo a un dibujito. Volver a decir adioses impetuosos* y tajantes. Deshacerme despreocupadamente de partes de mí misma que ya no funcionan.



*Este post no hubiera sido el mismo si mientras lo escribía hubiera podido dejar de canturrear sin pausa esta canción.

domingo, 10 de noviembre de 2019

Referéndum verde



Hoy te pido yo también un voto. Con una punta de vergüenza, porque que levante la mano quién no vea una papeleta electoral y piense en un folleto de esos que te ponen en la mano por la calle y, sin echarle ni medio vistazo, tiras a la primera papelera. Te propongo un referéndum, entonces. Sobre territorios que no existen y que no exigen identidades, así que no creo que se pueda declarar anticonstitucional, así, a la ligera. Ahora mismo te explico mi programa. Desde ya te digo que es probable que incumpla mis promesas. He decidido ser súbdita de mi propia honestidad solamente.

Antes me permitirás que sea tan impúdica como para volver a señalarme. Mírame, bajando la cuestecilla que lleva del porche al huerto. Apenas veinte metros, suficientes para que el gen recolector se desmadre en cada una de mis células y encargue una segregación masiva de endorfinas a mi cerebro. Saludo a cada planta, me meto en la boca cada fruto, flor o hierba moderadamente comestible. Dejo que la lujuria áspera de las higueras me posea. Llego a la capilla de los aguacates. Cuatro árboles que han terminado solapando sus copas y creando debajo un espacio para la devoción o el gozo.

 Me agacho para superar las ramas más bajas: soy una Alicia en zapatillas deportivas. Una yonqui del verde traslúcido. Con suerte, sólo me sigue Zara, demasiado ocupada rebuscando la hojarasca en busca de aguacates caídos. Porque, invariablemente, una voz inmemorial me ordena que trepe a cualquiera de esos troncos. Y ahí, poco más o menos en la horquilla, es donde siempre me quedo varada, nostálgica de las ramas de arriba. Aún no tengo fuerza ni osadía suficientes como para ser un buen simio. Y siempre termina llegando alguien que me recuerda mi abultado y humillante historial de caídas.



Lo siguiente a que me robaran esta foto fue un tevasacaer.


Pues así exactamente es como me encuentro al respecto de mi penúltimo embrión de proyecto. Atascada en una bifurcación, perdida entre sus ramas inferiores. Pasa que cuando empecé a escucharme de nuevo un runrún de tripas literarias, se me ocurrió la idea un poco necia de superar mi desapego hacia la escritura creando un blog nuevo. Que viene a ser como tener angustia y tomarse un emético. Pensé que, como mi vida entera gira ahora mismo en torno al sudor y a la savia, estaría bien abrirme las venas como los arces y soltar todo el jugo. Dejar aparcados un rato los coches y subirme contigo, y tal vez otros cuantos, a las ramas. Tengo incluso registrado ,precisamente así, el nombre del invento: andarnosporlasramas. No muy elaborado. Un espacio diáfano y encandilado, donde poder decir verdes amenazados pero tercos. Llevo años rastreando pistas para poder entender la naturaleza, sin no demasiado éxito. Una aspiración un poco petulante: no se puede abarcar absolutamente un sistema cuando una está adentro. Pero tengo en mí ese impulso de ir olisqueando, como Zara, lo que anhelo. Creo que puede brotar algo hermoso y duradero en el mismo proceso de admitir y compartir lo que se desconoce.

La cuestión es: ¿otro blog, demonios? ¿Es necesario? ¿Nos quedan, en este mundo de ir resbalando por pantallas, no sólo las ganas sino la habilidad para seguir leyendo? ¿Hay quien quiera subirse ahí arriba conmigo, acaso? Si me haces saber que sí, cualquiera que sea el modo, aprenderé a trepar aunque ello me acarree (más) callos en las manos. Si no, me quedaré olisqueando en el suelo lo que tire el viento o los árboles descarten. Que, oye, también es un plan perfecto.

domingo, 3 de noviembre de 2019

Nosotros simples



Creo que se me reconoce bien por las calles. Soy esa que anda en mallas de todos los colores con los auriculares malamente puestos y buscando la copa de cualquier árbol, porque mirar las ramas en movimiento es mi puerta de acceso a la psicodelia. Soy la que se muerde la lengua para cantar sin articular sonidos – cantando por dentro, sonriendo por dentro, largando tórridas declaraciones amorosas internas; tanto confinado, cuando lo que realmente me prenda es lo de afuera – pero a la que se le van escapando versos sueltos. Soy a la que a veces se le aguan los ojos, porque la música: sin más explicaciones. Soy la que se contiene para no hacer cantandobajolalluvias. No quiero que me graben ni me publiquen en las redes: soy la que se contiene.

