A veces juego a una cosa cuando me
aburro. En realidad, no, casi nunca me aburro: con la adolescencia
dejé atrás el dudoso talento de sentir fastidio hacia el mundo.
Simplemente, me distraigo de lo que estoy haciendo con adivinanzas
respecto a lo que veo. Qué pasaría si esta cuarentona de mechas
rubias y el chico con demasiado calzoncillo al aire que está a punto
de cruzarse con ella se dieran a un affaire sin mediación de
palabras. Si colocáramos al quiosquero que nunca devuelve el buenos
días en una calle de Kinshasa, con los bolsillos vacíos y sin
diccionario.
A veces me da un poco de remordimiento.
No por usar a estas buenas personas como a muñequitos de Playmobil,
sino porque al maquinar tramas paralelas seguro que voy perdiendo puntada de
la historia alucinante que la realidad por sí misma narra. Otras
veces me siento presumida y magnánima: miro la espalda de
la cuarentona que taconea delante de mí por la calle Mesones y
telepáticamente le digo si tú supieras lo que estás viviendo
ahora mismo en mi cabeza.
El juego al que me refería prefiero
practicarlo en el gimnasio. Consiste en manipular el tiempo vital del
cuerpo que en cada momento elijo. Qué efecto tendrán cincuenta años
sobre esta espalda aguerrida, este cuello de estatua, esta cara bonita. En el
gimnasio tengo material de sobra para mi experimento imaginario;
tengo un tiempo sin mucho apremio entre clase y clase; tengo
compasión hacia toda esa cantidad de carne. Hay una representación
de todas las edades. Y una negación candorosa y terca del paso del
tiempo. Me gusta de manera casi perversa introducir ese elemento en
una foto fija que huele a sudor y autoconfianza.
Miro los muslos sin tacha de esta que aún
no ha cumplido los veinte y los deformo con la curvatura
característica que lleva a las viejas a adoptar un paso de paloma
bamboleante. El edificio muscular del monitor de sala se derrumba
tras semejante chute de años: los hombros se cargan, el abdomen se comba,
su modo de andar de león recién desayunado pierde todo su aplomo. Donde
ahora hay una melena brillante pongo un casco de pelo ahuecado y de
color raro. Donde hay una mandíbula en ángulo recto, un pegote de
plastilina. Donde hay fuerza, tembleque. Donde agilidad, torpor.
Donde está mi cara guasona, la de mi abuela airada por la demencia.
Para ser justa también hago la operación
contraria, y quito años a los que ya no van a cumplir otros
cincuenta. Enderezco, pongo carne o la quito, redibujo, aliso. La
chica que acabo de marchitar y la vieja que rejuvece convergen en
algún punto de mi escala temporal. Podrían ser la misma, y
ninguna de las dos lo creería.