domingo, 26 de abril de 2020

Niños sacándonos de paseo



Reconozco que ayer por la tarde tuve mi momentito Herodes. Envidié con inquina a los niños a punto de ser libertados. Fue un día oscuro, machacón ya de lluvia, el cielo forrado de nubes como una arteria esclerótica, multiplicando la clausura, haciendo del confinamiento un juego de muñecas rusas. Salí al balcón, me apoyé contra la baranda mojada. Volví a revisar el estado del limonero de mi vecina, la de la izquierda. Un tallo desgarbado como un adolescente, metido en una maceta, tres hojitas por aquí, un empeño de azahar por allá, demasiado esquemático como para merecer el nombre que le he dado.

Pero dado que se cuida solo, se lo merece. Mi vecina de la izquierda desapareció en aquellos primeros días de nuestra prisión preventiva. Se llevó a su gata, la que le hizo poner sobre los barrotes de su balcón una tela de rejilla, para evitar que se viniera de excursión al mío a través de la cornisa. Negra, tímida como un amor incipiente, suavísima. Lo sé aunque no llegara a tocarla, cuando estuvo a punto de colarse en mi dormitorio el verano pasado. Hay sensaciones nunca percibidas de hecho que, debido quizás a un sutil proceso de sinestesia, se saben y se viven como propias.

Como el abandono en la casa de mi vecina. Veo su limonerito valerse por sí mismo como un niño de la calle, comiendo lo que el cielo quiera dejar caerle, y pienso en el interior de sus habitaciones sin seres: los muebles que sólo un tabique separa de mi cabeza cuando me meto en la cama, los platos fríos y la ropa desamparada esperando en sus respectivos armarios, esa desolación discreta de las viviendas que no iban a dejarse en principio más que cuatro o cinco días, y luego las semanas pasan, y las cosas acaban convirtiéndose en algo casi animado a través de la nostalgia.

Así andaba yo ayer, medio triste por las cosas tristes de otra persona. Como si las paredes se hubieran vuelto permeables y ya no pudiera decirse esto es mío, esto es tuyo. Yo no paro de chocarme con mis cosas. Ellas también quieren escaparse. Al libro que acabo determinar le gustaría ponerse húmedo de hierba. Puede que la silla que no he podido sacar al balcón en los últimos dos días sueñe con la ribera de un río. Diana, mi hija imaginaria, o la niña que me habita, patea dentro de mí queriendo que la saque y la oree y la deje mojarse con la lluvia. Se va a quedar enclenque como el limonerito. Creo que los decretos gubernamentales no aceptan la opción de sacar de paseo a niños imaginarios.

Pero los otros, los reales, hoy han sabido absolverme. Los veo pasar debajo de mi balcón, arco iris andantes, llenos a rebosar de todo el espectro que va de la excitación al miedo. Sí, justo como si estuvieran enamorados. Una niña con coletitas le pregunta al hombre que la lleva de la mano: papi, ¿verdad que las moscas no hacen nada?; mi costra de Herodes y el corazón que hay debajo se resquebrajan. Como si también las personas nos hubiéramos vuelto permeables, y los niños fueran ya de todos. Sé, como sé ciertas cosas indemostrables, que alguno de ellos llevaba de la mano a mi Diana.

domingo, 19 de abril de 2020

Palabra de abuela



Tienes dos estrategias posibles: dejar que el primer escalón de tu pirámide nutricional se llene de palabras dulces, o imponerte un ayuno estricto. Silencio crudo y sin condimentos.

En realidad, entre una y otra tienes toda una gama de opciones híbridas. Esas premisas de que hay dos tipos de personas, las que hacen algo y las opuestas: no las soporto. Me cuesta tener paciencia con la dialéctica. Porque la vida suele ser un continuo pegajoso y no es tan fácil darle forma. Pero de vez en cuando podemos darnos el lujo de jugar al pasatiempo de las alternativas simples. Fingir que todo es tan elemental como dividir a la gente en dos clases: la que respira y la que ni un poquito.

Podemos pensar entonces que ahora mismo hay dos tipos de personas.