Soy la que escucha vai ser supernós*, y deja de contenerse. Un mucho porque soy rehén todavía de la lengua portuguesa, y un poco porque guau, supernosotros. Quién no sueña. Yo procuro adherirme a la realidad todo lo posible, pero quién tiene tanto músculo o se ha iluminado tanto como para no fantasear con un nosotros mejorado. Nosotros sin lastre, autónomos. Nosotros sin armas y sin defensas. Nosotros ricos en luz natural y espacio. Nosotros atentos. Pocos, retozones y limpios. Nosotros sin contenciones.

Sueño, lo confieso. Y luego se acaba la canción y llego a mi casa derrengada y hago pucheros porque tengo que ducharme y hacer la comida y ponerme el uniforme, y el edén se me escapa. Entonces recupero mi sonrisa de puertas adentro, porque me gustaría que por la calle también se me reconociese una capacidad para absolver y ser compasiva con las vidas pequeñas. Pero el supernosotros se me queda clavado como una espina en la mente. Lo repaso una y otra vez, lo toqueteo, recreándome en ese pinchazo que lastima con gusto, como cuando vuelves del monte cosida a arañazos y te parecen medallas.

Hace un par de días salió sola, mi espina. Todavía no habían caído los chaparrones de ayer y justo antes de ponerse el sol hacía un calor insólito. La costa del otro lado del Estrecho se recortaba lila en el horizonte, tal vez un presagio. Y el cielo se llenó de pájaros. Estorninos desparramándose por el aire, como la lluvia de chispas con que se desangran hasta morir los fuegos artificiales. Los mirábamos arrobados; ellos no, a nosotros. Darme cuenta de semejante simpleza me infundió esperanza. Hace calor y al rato llueve. Los granados refutan en oro el fin de las estaciones. Los pájaros se juntan y se embriagan de sí mismos, ignorándonos. La naturaleza nos desdeña tanto como nos incluye. A nosotros, que no somos la clave o el remate de todas las cosas. Supernós es, con unos pocos detalles más de adorno, poder mirar a los pájaros sin influir en sus danzas.

Las hojas también funcionan sin nosotros


*Escúchala conmigo. Lee la letra, si quieres. Como te ha gustado, déjate de prisas digitales y escucha también Oeste.

domingo, 27 de octubre de 2019

Cuando callar o decir poco no son las mejores opciones



A la hora de expresar, prefiero el silencio sobre cualquier cosa. Las emociones conservan toda su carga nutritiva o destructora cuando no se las calza en frases rígidas; cuando no es preciso traducirlas con palabras. Entonces su energía no se disipa. Por eso confío ante todo en lo callado. En las miradas animales, en los bosques. Aunque supongo que ese silencio es un prejuicio humano. Un búho metido en una caja, a punto de ser liberado, se desgañita en naranja y redondo. Un bosque es un arsenal de conversaciones que se establecen en un rango de percepción al que tenemos acceso. Pero si puedo no hablar, lo prefiero. Utilizo el lenguaje articulado porque la técnica del silencio es compleja y no hemos nacido virtuosos.

Después vienen los monosílabos. ¿No sería ideal que cualquier interacción pudiera resolverse en corto? Comunicarnos como Alejandro Magno con su nudo gordiano: sin desvíos ni objeciones, sin dobleces. ¿Quieres? ¿Entiendes? Y que para contestar no hiciera falta una maraña de condicionales ni peros.

En líneas generales soy una persona de síes. Salvo que tenga que coger un avión o quieras obligarme a una tarea doméstica. Moderadamente afirmativa, si no te respondo con un sí rápido es porque otro sí anterior me lo impide. No en toda ocasión me sale naturalmente. Hay veces en que me fuerzo al sí, porque estar dispuesta a las invitaciones es como ser trasplantada a una maceta más grande: un momento delicado en el que tus raíces pueden quedar expuestas o dañarse, pero que genera espacio. Un sí alineado con tus valores es una yema de crecimiento.

