viernes, 30 de junio de 2017

Lo incombustible


He oído unas cuantas veces que los dos primeros años de vida son la clave. Cuando los pilares de tu personalidad fraguan. Cuando todas tus respuestas futuras se van esbozando. Si entonces te empapan en amor, devolverás amor cuando te toque. Si te dañan seriamente ya no hay manera de arreglarlo. Si a tu alimentación emocional le falta algún nutriente, el resto de tu biografía será un continuo echar de menos algo. Tus dos primeros años son tu semilla y tu potencia, tu marco y tu límite, tu sumario. Es profundamente injusto. Tu meollo pertenece a un tiempo mítico. Estabas ahí sin percatarte, absorbiendo influencias que no podías controlar, como un hongo. Si fue en lo profundo del bosque o en una cuneta poco importa: no pudiste elegir, no podrás corregirlo. Quizás la experiencia te haga lo bastante consciente como para surfearlo.

Hace un par de días Doñana me dolía en lo profundo y, de entre mis libros durmientes, saqué uno que la aborda. Vanamente, a mi entender, porque hay lugares que son mucho más que la suma de sus partes. Pero a veces las palabras acuden a las heridas como si fueran plaquetas. Y cuando a mí me dan bocados, con libros es como intento rellenar la carne que me quitan. En las páginas de éste encontré, después de muchos años sin verla, una foto.




Ese animalito tiene ahí menos de dos años. Es todavía una esponja afectiva, una criatura porosa. Una habitación con mucho espacio por amueblar y apenas un par de cosas básicas que la hacen mínimamente habitable. Quizás el pilar maestro de su personalidad ya ha fraguado. Quizás en ese momento exacto. La luz de la tarde empieza a acaramelarse, las sombras se están alargando, al agua del barreño le queda poco para ponerse fría o todo lo contrario. Pero la mano derecha se ve movida: se sigue agitando a pesar de que el suelo está ya todo salpicado. Es claramente un cuadro de alegría. Efímera tal vez, pero inquebrantable. Está ahí desde el principio, en el sumario. Es meollo, marco, potencia. La letra capital de las respuestas por venir ya ha sido escrita. La luz declina, la novedad se pasa, el día se acaba. La alegría perdura: no hay manera de corregirla.

Luego los golpes remotos se van acumulando, uno después de otro de otro de otro, hasta que el corazón se satura. No te rozan la piel, no involucran a tu cuerpo o al de tus íntimos, no son tuyos, estrictamente. Familias atravesadas por una ola de fuego, chanclas de playa mezcladas para siempre con la carne. Islas verdes en un océano de ceniza, animales náufragos. Esa gente tumbada en las costas del Mediterráneo, con una manta por encima en vez de toalla por debajo. Los cuerpos que el mar ni siquiera ha vomitado. Mujeres con miedo, glaciares y bosques que declinan, kamikazes. La cuenta atrás de las riquezas del planeta. El calor nocturno como represalia. Todo está lejos, todo duele. Te conectas a la realidad y te marchitas. Después te duermes y hasta en sueños hueles a quemado.

Y al día siguiente te levantas con agujetas. Porque al fin y al cabo, y que se dén por agradecidos la suerte o el karma, el dolor no forma parte de tu entrenamiento cotidiano. Al acopio de pena se le une una especie de cansancio. Una inquietud de no saber si te está doliendo como debe. Si la tristeza es realmente honesta o una respuesta diplomática de la fábrica donde las ideas se articulan. 

Porque es verdad que no hay remedio. Los dos primeros años son clave, y a pesar del fuego, mi alegría incombustible perdura.

domingo, 25 de junio de 2017

La verdad del corcho


Si les preguntas si les gusta su trabajo, probablemente te miren como un filósofo estoico a un veinteañero americano. No todos son hombres viejos, pero su brega sí que es de otra época. También su modo de entenderla. Piensa en lo que te hubiera respondido tu abuelo, el arriero, el que abría pozos, el hortelano: niña, la faena es la faena. Ellos tenían pocos más recursos que su fuerza muscular y su maña. Bajo el sol totalitario de julio, sobre el suelo helado. Cuando la puerilidad se hizo norma social, ellos ya tenían las manos llenas de callos. El trabajo está para comprarse la vida, no para realizarnos.

Tampoco los corcheros tienen mucho más que eso: una pericia antigua, herramientas sin más motor que el corazón dentro del pecho. Hacha, mulo, escalera: para arrancarle el corcho a los árboles sólo hacen falta máquinas de sangre. Es un diálogo de tú a tú entre el cuerpo vegetal y el del humano, una cita fogosa entre sudor y savia. Pregúntales y te mirarán con ojos tolerantes. Probablemente te respondan que prefieren esto a estar encerrados en un banco.

