domingo, 27 de octubre de 2019

Cuando callar o decir poco no son las mejores opciones



A la hora de expresar, prefiero el silencio sobre cualquier cosa. Las emociones conservan toda su carga nutritiva o destructora cuando no se las calza en frases rígidas; cuando no es preciso traducirlas con palabras. Entonces su energía no se disipa. Por eso confío ante todo en lo callado. En las miradas animales, en los bosques. Aunque supongo que ese silencio es un prejuicio humano. Un búho metido en una caja, a punto de ser liberado, se desgañita en naranja y redondo. Un bosque es un arsenal de conversaciones que se establecen en un rango de percepción al que tenemos acceso. Pero si puedo no hablar, lo prefiero. Utilizo el lenguaje articulado porque la técnica del silencio es compleja y no hemos nacido virtuosos.

Después vienen los monosílabos. ¿No sería ideal que cualquier interacción pudiera resolverse en corto? Comunicarnos como Alejandro Magno con su nudo gordiano: sin desvíos ni objeciones, sin dobleces. ¿Quieres? ¿Entiendes? Y que para contestar no hiciera falta una maraña de condicionales ni peros.

En líneas generales soy una persona de síes. Salvo que tenga que coger un avión o quieras obligarme a una tarea doméstica. Moderadamente afirmativa, si no te respondo con un sí rápido es porque otro sí anterior me lo impide. No en toda ocasión me sale naturalmente. Hay veces en que me fuerzo al sí, porque estar dispuesta a las invitaciones es como ser trasplantada a una maceta más grande: un momento delicado en el que tus raíces pueden quedar expuestas o dañarse, pero que genera espacio. Un sí alineado con tus valores es una yema de crecimiento.

Tampoco abdico de unos cuantos noes fundamentales. Sigo con mis perennes ejemplos vegetales: piensa en un pino. Recuerda el volante de ramas muertas que quedan bajo lo vivo. Y es que no es posible madurar sin renuncias. No: no hablo de lo que no sé. No añado ruido al ruido. No me pliego fácilmente a lo superfluo. No digo que sí cuando quiero no, y viceversa. No cojo el coche si puedo ir andando; no como si no tengo hambre, salvo que haya chocolate por medio. No me entrego a la indiferencia. No ensucio. O al menos eso procuro. Porque no, no le tengo respeto a los absolutos.

Y no, no cederé nunca ante las simplezas. El silencio es un tesoro. Los monosílabos tienen poder para zanjar el guirigay humano. Tan valiosos son, uno y otros, que me duele cuando se pervierten. Cuando el silencio no expresa la emoción pura, sino que es bozal o mordaza. Cuando la complejidad se decapita así, zas, con un par de palabras toscas. Cuando no se dice por cobardía. Cuando del sí acrítico se hace bandera pirata. Cuando noes zafios caen como obuses.



A primera vista, yo elegiría lo tachado.


Entonces sí. Entonces hay que callar y respirar profundamente. Y no tardar mucho en repartir noes bien firmes: no tienes derecho a negar la evidencia; no se perdona semejante altivez; no se te dispensa salvoconducto de individualidad. Después hablar, hablar hasta que la lengua y los dedos se nos gasten, darle voz a lo que, en términos humanos, no sabe hacer ruido, trenzar en palabras cada tenue hebra de la realidad. Y a la espera de que algo cale, abrir unos buenos ojos de búho, aprender idiomas inaccesibles, añadir tu sí al indomable sí de la vida y, diciéndolo todo, callar.

domingo, 20 de octubre de 2019

Mejor que contar ovejas


Sigo poniéndome al día contigo. Soy como uno de esos conocidos que te encuentras en la calle y se toman tu qué tal al pie de la ele, y no como una fórmula de urbanidad. Qué tal, y eres informado en abundancia sobre uñeros, desavenencias con los compañeros de oficina, huelgas de flora intestinal, cambios de armario.

Pregúntamelo. Qué tal.

Y cuando ya sabes que mi estructura física ha revelado por fin que donde tenía que haber cemento hay chicle, y viceversa, te cuento que estoy en proceso de hacer las paces. Con el dormir. Pero también con la vigilia. Porque en la vida real no hay Suizas. No hay territorios que mantengan mucho tiempo un estado neutral. Leí hace poco en este curioso libro que el sueño y la vigilia no tienen fronteras rígidas: que apenas estamos nunca dormidos del todo, pero tampoco del todo despiertos. Así que lo que pasa de noche se instila en el día. Añadir y viceversa ahora me sonroja por su obviedad.