Tampoco abdico de unos cuantos noes fundamentales. Sigo con mis perennes ejemplos vegetales: piensa en un pino. Recuerda el volante de ramas muertas que quedan bajo lo vivo. Y es que no es posible madurar sin renuncias. No: no hablo de lo que no sé. No añado ruido al ruido. No me pliego fácilmente a lo superfluo. No digo que sí cuando quiero no, y viceversa. No cojo el coche si puedo ir andando; no como si no tengo hambre, salvo que haya chocolate por medio. No me entrego a la indiferencia. No ensucio. O al menos eso procuro. Porque no, no le tengo respeto a los absolutos.

Y no, no cederé nunca ante las simplezas. El silencio es un tesoro. Los monosílabos tienen poder para zanjar el guirigay humano. Tan valiosos son, uno y otros, que me duele cuando se pervierten. Cuando el silencio no expresa la emoción pura, sino que es bozal o mordaza. Cuando la complejidad se decapita así, zas, con un par de palabras toscas. Cuando no se dice por cobardía. Cuando del sí acrítico se hace bandera pirata. Cuando noes zafios caen como obuses.



A primera vista, yo elegiría lo tachado.


Entonces sí. Entonces hay que callar y respirar profundamente. Y no tardar mucho en repartir noes bien firmes: no tienes derecho a negar la evidencia; no se perdona semejante altivez; no se te dispensa salvoconducto de individualidad. Después hablar, hablar hasta que la lengua y los dedos se nos gasten, darle voz a lo que, en términos humanos, no sabe hacer ruido, trenzar en palabras cada tenue hebra de la realidad. Y a la espera de que algo cale, abrir unos buenos ojos de búho, aprender idiomas inaccesibles, añadir tu sí al indomable sí de la vida y, diciéndolo todo, callar.

domingo, 20 de octubre de 2019

Mejor que contar ovejas


Sigo poniéndome al día contigo. Soy como uno de esos conocidos que te encuentras en la calle y se toman tu qué tal al pie de la ele, y no como una fórmula de urbanidad. Qué tal, y eres informado en abundancia sobre uñeros, desavenencias con los compañeros de oficina, huelgas de flora intestinal, cambios de armario.

Pregúntamelo. Qué tal.

Y cuando ya sabes que mi estructura física ha revelado por fin que donde tenía que haber cemento hay chicle, y viceversa, te cuento que estoy en proceso de hacer las paces. Con el dormir. Pero también con la vigilia. Porque en la vida real no hay Suizas. No hay territorios que mantengan mucho tiempo un estado neutral. Leí hace poco en este curioso libro que el sueño y la vigilia no tienen fronteras rígidas: que apenas estamos nunca dormidos del todo, pero tampoco del todo despiertos. Así que lo que pasa de noche se instila en el día. Añadir y viceversa ahora me sonroja por su obviedad.

El caso es que duermo mal a ratos, por culpa, creo, de esa hormona resentida que es la progesterona. O duermo poco. O poco y mal. Pero sobre todo poco. A veces me veo varada en la cama esperando a que suene el despertador con impaciencia de amante. Suele sonar a las 6:15. Podría levantarme y entrenar, o escribir un libro, o cocinar para toda la semana en esas horas de nadie. Pero servidora no es un unicornio ni una persona altamente efectiva. Cuando no duermo practico todas las variantes del decúbito y desbarato las sábanas. Antes encallaba en los por qué, y no sabía evitar entrarle al trapo a mi marrullera mente. Ahora procuro enfocar mi difusa atención, yonqui del modo alerta, en inventar y mantener mantras.

Ejemplo. Inhalo: pienso acepto. Exhalo: no retengo. Venga, hazlo conmigo, es preescolar de budismo. 1, 2, 3, a-cep-to. 4, 5, 6, 7, no-re-ten-go. Acepto estar despierta a las 4:30. No retengo la comodidad que acarrea la inconsciencia. Acepto que mi mente, advirtiéndome como una madre neurótica del menor peligro, real o imaginario, sólo intenta protegerme, y que esa es su función evolutiva. No retengo los pensamientos que en ella se proyectan. Acepto la rareza de la noche. No retengo el día, con su amparo. Acepto el deterioro y el desorden. No retengo aquello que me hace sentir segura y a gusto. Acepto no ser más. No retengo el tiempo escaso. Acepto la vida con todo su desgarro y su gloria. No me quedo ni una burbuja de oxígeno en los pulmones, no retengo la vida ni sus regalos.


