domingo, 29 de marzo de 2015

Esto es lo que rescato


Ayer volvimos a entrar en la cueva de Alí Babá del cine y a tragar saliva en las mismas escenas.

Ayer volví a añorar ser un poco más metódica, más analítica, a la hora de zambullirme en una obra creativa. Siempre me trago películas y libros de un sorbo, los experimento de un modo íntimo, sin apenas tomar distancia, como si se tratase de la narración de una parte de mi vida.

Pasó lo que pasa siempre que doy con algo lúcido: que eché de menos tener todo el tiempo del mundo, una libreta a mi lado y menos apego. Ser capaz de nadar dos veces en la misma película, la primera para mojarme de pies a cabeza, la segunda para bucear en ella y entender el ecosistema del fondo.

Ayer volví a olvidarme con La desaparición de Eleanor Rigby. La vi, vibré, fui una con ella, y luego salí y cocí huevos para la cena. Todo lo que me dio un tajo por dentro se perdió tras los títulos de crédito. Todo lo que me hizo anotar mentalmente: tengo una postura al respecto; puedo decir algo sobre esto; debería pensar con más hondura por qué me estoy conmoviendo. Qué vamos a hacerle. Hay pocas horas al día para atender a tanto sentimiento.

¿No había una frase más inteligente que plantar en el cartel?
 

Pero sí me quedé con alguna cosa: una de esos guijarros bonitos que no son la playa pero te la traen a la memoria. En una escena de la película, un William Hurt delicadamente pesaroso le cuenta a su hija treintañera algo que pasó cuando ella era un bebé de dos años. No voy a revelar nada más que esta imagen: el padre empieza a meterse en el mar con la niña en los brazos y en algún momento intuye que esa no es todo lo buena idea que parecía, pero sigue adelante porque ella nunca parece asustarse.

Y de todo el material sobre la evolución del amor y las distintas maneras de gestionar la pérdida con que trabaja la película, yo me quedé con esa cría impávida que en principio no es más que una nota al pie de la trama. ¿Por qué? Porque yo nunca fui así de pequeña. Si en algo fui precoz, fue precisamente en la detección de amenazas. Me daban miedo muchas cosas: que mi tía se alejase del pueblo pedaleando en la bicicleta que nos llevaba a ambas; la altura y el bamboleo de una noria; una niebla completamente blanca y obtusa tragándose el coche de mi padre; los extraños.

Terminó la película, y mientras intentaba pelar unos huevos imposibles, yo ya no pensaba en lo que había visto, sino en aquella niña miedosa. Y aunque sentí pena y también algo de resentimiento hacia ella, me dije que si yo hubiera sido siempre como la hija de William Hurt en la película, si hubiera nacido programada para la osadía, la apertura y el talento, todo mis esfuerzos por convertirme en un ser recio y alegre no tendrían el mismo mérito.

miércoles, 25 de marzo de 2015

Magenta

 
En cuanto me cruzo con ella por la calle me enamoro de su color de labios. Si yo los llevara así diría que me los he pintado fucsias. Pero esa es una palabra vulgar para una boca que parece un poema. Destaca en su rostro como si se la hubieran tallado, porque los lleva perfilados exactamente en el mismo tono que el del pintalabios. Yo no soy capaz de semejantes rigores. Y por eso mi boca no parece un poema. Ni uno de esos edificios firmado por un arquitecto estrella. Ni la excusa en torno a la cual filmar una película muda. Su línea superior tiene todas esas aristas peligrosas de una flapper de los años veinte. Los lleva magenta, claro. Un color de nombre excesivo.

Y sin embargo lleva la cabeza baja, como si se avergonzara de tener esa mariposa encima, esa orquídea. Su boca no es suya del todo; a lo mejor se la han transplantado sin pensar en el posible rechazo. El resto de su cara es tan común que podría olvidarla antes de llegar al final de esta calle con sólo veinte números. Quizás con la boca limpia sea algo más memorable. Ella debe de saber que tiene un agujero negro de atención en su cara. No puede ocultarlo por mucho que la agache.

Y va agarrada del brazo de una amiga. No tiene pinta de ir medio mareada. Sólo de ser patológicamente tímida. Como si necesitase un apoyo para acarrear por el mundo esa boca – espectáculo. No entiendo nada. ¿Para qué se ha pintado entonces los labios? ¿Es que no la alivia esconderse detrás de ese burka magenta? ¿Por qué no los luce como un estandarte?