Aquellas que deciden nutrirse con mensajes de fuerza y aliento. La energía curativa que contienen determinadas frases no se disipa cuando las pronuncian, sino que permanece en torno a sus cabezas como el aura de los santos. Dicen “todo va a ir bien” sin que la voz les vacile. Dicen “todos juntos derrotaremos a este virus”, echando abajo las fachadas de sus casas para sumarse a un recio, inédito espíritu comunitario. Dicen que seamos valientes en esta situación crítica, y es como si esa vida que en ocasiones, al meternos en la cama, nos parecía quizás algo blandengue, se hubiera convertido en un relato de hazañas. Dicen que somos héroes. Dicen y las palabras vuelven a ser sortilegios. A veces funcionan y te elevan por dentro; otras se mezclan con más y palabras y amenazan con producir empacho. Otras simplemente desfallecen.

Luego están las personas de oído duro que prefieren atenerse a los hechos. Y como los hechos son en gran parte lo que se cuenta de ellos, no es raro que se les vea perplejos. Y por eso callan y acallan. Tijeras en ristre, podan los mensajes de frondosidades y se quedan con su esqueleto. Si hay que encerrarse en casa y alejarse de las personas y los lugares que aman, se hace. No ven en ello un acto heroico, sino imprescindible. No terminan de creer que sea un sacrificio especialmente oneroso permanecer en un lugar que, por poca suerte que tengas en estas latitudes, al menos protege de los elementos. No salen a la compra con pinturas de guerra en la cara. Escuchan que esto es lo peor que les va a pasar en la vida y no pueden evitar sentir apuro, porque lo humano presenta una variedad excepcional de estados no precisamente amables. Piensan en Haití, en Siria, en el campo de refugiados de Moria.

Entonces cruzan los dedos y a lo mejor formulan mentalmente su propia versión de aquello que decía mi abuela, y mi madre dice, y yo, que uso palabras y hasta sorbo su magia, pero que tengo más fe en el silencio, he empezado a decir con frecuencia: que se conforme dios con esto.


domingo, 12 de abril de 2020

EPI



Ayer vi un mosquitero. Llegó volando raudo y se posó en el muro del parque como si viniera con una intención precisa. Como si posarse a cinco metros de mi balcón fuera su propósito esencial del día. Algunos pájaros están pasando así ahora: frenéticos, como lanzados por una honda, olímpicos. Como mensajes deliberados. También vi un puñado de jilgueros. No los había visto en la ciudad antes. Al mosquitero tampoco. Por mi falta de atención, seguro. No creo que un mes baste para que los animales ocupen nuevos territorios. La curiosidad sí que puede. Es una estrategia irresistible de conquista.

Qué cosita es un mosquitero, no más largo quizás que mi dedo largo. Pensar que en ese cuerpo diminuto se empaquetan un corazón, un hígado, pulmones, buche, molleja, huesos construidos con más aire que materia, y un montón más de maquinitas, me pone al borde de algo. No de las lágrimas, porque llorar no es mi fuerte. Quizás al borde del gemido. Llegó, cantó unas frases y se fue igual de rápido. Un heraldo atareado. Lo que se dicen entre sí los pájaros me cautiva. Aún más imaginar que puedan cantar para sí mismos, por gusto o por aferrarse a una estrofa segura.

Tanta prisa se dio que no tuve tiempo de llevarme a la cara los prismáticos. Un rato por las mañanas monto en el balcón un puesto de vigía. Una silla de director, el libro que esté leyendo, los prismáticos colgados del respaldo, la guía de pájaros. No la he usado todavía. Podría decirse que ésa es mi ancla, mi estrofa segura. Apoyo los pies desnudos contra los barrotes. Se me puede ver desde la calle: plegada en la estrechura de mi espacio como un animal a punto de ser parido, incómoda, acalorada, viva. Los pájaros son una excusa. En realidad me quedo privada por la visión de detalle de los árboles. Escudriño la intimidad de las ramas. Fresno. Ciprés. Olmo. Naranjo. Tan minuciosamente que es como si los estuviera trepando. Todos estamos quizás haciendo listas de lo que haremos cuando el confinamiento sea levantado. Entre los diez primeros puestos de la mía está el subirme a un árbol. Habitar un faro sobre olas verdes, un rato.