Con ellos no hablaría de belleza, por supuesto, por respeto a su cansancio. Pero si has sentido alguna vez el paso de los corcheros por el monte, su huella estética no se borra. Del oído, de la vista, de la piel, del olfato. Su presencia se propaga más allá del árbol sobre el que se encaraman. Suenan las hachas desde lejos, el idioma privado de un arriero al que todavía no distingues, pero que ya te está rozando con su mano de otro siglo. Vestida con ropa bien estudiada, oliendo a coche todavía, de pronto se te permite ser testigo de una antigua ceremonia. Luego te acercas: chispas de luz entre la hojarasca, el calor brutal como un bautismo, la desnudez palpitante y salmón de los troncos, el maravilloso olor íntimo de los árboles. Todo eso te impregna y te traspasa. No vas a olvidarte nunca de la verdad que, al menos esta vez, has contemplado. 

La imagen puede contener: árbol, planta, cielo, exterior y naturaleza
Me precio con infinito orgullo de que este fotógrafo sea mi amigo
 

Porque el descorche es la verdad de los alcornocales. Y como toda verdad que se precie, no es exactamente benévola. El hacha es la madre del paisaje, la responsable de su fuerza y sus debilidades. Dicen que si no se le hubiera encontrado un rendimiento económico al corcho, estos bosques serían ya carbón o astillas. Dicen que el hombre señaló al alcornoque con su mejor dedo y convirtió un monte diverso en un monocultivo. Dicen que escamotear a los árboles su capa protectora los vuelve vulnerables como individuos, y que primar una sola especie sobre el resto vulnera las sociedades naturales. Conclusión: el descorche es un sí y es un no, creador y agente de exterminio.

Una verdad como la del oxígeno: lo necesitas para vivir, pero a la larga acaba contigo. Una verdad bella y cruel, igual que la que te mantiene en pie, todavía. Guardo la verdad del corcho en mi corazón, a la espera de que una nueva la sustituya.


martes, 20 de junio de 2017

Luz calcinada

 
Conozco carreteras como esa. Rodé por ellas unas cuantas veces, rectas sin fin ni ambigüedades, como el futuro ante los ojos de un niño. Obviamente siempre llevaban a algún sitio; ensartaban pequeñas ciudades somnolientas, sin humos históricos o industriales, pobladas por una extraña raza de humanos que hablaban sólo lo justo. A veces hacíamos un alto para comprar un pastel asombrosamente rico, mear en alguna parte, asistir a un curso acelerado de luz y silencio. La luz: ese truco del aire imposible de olvidar, inexplicable. No había manera de adivinar la receta, la dosificación exacta de transparencia y densidad. ¿Era el mar sentido como una corazonada, al final de cada aldea? ¿Eran los vientos barriendo las células muertas de la tierra? ¿Era todo aquel silencio? Fuera lo que fuera, no podías comprenderlo: cómo cada color se presentaba en su forma saturada, sin que el resultado fuera estridente; por qué esa claridad como del otro lado del túnel que, sin embargo, no hería ni deslumbraba. Una luz que era puro alimento.

Y que lograba imponerse a la ruina del paisaje. A ambos lados de la carretera te acosaban eucaliptos lúgubres, una pantalla de pinos altos y apretados de aspecto tan mortecino que apenas si resultaban amenazantes. Desde luego la maniobra de encubrimiento no funcionaba. La calamidad ecológica era patente: el corazón te daba un diplomático brinco de susto e inmediatamente se recuperaba. Era la luz, más resistente que el desastre, o era el mismo corazón, que entonces se reventaba a hacer horas extra por las que nunca exigía un pago.

Rodábamos, nos comíamos los kilómetros, meciéndonos en la amistad como en una hamaca colgante, hablando si nos apetecía. Estábamos siempre cerca de algo. O conducía yo sola, cada vez más lejos de un espejismo amoroso que se terminó revelando desierto; distanciándome metro a metro de quien había sido yo hasta entonces, intuyendo que la decepción a veces es un fuego que arrasa para que luego prosperen otras especies. La carretera sin fin era una forma de esperanza. Aquella luz, expresión electromagnética de la serenidad, lograba sobrevivir al desastre.

Ese era mi recuerdo y confié en que sería así para siempre. Lo guardaba como un souvenir precioso. Pero la luz era como un epílogo. Algo puesto al final de un continente y de una larga historia de crímenes. La muerte estaba ya ahí, a un paso de los arcenes, antes de que el fuego los devorase. Árbol tras árbol, el paisaje portugués fue asesinado sin remedio y sustituido por una masa forestal zombi. Estaba ahí latente, esperaba, loca por rematar la calamidad con un final de órdago. Acordarse de Dante es un recurso tan sobado.