Antes de que nuestros caminos se crucen ella alza la mirada. Y entonces empiezo a entender algo. Para empezar, que no hay mirada en absoluto: se agarra a su amiga porque se ha dejado el bastón en casa. Andamos por una calle corta y atestada. Muchos obstáculos para una ciega. La amiga que la guía debe de haberla maquillado. Le habrá propuesto esta aventura: te pongo guapa y te llevo por el mundo. Nadie va a mirarte con lástima. Nadie va a apartarse de tu trayectoria por pudor de tropezar con el palo.

Y hasta ahí llega mi entendimiento. A partir de ese punto, misterio. ¿Tienen imagen de sí mismos los ciegos? ¿Están sometidos a la misma programación estética salvaje que los que usamos espejo? ¿Les protege el no ver de la coacción de ser vistos? ¿Tienen complejos? ¿Se dan cuenta del poder de una máscara?

La ciega de los labios preciosos se lleva su luz magenta a otro sitio. Un día me los pintaré igual y los mostraré con la misma inocencia.


labios fucsias
Podrían ser míos, pero no


domingo, 22 de marzo de 2015

Cualquiera de nosotros


De la pinta de él no me acuerdo en absoluto, pero sí de la de su mujer. En realidad no la recuerdo a ella, sino al arquetipo de jubilada pizpireta con el que se identificaba con la fe de una vendedora de Avon. Iba teñida de un rubio agresivo y algo en su desparpajo parecía empeñado en revivir la belle époque. Era de ese tipo de abuelas que abochornan a sus nietos hablando de su vagina.

Fui su nieta durante los siete días que duró aquel viaje. No porque me contara chismes picantes, sino porque me traía platos extra del bufé que yo picoteaba para no defraudarla y porque apenas si permitía que durante las excursiones me apartara de su vera. Ayer en la medina me despisté un momento de mi marido y hubo un momento en que pensé que iban a violarme, me decía. Imagina lo que podrían hacerte a ti, tan tiernecita. Pero yo no soy rubia, Carmen, le respondía, me pongo un pañuelo en la cabeza y se creen que soy su prima. No se llamaba Carmen, pero casi. Hablaba con un acento catalán tan exagerado que sólo podía haber pasado su infancia en alguna aldea de Jaén.

A veces le hacía caso y la seguía mientras ella buscaba babuchas para todo Hospitalet. No es que tuviera miedo de ir sola: miradas rapaces había por todas partes, pero también un retraimiento que no encuentras en Marruecos, por desgracia. Lo que no tenía era reloj, y si no quería que el microbús me dejara tirada, me resignaba a pegarme a ella y a su marido. Las puertas turquesas de Sidi Bou Said y la arena en las calles de Nefta me suplicaban que me perdiera por ellas. Pero el tiempo era avaro, y Carmen le hubiera montado un cirio al chófer si por un momento hubiera insinuado dejarme en tierra. Pobre hombre. Con el reventón ya tuvo bastante.

Fue en alguna carreterucha de un desierto sin fotogenia. Íbamos los siete amodorrados por el paisaje, Carmen y su marido invisible, los recién casados barceloneses, tan redichos ellos, tan viajados, la azafata de vacaciones, el guía con cara de camello y yo. Algo parecido a una detonación nos espabiló a todos e, inmediatamente, el microbús empezó a columpiarse de un lado a otro de la calzada. Carmen se agazapó entre su asiento y el delantero, sin parar de gritar ni un momento. Luego, mientras esperábamos en medio de ninguna parte a que el guía encontrara un taller, mi abuela interina me confesó que había creído que nos estaban tiroteando. Quise decirle que no viera tantas películas.

Pero en estos días el telediario sigue un guión delirante. Yo también contuve el aliento en el Museo del Bardo, ante todas aquellas piedrecitas que llevaban juntas más de dos mil años formando rostros más vivos que los de carne y hueso que me rodeaban, en todos aquellos maravillosos mosaicos. El guía, el de la cara de camello, soltaba su rollo turístico con un hastío al que le faltaba poco para derivar en odio. Sus ojos... A veces mostraban asco; a veces parecían sólo muertos. Quién nos hubiera dicho hace diez años que cualquiera de nosotros podría haber salido en las noticias. Él podría haber disimulado hasta la visita al Museo su formación yihadista. Yo podría haberme escondido durante horas en un cuarto de baño. Carmen y su marido podrían haber acabado como esa pobre pareja de turistas que celebraba sus bodas de oro en Túnez.