Algo así. El bendito de mi colaborador acepta el agua sin retenerla.


Es una treta, claro, porque a esas horas el crecimiento personal me trae al pairo: me entrego mejor al ritmo del mantra que al contar de ovejas. A veces funciona y me amodorro, a veces suena el despertador y me dice hey, nena, y yo le echo los brazos al cuello con alivio. Pero quiero creer que algo ha cambiado ya en el cableado de mi cerebro.

Acepto el aire viciado y la falta de espacio. No retengo el milagro de la luz en la hoja de los árboles. Acepto el animal no del todo despierto que soy. Procuro ya no retenerme: la imagen que tengo de mí, la belleza fugaz que me atraviesa, el amor sistémico que siento.

domingo, 13 de octubre de 2019

Mi espalda maestra



Parece que he perdido el hábito del impudor, en estos ocho meses. Será uno de esos cambios. Antes no habría tenido reparo alguno en contarte que buena parte de este tiempo me lo he pasado con dolores en la latitud farragosa de mis caderas. Acostumbrada a la lógica infantil del lloro, luego me abrazan, no me acordaría de que en realidad soy una criatura tímida. Me habría quejado, claro. Ahora me cuesta. Es como si hubiera empezado a replegarme, por oposición a la ley de exhibición universal vigente. ¿Te duele? Bueno, y quién le importa. Bienvenida al club de los adultos, chica.

Pero precisamente porque parece que sólo ahora me he dado de bruces contra el hecho de que soy un animal maduro, me atrevo a sumar mi daño al tuyo en voz alta. El dolor es nuestra patria común, digamos que el idioma de uno de nuestros padres. Y yo estoy aprendiendo a hablarlo con propiedad, con todas sus sutiles declinaciones y sus floridos adverbios. Si lo escuchas atentamente, el dolor sabe decir más cosas aparte del lamento. Comparto contigo lo que me cuenta el mío, por si acaso el que a ti te ha tocado se pasa de discreto.

Yo pensaba que mi dolor era así, como yo, un buen chico. Pero resulta que más que cohibido, es pasivo – agresivo. Acostumbra a decirme tú tranquila, haz tu vida como a ti gusta, yo no estoy aquí, no me atiendas, levanta si quieres el doble de tu peso desde el suelo, sigue adelante, aprieta, exprímete. Así, con voz meliflua, aceptando civilizadamente que acate sus dictados, hasta que revienta: me parte por la mitad y me obliga a que, por encima de todos mis empeños, le haga caso.

Y entonces es como el esclavo al oído del césar, recordándome que soy mortal.

Mi dolor me humilla, o me enseña lecciones de humildad, como prefieras. Las dos palabras comparten la misma raíz semántica. Como humanidad. Tal vez uno no tenga derecho a considerarse plenamente humano hasta que no se hace consciente de sus límites: hasta que no es capaz de reconocer “ hasta aquí llegan mis capacidades, hasta aquí llegan mis días”.

El dolor me informa de que, por mucho que mi mecánica mental lo niegue, soy materia. Sometida a las leyes físicas, antes que a las de la voluntad o las del parloteo interno. Mi carne reclama su posición jerárquica y se impone a mis pensamientos: lo que soy contra lo que creo ser. Soy músculo tenso, patrón de movimiento enquistado, correciones dudosas, hueso leve, desvíos de fuerzas, meandros que se terminan estrangulando. Un desperdicio de energía cuando ando, una adaptación tortuosa.


    Mi zona cero (Parece que mi pudor es historia)

En cambio mi mente prefiere decirme que el dolor es mi responsabilidad y hasta mi culpa. Que ahí, en esa posición central de mi cuerpo que apenas advierto, por no quedar a la vista, se enquistan todas mis ganas y mis planes abortados. Los paisajes que aparco, los valores vividos a medias, la furia mitigada, el ego herido, los olvidos cotidianos.

Pero el dolor me dice compasivo que esa responsabilidad que me atribuyo es una forma de arrogancia. Que está ahí porque en mi cuerpo se dan condiciones de tormenta perfecta. Cuántos países estratégicos por ahí, capitales cuyo nombre nunca recuerdas, conflictos larvados que de pronto estallan. Tobillo movedizo, pisada prona, pie plano, rodilla valga, culo de pato. Psoas tirante, cuádriceps despótico, indolencia glútea.