O sea, que yo sería una centinela nefasta. Mi capacidad para comprender el panorama general es más bien limitada. Porque me engatusan los detalles. Al principio del encierro pensé, un poco atolondradamente, que tal vez este tiempo empantanado fuera una oportunidad para repensar la vida. Salir al balcón como el que sube a lo alto del mástil y grita tierra, al poco. Eso no está ocurriendo todavía. A veces miro al horizonte y la orilla no aparece. Pero casi todo el tiempo me lo paso deslumbrada con los reflejos cercanos. Cuando el sol ilumina la cresta de las olas es como si el mar sonriera. Desde mi atalaya mínima yo me engancho a las sonrisas escondidas de las cosas.

No me sale una manera más provechosa de superar este trance. No soy capaz de trazar los planos de mi casa venidera. Sólo salgo al balcón y canto mi estrofa segura. Sigo el curso de lo que vuela. Procuro no frustrarme con los sucedáneos de libertad. Un equipo de protección individual compuesto de alas y ramas.

sábado, 4 de abril de 2020

Primer vistazo de la isla



Sólo puedo decir esto, de entrada: la isla en la que hemos encallado es un territorio demasiado extraño como para que podamos entenderlo de un vistazo. Para ello haría falta sacarnos los ojos de antes. Las fábricas que han parado deberían estar manufacturando ojos nuevos, además de respiradores y mascarillas. O los talleres estar reparando el cableado entre cerebro y sentidos.

Es éste, el cerebro, el que quizás se ha quedado obsoleto, y por eso cuesta entender un mundo en el que de repente no hacen falta semáforos: puedes cruzar la calle un poco a lo loco, pero tocar la almohada que compartes con tu pareja ya no es un gesto inocuo. No entiendes el repentino desarrollo de una precisión virtuosa para esquivar la poca gente que encuentras en la calle. Ni que el volumen al que hablan los pájaros urbanos sigan acoplados a un ruido ausente. Ni las autovías desiertas un viernes por la noche, como sendas antiguas hacia un destino del que ya no quedan memoria ni ruinas.

No entiendes una sociedad que impondrá mascarillas como burkas, y que esconderá la manifestaciones menos sutiles de la sonrisa. Habrá que aprender a leerlas en los pliegues de los ojos. No entiendes todavía el abrazo como una forma de libertinaje. ¿Lo imaginas? Un kama sutra entero de sutiles roces. Nos encontraremos furtivamente para tocarnos la piel delicada donde los dedos se unen.

No entiendes la amenaza ubicua porque aún seguimos pensándonos con el viejo paradigma de la invulnerabilidad. Es lo que tiene ser una especie superdepredadora: que la fragilidad recién adquirida se tiñe con los colores del trauma.

Ojos nuevos. Reparación de circuitos. Cuando se entiende poco, resulta tentadora la idea de que, pasado un tiempo, también nosotros seremos otra cosa. Habrá paisajes del mundo antiguo a los que nos apegaremos tercamente: a todos los ecosistemas de la piel y el tacto. Otras novedades sí querremos adoptarlas, con entusiasmo de nuevo rico. Aclimatarnos a ser criaturas pasajeras. Instalar la mortalidad como premisa. Abrazar lo inmediato. Nos arrancaremos al niño mimado del carácter. Querremos no olvidar nunca que la interdependencia no es una idea vaga sino la forma física de la vida.

O puede que cuando la amenaza se aplaque y los números dejen ya de dolernos recuperemos los viejos ojos fatuos y bailemos otros locos años veinte. Puede que sigamos depredando con desenfreno y olvidemos lo que se siente al ser una presa. No somos una especie precisamente sensata.

Puede. Yo, por mi parte, cogí las tijeras de cocina esta semana y me corté el pelo. Hay algún trasquilón que otro, pero no llega a la categoría de desastre. Habitar un territorio nuevo precisa de adaptaciones. Sí quiero creer que la piel es mudable.