Mosaico de Océano y Tetis, Museo del Bardo, Túnez
Ellos también andan tristes

jueves, 19 de marzo de 2015

Y tú me lo preguntas

¿Que qué prefiero, Anónima entre comillas?


Prefiero un cuadradito de sol ahí afuera a la más amplia de las vistas desde mi ventana.

Prefiero salir al balcón a hacer como que controlo los cactus y mirar a la gente que sube la cuesta, antes que contemplar imitaciones del mundo en mi pantalla.

Prefiero el recreo al trabajo, y el pasatiempo a la misión que una escoge o para la que se siente escogida.

Prefiero el cielo al techo y la intemperie a la guarida.

Prefiero andar a estar parada, y estar de pie antes que entregar mi culo a una silla.

Prefiero dejarme llevar por las piernas antes que por la expresión.

Prefiero la verdad y el cansancio del músculo a la elucubración.

Prefiero que me duela el diafragma ante un aluvión de chorradas a que se me arrugue el entrecejo al buscar la palabra adecuada.

Últimamente prefiero el rendimiento de la pereza al itinerario fijo de la dedicación.

Prefiero la compañía física a la burbuja de vacío que la escritura impone a mi alrededor.

Prefiero la risa, y si no puede ser, la voz de un árbol. Y si no, la música. Y después el silencio. Y sólo entonces, el chismorreo de mis dedos sobre el teclado.

Prefiero ser buena gente a ser buena escritora.

Prefiero escucharte antes que hacer hablar a un personaje.

Prefiero el caos y la confusión del mundo al orden férreo de una trama.

Prefiero que el asombro me deje sin palabras a que la maravilla se devalúe al cambiarla a la moneda del lenguaje.

Prefiero desafinar y ofrecer esta torpe prueba de vida antes que quedarme callada.

domingo, 15 de marzo de 2015

Ni más ni menos que cantar


Tenía muy claro lo que quería decir y sin embargo ahora no encuentro la manera de soltarlo. Tal vez sea porque mi mensaje agrede precisamente a este truco torpe y raro de cortar todas las mezclas de emoción con un patrón de veintiocho letras escasas. He subido a mi habitación desde la cocina, la huella del curry en los dedos, los pies doloridos y vivos después de haber recibido ayer lo suyo, y un peso invisible en la espalda de mochila cargada de libros. Fuera hace sol y huele a recreo. Cada vez tengo más claro lo que prefiero.

He visto a Nico desde los últimos peldaños. Trajinaba muy seria con la sudadera que dejé sobre la cama, mordiéndola y amasándola con las patas. Cualquiera que sepa algo de gatos entiende ese gesto como un vestigio del amamantamiento. Una cosa graciosa y tierna, también un poco patética. Ahí tienes a tu gato altanero y libre, dejándose llevar locamente por la nostalgia de su infancia. En medio de su trance Nico me escucha y se queda quieta, todavía con la sudadera en el hocico. Me mira con ojos redondos, como si la hubiera descubierto en medio de algo muy guarro. A veces me da la impresión de que los animales conocen el significad0 de la intimidad y el secreto.

Y mírame ahora a mí: quién es la que muerde y amasa algo estéril con la esperanza de que vuelva a manar aquello tan dulce. Esto no es una queja ni una protesta. Es una demostración de orgullo. Persevero en la escritura aunque no rinda ni sea siquiera la experiencia que me da sentido.

Ayer volví a trepar, saltar de piedra en piedra, dejarme arañar por aulagas. En eso sí soy por completo. Busqué una de las plantas más antiguas del planeta, y algunos de los grafiti más antiguos de estas tierras. Rayajos, puntos marcados con la yema del dedo, nada parecido ni por asomo a una firma personal. El pigmento rojo se confundía prácticamente con las vetas de la arenisca, casi como si esa hubiera sido la intención del que hizo las pinturas: yo marco algo que antes no había en la piedra y que es la firma de todas las cosas*. 
 