Eso último me hace especial gracia. Ah, el culo: mi estigma y mi medalla, mi cátedra. Si me conoces en persona, sabes de lo que hablo. Si no, te lo imaginas. Y sin embargo, mi sobresaliente culo no hace como debe su trabajo. Mi dolor me devuelve a lo que ya creía superado: soy como un bebé excesivo, ahora. Reaprendo a moverme y, antes, a despertar a mi carne. He ahí otra lección: el dolor me ha llevado de la mano a preguntarme cuántos de mis grandes territorios no andarán todavía en estado virgen, si me quedarán aún virtudes durmientes. Intuyo que esa es una de las oscuras razones de que haya vuelto a publicar lo que escribo. Mi conciencia, como mi culo, ha de ganarse su buen espacio.

Ayer salí por la tarde a la calle de verano coagulado y me comí un pastel rebosante de harinas refinadas y azúcares pecaminosos y veneno. Y después di un largo paseo por el camino que los granadinos usan para quitarse malas conciencias al respecto de sus cuerpos. Llegué a mi casa molida, porque andar es el manantial de mis daños. Pero gracias a que vivir duele, voy aceptando ya que no hay acto sin cargas, ni placer sin impuestos. Esa es la lección que más aprecio: ya no me protejo tanto. Ando hasta que pueda. Me duele. Soy como un árbol: tengo algunas ramas secas y otras que todavía brotan. Fue una tarde perfecta. Sigo andando.

domingo, 6 de octubre de 2019

Estoy


¿Se avisa con antelación para no pillar a nadie desprevenido o para que, en el mejor de tus cuentos de la lechera, se te prepare una fiesta? ¿Haces aspavientos desde lejos? ¿Una entrada gradual y cautivadora como la del personaje de Omar Shariff en Lawrence de Arabia?

¿O te vuelves a colocar discretamente en el punto de partida? Disimulando, corriendo un tupido velo sobre tu ausencia. Continúas la frase que se quedó a medias, rellenando con cara inocente unos puntos suspensivos kilómetricos.

Mi madre me ha contado alguna vez que tras dar a luz a mi hermana, se moría de impaciencia por volver a ver a la niña de apenas un año que había dejado en casa. Y que yo, torponcilla y quiero imaginar que sonriendo por dentro, no le hice mucho caso. Como si el cambio en la familia no fuera el sigiloso drama que disecccionan los tratados sobre la infancia. Como si una madre que de pronto se ausenta no trastocase tu diminuto planeta para siempre.

¿Te arriesgas a volver, entonces, conciente de que lo más probable es que nadie te espere como a ti te gustaría que te esperasen?

Te arriesgas. Porque la madurez es el proceso de aceptar la propia insignificancia. Estoy convencida de que la atención ajena es la más poderosa sustancia psicoactiva. Por ser percibida, tomada en consideración, querida, la gente es capaz de llegar al crimen o a la servidumbre. Reconocer que eres anodina y pequeña, y que el mundo sigue girando se escuche o no tu voz, estés o no estés presente, te da la paradójica opción de crecer. Y creo que eso es lo más ambicioso a lo que puede optarse, seas humano o casi árbol.

Me arriesgo. También quizás porque en realidad volver es imposible. Mi mente ávida de estabilidad me engatusa informándome de que ni tú ni yo, ni la tierra o el cielo que nos sostienen, hemos cambiado mucho en este tiempo. Pero lo hacemos. Por ejemplo: me van brotando dolores y yo les hago hueco a la vez que los combato. Lo digital cambia día a día mi cerebro. Estoy expuesta a demasiado: demasiada información, demasiadas imágenes, demasiadas mercancías, demasiado. Me cuesta cada vez más seguir el ritmo apurado de esta era. Algunas de mis convicciones se han reforzado, otras se van disipando. Últimamente, en lo colectivo, me asusta menos la maldad que la indiferencia. No tengo nada nuevo que decir, pero lo hago.

Y así, preñada de silencio, se me han pasado ocho meses. Es posible que esté a punto de parir algo y de volver a casa. Sigo sonriendo por dentro. ¿Me esperarás, aunque no me hagas mucho caso?