¿Y ahora? ¿Qué queda cuando la misma luz se quema? ¿Resistirá en el suelo alguna semilla de cordura? ¿Es posible que alguna especie prospere tras el infierno definitivo? 
 

viernes, 16 de junio de 2017

O.K.


Cuesta. No sabes cuánto cuesta esto. Darle la espalda a un mundo que se desvive por abrazarte. Obviar la playa suave de las siete de la tarde. Resistirse a las sirenas y las serpientes contenidas en los libros. Retar a la gata Nico a ver quién mantiene los ojos abiertos durante más tiempo. Respirar. Ni más ni menos. Aire fresco y húmedo que huele a flores, mar y perro. Con la nariz. Con todos los poros de la piel dispuestos. Lo suspendo todo, y como el sheriff que cumple con su deber y sale de la amable sombra doméstica al desierto, me dirijo a mi particular duelo con las palabras. No me preguntes por qué. Las palabras son poco fiables, desconocen los códigos de honor y a veces disparan por la espalda. Las espero en mi particular O.K. Corral. Cuesta. No sabes cuánto cuesta no hacerlo.

Cada vez me tienta más la idea de dejarlo. Sin derrotismo. Sin asomo de drama. Siento como si ya hubiera escrito todo lo que me tocaba. Al comenzar este periplo leí en algún sitio, y me adherí a ello con cierto fanatismo, que había una fuente de temas sobre los que hablar que nunca jamás podría secarse. Ya no lo tengo tan claro. ¿Y si resultara que cada uno tiene su cuota propia? Una porción limitada del espectro electromagnético que puede absorber y ser reflejada. Yo ya he cantado mi luz particular de mil formas. La alegría a contracorriente y la delicadeza escondida. ¿Puedo seguir emitiendo mi color verde sin cansar?

Y como si le hiciera esas preguntas a un oráculo secreto, y el oráculo usara los libros para contestarme, en el que estoy leyendo (absorbente, tejido sobre la trama de una inusual bondad) encuentro esto: "Contempla la oportunidad, lo instaba el Eclesiastés. No ignores nada, sea grande o pequeño." He ahí la orden que me obliga a escaparme de los abrazos. Por eso salgo a la intemperie de las cosas que quieren ser dichas. La escritura es cazamariposas, laca fijadora, lupa. Tengo esta oportunidad, este ramillete de ahoras. Tengo delante un rebaño de cosas grandes y pequeñas que pastorear. Si no lo hiciera se me perderían por ahí, se las comerían los lobos - la poca atención, el olvido -, se harían al monte y se volverían tímidas.

Lo grande y lo pequeño. Cuando atiendes, las clasificaciones por tamaño se vuelven triviales. El aire está saturado de mar en este rincón de Andalucía y mi cuerpo lo nota. Cuando hago deporte mi sudor cae al suelo sin pausa, como si me hubiera dejado un grifo abierto. ¿Mi sudor es grande o pequeño? Este diálogo mudo con la atmósfera. ¿Y una luciérnaga? Anoche vi la primera de mi vida, disimulada coqueta e inútilmente en un montón de residuos vegetales que mi padre acumula bajo un pino. Su abdomen ardía con una luz de aurora boreal, ninfa o duende, deseo físico. La saqué de entre la broza con la cucharilla del yogur que estaba comiendo y observé su extravagancia. ¿Grande o pequeña? ¿Y mi asombro?


Unas se maquillan. Otras se ponen las estrellas en sus partes.


Ahora sí, pregúntame por qué. Le doy la espalda a lo que para mí es más fácil para encapsular en tres palabras torpes esa luz que parece de otro mundo y que, bendita sea, es de aquí. Voy siempre en pos de lo tímido. Sigo escribiendo para no ignorar.
 

lunes, 12 de junio de 2017

Contra el parásito


Se propaga como llamas por el pasto crujiente, como una enfermedad infecciosa. Te roza apenas y permanece en ti latente, hasta que ya no hay tiempo para remedios. Te socava, tan sigiloso, abriendo galerías en tu ímpetu. Te seca, te vacía, te vuelve opaco. ¿Has visto los corales muertos, los tristes esqueletos blanqueados? El desaliento es tu particular cambio climático.