Castaño 2 
En directo emociona.

 
Y andando, andando, sintiéndome un cuerpo bueno y sano, un animal más que digno; y contemplando todas esas manifestaciones de lo vivo y lo creado que se pierden en el tiempo y que no necesitan lenguaje, me di cuenta de que el acto de expresar lo que soy ha perdido para mí todo drama. Ya no es una cosa fatal, sino algo libre y prescindible. Una forma de cantar.


* Título hermoso de un libro no repulsivo que, por motivos documentales, he leído hace poco. El plagio me tienta, pero lo resisto.

miércoles, 11 de marzo de 2015

Si te lo crees así ¿es mentira?


Me parece que fui un poco torpe al cerrar el post anterior. Pienso que, al compartir el enlace a la reseña de aquel documental llamado El impostor, privé al que tuviera a bien leerla – y leerme - de la experiencia de virginidad y sorpresa de la que hablaba en esa ocasión. Resulta que las reseñas son como ir de tapas cuando te espera la comida hecha en casa. Una tapa a la hora de la penuria te recompone la mente y te permite seguir tirando. Más de una te desbarata los planes: o te comes después tu puchero con asco anoréxico, o se te llena la panza de un batiburrillo que, más que alimentarla, la ensucia. Así que mi política al respecto es la siguiente: nada de tapas. Si acaso, una, como mucho. Y nada de reseñas. Si acaso, el buen criterio histórico de alguien que ordene léelo/ve a ver esto, sin más razonamiento ni literatura.

Y teniéndolo tan claro, enlacé una reseña que, desde mi punto de vista del visionado salvaje, dejaba el documental en ropa interior. Si la leísteis, ya sabéis demasiado. Vuestra atención está sesgada. Habéis perdido el candor. Mea culpa.

Aunque reconozcámoslo: ¿quién se lee de cabo a rabo cada enlace con que se topa en un post? Si andabais escasos de tiempo y habéis tenido a bien leer en zigzag como yo, vuestro hipotético buen rato de sofá y peliculita está salvado. Me meto un puñado de almendras en la boca para tapiarla y que no salga más palabra.

Pero dejadme que os diga sólo esto: esta historia no va o no va sólo de mentiras y de usurpación, sino de ese raro talento que tienen algunos para dedicar toda su fe y sus recursos mentales a la elaboración de mentiras tan íntimas y perfectas que terminan convirtiéndose en verdades. A veces esas verdades postizas se desbaratan con el tiempo o pieza a pieza van siendo desmontadas. Otras cuajan como un huevo, y ya no hay manera de que vuelva a recuperarse la realidad previa a su creación.

Escribo esta anti – reseña y me doy cuenta de que la impostura tampoco es un talento tan raro. Quién no arrima ficciones a su propia historia. Quién no está dispuesto a creerse su falsificación. Yo, por ejemplo, intento convencerme cada día de que tengo una vitalidad mayor de la que me calculo. De que escribir me importa radicalmente. De que lo hago bien y de que soy capaz de emprender proyectos capaces de generar ilusión. De que tengo ese algo. Esa chispa eléctrica, esa potencia. De que soy capaz de crear buenas cosas. De que no puedo ser completamente invisible. De que, escriba o no escriba, tengo algún don.

Con una fe de ese estilo, la cara maquillada termina resultando más sincera y convincente que la limpia. No hay quien desmonte ya la impostura. Así es como uno se termina convirtiendo en la suma de sus mejores mentiras.

domingo, 8 de marzo de 2015

Ponme lo que quieras

 
Es uno de mis planes favoritos: recojo los pies como un borreguillo, abrazo un cojín y me rindo. Has cerrado los postigos y viene una noche postiza, sea cual sea la hora. Todas las tareas pendientes, todos los escrúpulos que fui adquiriendo y que trato de desterrar quedan fuera. Olvido que apenas si tengo tiempo para ser el personaje que me interesa. Me olvido de mi apego al movimiento. De que tengo que dejar algo hecho que demuestre y avale mi competencia. Prescindo de mí misma como sujeto. Me entrego a lo que venga.