El caso es que duermo mal a ratos, por culpa, creo, de esa hormona resentida que es la progesterona. O duermo poco. O poco y mal. Pero sobre todo poco. A veces me veo varada en la cama esperando a que suene el despertador con impaciencia de amante. Suele sonar a las 6:15. Podría levantarme y entrenar, o escribir un libro, o cocinar para toda la semana en esas horas de nadie. Pero servidora no es un unicornio ni una persona altamente efectiva. Cuando no duermo practico todas las variantes del decúbito y desbarato las sábanas. Antes encallaba en los por qué, y no sabía evitar entrarle al trapo a mi marrullera mente. Ahora procuro enfocar mi difusa atención, yonqui del modo alerta, en inventar y mantener mantras.

Ejemplo. Inhalo: pienso acepto. Exhalo: no retengo. Venga, hazlo conmigo, es preescolar de budismo. 1, 2, 3, a-cep-to. 4, 5, 6, 7, no-re-ten-go. Acepto estar despierta a las 4:30. No retengo la comodidad que acarrea la inconsciencia. Acepto que mi mente, advirtiéndome como una madre neurótica del menor peligro, real o imaginario, sólo intenta protegerme, y que esa es su función evolutiva. No retengo los pensamientos que en ella se proyectan. Acepto la rareza de la noche. No retengo el día, con su amparo. Acepto el deterioro y el desorden. No retengo aquello que me hace sentir segura y a gusto. Acepto no ser más. No retengo el tiempo escaso. Acepto la vida con todo su desgarro y su gloria. No me quedo ni una burbuja de oxígeno en los pulmones, no retengo la vida ni sus regalos.


Algo así. El bendito de mi colaborador acepta el agua sin retenerla.


Es una treta, claro, porque a esas horas el crecimiento personal me trae al pairo: me entrego mejor al ritmo del mantra que al contar de ovejas. A veces funciona y me amodorro, a veces suena el despertador y me dice hey, nena, y yo le echo los brazos al cuello con alivio. Pero quiero creer que algo ha cambiado ya en el cableado de mi cerebro.

Acepto el aire viciado y la falta de espacio. No retengo el milagro de la luz en la hoja de los árboles. Acepto el animal no del todo despierto que soy. Procuro ya no retenerme: la imagen que tengo de mí, la belleza fugaz que me atraviesa, el amor sistémico que siento.

domingo, 13 de octubre de 2019

Mi espalda maestra



Parece que he perdido el hábito del impudor, en estos ocho meses. Será uno de esos cambios. Antes no habría tenido reparo alguno en contarte que buena parte de este tiempo me lo he pasado con dolores en la latitud farragosa de mis caderas. Acostumbrada a la lógica infantil del lloro, luego me abrazan, no me acordaría de que en realidad soy una criatura tímida. Me habría quejado, claro. Ahora me cuesta. Es como si hubiera empezado a replegarme, por oposición a la ley de exhibición universal vigente. ¿Te duele? Bueno, y quién le importa. Bienvenida al club de los adultos, chica.

Pero precisamente porque parece que sólo ahora me he dado de bruces contra el hecho de que soy un animal maduro, me atrevo a sumar mi daño al tuyo en voz alta. El dolor es nuestra patria común, digamos que el idioma de uno de nuestros padres. Y yo estoy aprendiendo a hablarlo con propiedad, con todas sus sutiles declinaciones y sus floridos adverbios. Si lo escuchas atentamente, el dolor sabe decir más cosas aparte del lamento. Comparto contigo lo que me cuenta el mío, por si acaso el que a ti te ha tocado se pasa de discreto.

Yo pensaba que mi dolor era así, como yo, un buen chico. Pero resulta que más que cohibido, es pasivo – agresivo. Acostumbra a decirme tú tranquila, haz tu vida como a ti gusta, yo no estoy aquí, no me atiendas, levanta si quieres el doble de tu peso desde el suelo, sigue adelante, aprieta, exprímete. Así, con voz meliflua, aceptando civilizadamente que acate sus dictados, hasta que revienta: me parte por la mitad y me obliga a que, por encima de todos mis empeños, le haga caso.

Y entonces es como el esclavo al oído del césar, recordándome que soy mortal.

Mi dolor me humilla, o me enseña lecciones de humildad, como prefieras. Las dos palabras comparten la misma raíz semántica. Como humanidad. Tal vez uno no tenga derecho a considerarse plenamente humano hasta que no se hace consciente de sus límites: hasta que no es capaz de reconocer “ hasta aquí llegan mis capacidades, hasta aquí llegan mis días”.

El dolor me informa de que, por mucho que mi mecánica mental lo niegue, soy materia. Sometida a las leyes físicas, antes que a las de la voluntad o las del parloteo interno. Mi carne reclama su posición jerárquica y se impone a mis pensamientos: lo que soy contra lo que creo ser. Soy músculo tenso, patrón de movimiento enquistado, correciones dudosas, hueso leve, desvíos de fuerzas, meandros que se terminan estrangulando. Un desperdicio de energía cuando ando, una adaptación tortuosa.