Es también un correveidile, que siembra cizaña por donde pasa. Se burla de tu antiguo brío. Te vuelve contra lo mejor de ti mismo. Ridiculiza tus ilusiones de antes. Te indispone contra la esperanza. Pecados de juventud, las llama. Emociones que hay que tratar con herbicida, para que el corazón no se desgaste. Te hace entender que llegada cierta edad, seguir creyendo es tan bochornoso como un rostro congelado con bótox.

Madura, te exhorta. Ya no eres un muchacho como para estar derrochando energía. Por mucho que te empeñes no vas a corregir el curso del mundo. La gente no cambia. La naturaleza no tiene arreglo. El poder todo lo devora. ¿No ves ese cristal contra el que te estampas una y otra vez, pajarillo? Quédate como estás: en esta habitación aún queda oxígeno. Vuélvete hacia tus cosas. No des más de lo que se te exige. Limítate a cumplir con el mínimo. Levantarse cada día y poner buena cara ya es bastante. Acostarte sin heridas ni preguntas. No intentes arreglar los aparatos defectuosos por tu cuenta. Ya sabes lo que pasa: siempre hay piezas que sobran.

El desaliento te dirá que sólo intenta protegerte. Sabe usar el arma de la comodidad como gancho. Te susurrará que la vida es una suma de inercias fijas. No puedes parar un río con la mano. No puedes esforzarte sin descanso. Te advertirá que no intentes forzar alianzas. Lógico: la pasión ajena se contagia; apatía y estímulos son enemigos. Te convencerá de que la causa común es un mito. Los recursos del planeta son limitados, y el bienestar que deseas para ti mismo no puede ser compartido y permanecer a la vez intacto. Rescatará de lo profundo, lo codicioso, el anhelo de ser hijo único.

Ahí está el parásito, insaciable en mi entorno. Aquí estoy yo, resistiendo todavía. Debo de ser como una de esas prostitutas de Gambia inmunes al SIDA. Créeme, no me estoy pavoneando. No me jacto de fuerza, sino todo lo contrario. Siempre he tenido huecos en mí como para que el curso del mundo me atraviese sin causar demasiada avería. Más que belicosa, soy adaptable. Te admiro por cada vez que le plantasta cara a un sistema que engorda con la inoperancia. En cierto modo soy la custodia de tu parte luchadora, ahora que el desaliento la embiste. Pero escucha, no voy a permitir que esa chispa prenda en mi pasto. No creo que puedas infectarme. A lo mejor es una cuestión metabólica: a unos les sienta mejor el pan que la carne. Otros son capaces de compaginar claridad y risa. Mi fe no mueve montañas pero al menos a mí me sostiene. Mi fe en que, le pese a quien le pese, debo dar lo mejor de mí misma para superar el mínimo exigible. 
 

jueves, 8 de junio de 2017

Reprogramando

 
Juguemos a una cosa. Contempla esta imagen. No, no sigas leyendo para ver de qué va esto. Tú contempla, y antes de volver a mí, verbaliza con tu garganta o en tu mente la primera palabra que te venga a la cabeza. La primera. ¿Puedes detectarla, disimulada entre la hojarasca de las respuestas consideradas? ¿Eres todavía capaz de reaccionar de manera animal, automática? ¿De percibir el reflejo previo a lo que de ti se espera? ¿Crees que la palabra correcta es, mmm, belleza? ¿Comunión, quizás? ¿Origen? ¿De verdad? ¿Crees en serio que hay una respuesta correcta?

Pues no la hay. El afán de corrección forma parte de un programa. Básico para la convivencia social, por cierto. Pero aquí estamos tú y yo solos. De cerebro a cerebro. O ni siquiera. En el momento en que me leas yo ya estaré lejos. Haciendo sentadillas, bailando, sudando en el sofá. Tu cerebro y mi eco, entonces. Cómo va a hacernos daño un poco de espontaneidad. Diarrea. Eso es lo primero que he pensado. Diarrea. Y tras un lapsus de elaboración de mí misma, intimidad. ¿Te das cuenta? La respuesta inmediata casi siempre es tosca. Pero ahí está, loca por decir sus verdades. En mi caso, que percibo el virus antes que la pureza. Antes que lo estético, el daño. Antes que el crepúsculo veo el prejuicio. 

Un hombre bebiendo, posiblemente desnudo, posiblemente negro. Un río y un día moribundo. La orilla se desdibuja: el contexto humano. Por un momento no hay pasado, no hay futuro, no hay lastres ni raíces. Tan sólo formas básicas: sol, agua, silueta. ¿Acaso no has vivido tú un momento parecido? En la playa, cuando no es de ni de día ni de noche. El tiempo de pronto no te atañe, ni tu lugar en el mundo, tu nombre o tu historia. Eres parte de eso, eres ni más ni menos que eso: luz que no hiere y agua. Estás entregado a lo primordial. Eres pura materia prima y, si quisieras, podrías ser cualquier cosa. Pero ese momento es lo contrario del deseo. No necesitas más de lo que tienes. Belleza. Comunión con el origen. Un pedazo en bruto de intimidad.