Siempre te pido que no digas nada de la película que has escogido. Eso es lo que más me gusta: ser un folio completamente blanco en el que alguien va a dibujar imágenes y palabras. No lo soy, por supuesto. Tengo una experiencia previa que emborrona de sensaciones la virginidad de las imágenes que comienzan a sucederse. Pero al principio, cuando la pantalla no ha arrancado del momento cero, yo no sé nada y todo está abierto. Nada es el requisito para que ocurra cualquier cosa. Con el correr de los fotogramas, la banda de opciones se estrecha y el árbol infinito de historias se poda. Igual que cuando nace una persona.

Me gusta suspender las referencias previas.

Me gusta también la pasividad de no participar en la elección en absoluto. Dejar de tomar decisiones al menos una vez cada quince días. Participar desde fuera en el desarrollo de algo que no tiene que ver en principio conmigo misma, con mis propósitos o mis preferencias; con un esquema de vida que intento que sea lo más ancho y laxo posible, pero que no deja de ser una estructura fija.

Me gusta esa confianza radical en tu criterio. Casi siempre aciertas, y cuando no lo haces, la cara de huérfano que se te pone al pensar que me has defraudado también vale la pena. Me he abrazado mil veces al cojín sin que en la otra esquina del sofá alguien hiciera de contrapeso. Saber que a los dos nos emociona al unísono la figura de Henry Fonda a lo lejos, el roce de dedos de los protagonistas de aquella historia de amor no satisfecho, un pasaje muy concreto de cierta banda sonora, aniquila el aislamiento de ser persona. Mi confianza es la suma de todos esos vuelcos del corazón simultáneos. Uno de mis tesoros secretos.


Y sobre lo que escogiste la última vez... Si alguien confía en mí, tal vez cualquier día hable de ello.

martes, 3 de marzo de 2015

En un lugar agradable


Volví a aquel lugar el domingo pasado, y los ojos se me irritaron. Mirara adonde mirara podía distinguir cipreses, así que tenía bien a mano el argumento de la alergia si alguien me notaba algo. Tienes los ojos rojos, Silvia, ¿no te parece forzado? No, no me hubiera gustado que a nadie se le pasara mínimamente por la cabeza que estaba haciendo teatro. Al fin y al cabo, yo no conocí a la mujer a la que se despedía.

Hacía sol; todo el mundo llevaba el abrigo en la mano; todo el mundo salía a tomar el aire. El patio no es un lugar desagradable. Hay setos de mirto: arranca una hoja, sóbala mientras la pesada espera se alarga, huele el olor elegante a laurel que se te ha quedado en las manos. Hay pérgolas y enredaderas y bancos donde quizás se te consienta encender un cigarro. Hay una persistencia un poco irónica del trino de los pájaros. He estado en discotecas de verano muy parecidas.

Por eso la tristeza que ves en las caras no rima con la templanza del aire, y eso sí es desagradable. En el lugar de duelo las plantas crecen, los pájaros cantan, la gente charla de los hijos y el trabajo. Los muertos se quedan el doble de solos en días en los que la primavera se anticipa. El tanatorio tiene unas diez salas y en cada una hay un cuerpo donde la sangre se ha quedado estancada. La velocidad a la que ha empezado a correr la nuestra debe de parecerles un escándalo.

Todos los muertos se quedan solos, pero más que ninguno, aquella que nos trajo hasta aquí hace unos años. No, no pasa nada, sólo es la alergia, demasiados cipreses en Granada. Ahí en ese poyete junto al seto de mirto estuvimos todos sentados. Apoyábamos los codos en las rodillas, juntábamos las manos como si la postura del rezo fuera a servirnos de algo, mirábamos al suelo para no ver lo que estaba pasando. El edificio que quedaba a nuestra izquierda tenía una chimenea que empezaría a despedir humo en breve. En un día de primeros de agosto no tendría que hacer falta encender una hoguera.

No tenía una sala a su nombre. Gracias al cielo sin nubes, nadie vino a cumplir con nosotros. No quisimos verla justo antes de que la metieran en el horno. Todos los muertos se mueren solos, pero ella, que se mató mucho antes de que el cuerpo dijera basta, lo hizo más sola que nadie. Ya ni siquiera me acuerdo a la primera del número de años pasados. La sangre corre, la vida empuja, pero en aquel poyete bajo un emparrado agradable mi familia sigue llorando.