    Mi zona cero (Parece que mi pudor es historia)

En cambio mi mente prefiere decirme que el dolor es mi responsabilidad y hasta mi culpa. Que ahí, en esa posición central de mi cuerpo que apenas advierto, por no quedar a la vista, se enquistan todas mis ganas y mis planes abortados. Los paisajes que aparco, los valores vividos a medias, la furia mitigada, el ego herido, los olvidos cotidianos.

Pero el dolor me dice compasivo que esa responsabilidad que me atribuyo es una forma de arrogancia. Que está ahí porque en mi cuerpo se dan condiciones de tormenta perfecta. Cuántos países estratégicos por ahí, capitales cuyo nombre nunca recuerdas, conflictos larvados que de pronto estallan. Tobillo movedizo, pisada prona, pie plano, rodilla valga, culo de pato. Psoas tirante, cuádriceps despótico, indolencia glútea.

Eso último me hace especial gracia. Ah, el culo: mi estigma y mi medalla, mi cátedra. Si me conoces en persona, sabes de lo que hablo. Si no, te lo imaginas. Y sin embargo, mi sobresaliente culo no hace como debe su trabajo. Mi dolor me devuelve a lo que ya creía superado: soy como un bebé excesivo, ahora. Reaprendo a moverme y, antes, a despertar a mi carne. He ahí otra lección: el dolor me ha llevado de la mano a preguntarme cuántos de mis grandes territorios no andarán todavía en estado virgen, si me quedarán aún virtudes durmientes. Intuyo que esa es una de las oscuras razones de que haya vuelto a publicar lo que escribo. Mi conciencia, como mi culo, ha de ganarse su buen espacio.

Ayer salí por la tarde a la calle de verano coagulado y me comí un pastel rebosante de harinas refinadas y azúcares pecaminosos y veneno. Y después di un largo paseo por el camino que los granadinos usan para quitarse malas conciencias al respecto de sus cuerpos. Llegué a mi casa molida, porque andar es el manantial de mis daños. Pero gracias a que vivir duele, voy aceptando ya que no hay acto sin cargas, ni placer sin impuestos. Esa es la lección que más aprecio: ya no me protejo tanto. Ando hasta que pueda. Me duele. Soy como un árbol: tengo algunas ramas secas y otras que todavía brotan. Fue una tarde perfecta. Sigo andando.

domingo, 6 de octubre de 2019

Estoy


¿Se avisa con antelación para no pillar a nadie desprevenido o para que, en el mejor de tus cuentos de la lechera, se te prepare una fiesta? ¿Haces aspavientos desde lejos? ¿Una entrada gradual y cautivadora como la del personaje de Omar Shariff en Lawrence de Arabia?

¿O te vuelves a colocar discretamente en el punto de partida? Disimulando, corriendo un tupido velo sobre tu ausencia. Continúas la frase que se quedó a medias, rellenando con cara inocente unos puntos suspensivos kilómetricos.

Mi madre me ha contado alguna vez que tras dar a luz a mi hermana, se moría de impaciencia por volver a ver a la niña de apenas un año que había dejado en casa. Y que yo, torponcilla y quiero imaginar que sonriendo por dentro, no le hice mucho caso. Como si el cambio en la familia no fuera el sigiloso drama que disecccionan los tratados sobre la infancia. Como si una madre que de pronto se ausenta no trastocase tu diminuto planeta para siempre.

¿Te arriesgas a volver, entonces, conciente de que lo más probable es que nadie te espere como a ti te gustaría que te esperasen?

Te arriesgas. Porque la madurez es el proceso de aceptar la propia insignificancia. Estoy convencida de que la atención ajena es la más poderosa sustancia psicoactiva. Por ser percibida, tomada en consideración, querida, la gente es capaz de llegar al crimen o a la servidumbre. Reconocer que eres anodina y pequeña, y que el mundo sigue girando se escuche o no tu voz, estés o no estés presente, te da la paradójica opción de crecer. Y creo que eso es lo más ambicioso a lo que puede optarse, seas humano o casi árbol.

Me arriesgo. También quizás porque en realidad volver es imposible. Mi mente ávida de estabilidad me engatusa informándome de que ni tú ni yo, ni la tierra o el cielo que nos sostienen, hemos cambiado mucho en este tiempo. Pero lo hacemos. Por ejemplo: me van brotando dolores y yo les hago hueco a la vez que los combato. Lo digital cambia día a día mi cerebro. Estoy expuesta a demasiado: demasiada información, demasiadas imágenes, demasiadas mercancías, demasiado. Me cuesta cada vez más seguir el ritmo apurado de esta era. Algunas de mis convicciones se han reforzado, otras se van disipando. Últimamente, en lo colectivo, me asusta menos la maldad que la indiferencia. No tengo nada nuevo que decir, pero lo hago.

Y así, preñada de silencio, se me han pasado ocho meses. Es posible que esté a punto de parir algo y de volver a casa. Sigo sonriendo por dentro. ¿Me esperarás, aunque no me hagas mucho caso?