Más sobre la probabilidad cotidiana del
desastre.
Reconozcamos que cuelga sobre nuestras cabezas con más
gracia que nuestro pelo ingobernable. Hace equilibrios como un libro
sobre la coronilla de la aprendiz de modelo. ¿Pesimista me hallo? En
absoluto. No hago más que deducir perogrulladas del discurrir de los
días más normales. Eso a mí me ayuda a rectificar la costumbre de
estar viva. Cada vez que juego al ajedrez con mi precariedad, y la
reina negra muerde el polvo del tablero, a mí me dan ganas de cantar
aleluyas. La fragilidad es un arma que las religiones han sabido
explotar. Hoy me paseo por las segundas rebajas de las obviedades.
Esto viene a cuento del coche oficial. No
debería publicarlo, porque luego mi mamá padece al leerme, pero de
repente, en plena circunvalación demencial de Granada, donde las
salidas se funden graciosamente con las entradas, el coche se para.
Pum. Muerto. Apenas con el aviso de un par de tirones discretos que,
si hubieran sido síntomas de un infarto, no habrían alarmado ni al
más hipocondríaco. Con una viveza poco acorde con la hora de siesta
a que empezamos la jornada de tarde, mi compañero logra conducir el
marmolillo metálico hasta el arcén. Que es estrecho como bigote
preadolescente. El ictus de nuestra máquina nos ha colocado justo en
una de esas salidas por las que la ciudad se desangra a las tres de
la tarde. Y sólo ha pasado media hora de esta. Somos un trombo en
una pierna, un tronco caído en el desagüe de una tormenta.
Y así es como se percibe cuando estás
parado junto a la corriente: remolinos de coches pasando a tu vera a
una velocidad pornográfica, coches frenando a menos metros de tu
espalda de lo que una mente yonqui de lo seguro se atrevería a
calibrar. Nuestro congénito mundo sobre ruedas se convierte en una
cosa marciana. Como podemos nos refugiamos entre el parapeto del
coche y el murete de cemento que ciñe la carretera. Queremos creer
que el chaleco amarillo es una prenda mágica que nos asegura la
invulnerabilidad. Hacemos chistes en espera de que aparezca la grúa.
Estar vivo es una rutina muy gorda. Eludir con alegría la
verosimilitud de la muerte, nuestra cabezonería más terca. Hemos
disipado la ansiedad hacia asuntos tan secundarios que apenas si
reconocemos el peligro real.
Y, sin embargo, tú y yo sabemos que
cualquiera de esos coches podría llevarnos puestos al mínimo paso
en falso que diéramos. Hay gente hambrienta en el vientre de cada
uno de ellos. Gente que esta mañana, o esta noche, le dio zarpazos
al despertador allá por las cinco. Gente que es al desvío hacia su
ciudad dormitorio lo que Rodrigo de Triana a la costa de América.
Piezas de un engranaje mecánico fabricadas con carne y bostezos. Y
cualquiera de ellos podría convertirse, por arte del despiste, en la
persona más decisiva de nuestra vida. Más que los amores y los
parientes, los maestros y los gurús. La experiencia de cada uno le
debe más derechos de autor a creadores anónimos de los que estamos
dispuestos a pagar.
Y comprender esto de nuevo, darte de
bruces con el obtuso poder que tienen los otros sin nombre, y que tú
tienes respecto a ellos, asusta, claro, e inquieta terriblemente
hasta que te olvidas a los pocos segundos. Pero también es una
especie de acto intrincado de amor. Un reconocimiento del papel
crucial de la segunda y la tercera persona sobre nuestro devenir tan
autocomplaciente. Y un deslumbramiento que se renueva mil veces: la
vida es un hecho pura y milagrosamente circunstancial.