A las cinco de la tarde los dos balcones
de mi casa siguen abiertos. Lo siento, pero para comprender hasta qué punto me exalta esta frase has tenido que
vivir en el puño cerrado del sur los últimos dos meses. Tu piel ha
tenido que sufrir una crisis diplomática con el aire. De nueve de la mañana a once de la
noche tu vivienda se
habrá convertido en un búnker. Has adoptado la estrategia de la cochinilla para que el calor no te devorase.
Agosto, cinco de la tarde, ventana abierta, algo de fresco: prodigio. La lluvia está todavía lejos pero huele, qué diva. Ahora que el fuego respeta una tregua me doy cuenta de que veranos como estos toman a los cuerpos como rehenes. Tumbada en la cama a la hora de la siesta, con una cantidad de ropa que no necesita explicaciones, hoy no siento ganas de arrancarme la carne de los huesos, de liberarme de lo que pesa y suda, de reducirme a un aliento seco. Mi yo físico y ese otro de la mente que sólo sé llamar eléctrico son esta tarde dos hermanos coreanos que por fin se encuentran. Se entiende bien que el dios mayúsculo naciese tras un delirio en el desierto: el calor extremo te enemista con tu carne y te predispone a lo abstracto.
A mí este fresco pagano me concede lo concreto. Y como no pienso perder este regalo de siesta vegetando, me miro el ombligo, los lunares, cada uno de los dedos, digo yo y flipo. No debería ser causa de asombro que yo sea esta materia. Voy a mirarme y poner mi nombre en cada parte hasta que deje de sorprenderme. En cada centímetro de piel y en lo de adentro. Ahí abajo, qué cantidad de vínculos e historias. Bajo mi barriga llana, medio brócoli y dos jureles a punto de convertirse en yo misma: sol y sal, madrugón de pescador y dolor de espinazo, subvenciones y cuotas, tierra estresada, mar tóxico. En mi muslo, un resto de grasa vieja, superviviente quizás de cuando en los tiempos de universidad me ponía ciega de galletas. Mi cuerpo es yo, es un yacimiento arqueólogico, es ecología y política, atmósfera y roca, rapiña y simbiosis.
Acabo de leer en el imprescindible El dilema del omnívoro, de Michael Pollan -¡en serio, im-pres-cin-dible! - que la mayor parte del nitrógeno presente en las proteínas de nuestro cuerpo proviene no del que fijan las bacterias asociadas a plantas leguminosas, sino de los fertilizantes químicos que aceleran los tiempos vegetales en compases anfetamínicos. Si yo soy mi cuerpo y mi cuerpo es esto, entonces soy víctima y cómplice de crímenes tramados bien lejos: mis células marcan el rastro de cómo la lógica natural se ha ido desmantelando. Miro mi carne y digo yo, y con dolor admito que soy petróleo. Una pequeña muestra del planeta entero, con sus malestares y sus prodigios.
Las ventanas siguen abiertas. Mi piel dialoga con el aire. Soy una Tierra diminuta. Me pregunto si la relación será recíproca. Si su devenir se escripta en las células de mi cuerpo, ¿podrá mi cuerpo escribir también una breve historia sobre el suelo y el cielo, alternativa a la que ahora se cuenta? ¿Y si lo que elijo comer cambia el alfabeto de mi carne? ¿Podrá el nitrógeno en mis pestañas y músculos dejar de oler a fábrica? ¿Puede aún la lógica natural sublevarse?