Escribo y así mi primera respuesta se ahoga. Escribo para ser quien quiero y no lo que he aprendido. Vi un río en la palma de una mano negra, y dije contaminación, porque estoy programada para que el edén me resulte inconcebible. Antes que en la comunión se me educó en el miedo. En la prevención del peligro antes que en la entrega. Escribo para rehacerme, para fabricar, aunque parezca paradójico, una nueva espontaneidad, más limpia, más libre de prejuicios. Elaboro para ser cada vez más simple. Para ver agua donde sólo hay agua. Para convertir en instinto la intimidad

sábado, 3 de junio de 2017

El futuro al acecho (22)


Hay un hombre por venir al que la guerra sí ha cambiado. He ahí dos lugares comunes, saboteando lo que podría haber sido una buena frase.

El aire del museo de Auckland es un corsé que le aprieta a Betty en las costillas. Rodeada de pliegos botánicos y fósiles, aguarda un futuro que remolonea y que, oh, lugar común, imagina en forma masculina. No anda desencaminada, porque al fin y al cabo Betty no es todavía el personaje excepcional que esta historia también espera. No es ese modelo de mujer fundadora, una de esas especies que rehúye empecinadamente la sombra. Betty, que ha leído a Shakespeare, se aplica con ironía un pasaje de Enrique IV: “Obra en nuestro poder la semilla del helecho, y somos invisibles al caminar”. Ella podría explicarle a cualquiera el contexto folclórico de estos versos. Sí, quizás los saque a relucir en la próxima visita. De esa forma los niños no olvidarán que los helechos no tienen flores porque surgieron mucho antes de que la naturaleza se inventara esa despampanante trampa erótica. Les contará que se reproducen de un modo tan sigiloso que, en los tiempos en que la ciencia aún no había suplantado a la leyenda, se creía que sus semillas invisibles otorgaban el don de la invisibilidad. Después dirá que los helechos no tienen semillas sino otra cosa y, mientras lo diga, sentirá en la boca un sabor amargo, como de masticar helechos, recordando al profesor Holloway. Él la inició en esos secretos. Betty siempre estuvo medio escondida, pero dejar de verle, en su clase, en su iglesia, fue como tragarse esporas. Ahora se pregunta si llegará algún otro que sepa verla.

Llegará; pronto, Betty, te verá y marcará tu rumbo igual que Holloway, y con esos dos rumbos ajenos, los helechos, la compañía, construirás tu historia única. Pero el futuro es todavía una perturbación leve que se va gestando en otros lugares del planeta.

En Montecassino, por ejemplo. O yendo hacia atrás, y permitiendo que el futuro se aparee con el pasado, en Quetta. Démosle nombre y forma al futuro. Se llama Geoffrey Allen y el cuerpo que en la juventud fue atlético empieza ya a forzar las costuras. Geoffrey come y bebe, viaja y se infla de mundo. La guerra ha hecho de él un hombre distinto. Un lugar común, cierto, pero que funciona a la hora de apuntalar biografías. Geoffrey Allen, oficial de la RAF, se enamoró en plena batalla de Montecassino del resto de las criaturas del aire. Él ya conocía de antes el paisaje de la destrucción. No en vano en 1935 había sobrevolado y fotografiado las ruinas de la ciudad pakistaní de Quetta, arrasada por un seísmo. Todas las ruinas se parecen. En Italia, diez años después, los bombarderos rugían, estallaban obuses, los hombres cantaban a gritos intentando en vano espantar la muerte. Pero tras una explosión que lo dejó momentáneamento sordo, lo primero que escuchó Geoffrey fue un ruiseñor. Solamente eso. Todos construimos leyendas más o menos fundadas a la hora de contar nuestra vida, y esa de Geoffrey tal vez suene demasiado sentimental para resultar creíble. Pero tras la guerra, los pájaros se introdujeron para siempre en su relato y ya nunca más salieron de su vida.

Geoffrey bajará para siempre del avión e intentará volver a captar con su cámara de fotos aquel momento decisivo, el trino ajeno al brutal ruido humano, la continuidad y el clamor de la naturaleza. Grande, gordo, juerguista, de carcajada fuerte y pasos pesados, sabrá ser lo bastante sigiloso como para escrutar a los pájaros. Y sabrá entonces, cómo no, ver a Betty.


De la época en que sobrevolaba Quetta, calculo.