lunes, 28 de abril de 2014

Exceso de confianza

Puedes conducirte más o menos bien por la vida creyendo que respirar viene a ser un sinónimo de vacilar, hasta que te da por hacer una lista de las cosas que das por sentadas a lo largo del día y, entonces, ya no sabes cómo puedes seguir caminando ágilmente bajo el peso de tanta certeza. Desde que te levantas hasta que te acuestas, te aferras a unos cuantos principios salvavidas que, si vinieran con etiqueta, tal vez te informasen de que se fabricaron sin demasiado rigor en alguna fábrica china.

Das por sentado, por ejemplo, que el día que comienza sabrá acatar dócilmente el diseño que te has ido proponiendo para estar en el tiempo y que, a grandes rasgos, será un duplicado del día anterior, con variaciones indispensables. Das por sentado que gracias a ese control que ejerces, estarás bien entrenada para lo que se presente, y que tienes un botín de experiencia que te permite desenvolverte con aptitud en la vida.

Das por sentado que el mundo que se quedó fuera cuando cerrastes los postigos  anoche se va a estar quietecito y en su sitio hasta que te levantes. Que al encender la radio para no desayunar sola el locutor seguirá narrando desastres e injusticias que suceden a una distancia lo suficientemente aséptica. Que las calles seguirán asfaltadas, y la mierda seguirá fluyendo disciplinada y discreta a un par de metros por debajo de tus pies, sin mezclarse jamás con el agua que enjuaga tu pelo, lava tu lechuga y llena tu vaso. Que los grifos y los interruptores sabrán respetar tus necesidades básicas. Que los autobuses llegarán más o menos puntuales. Que a todos los bomberos, policías, barrenderos, maestros, médicos, electricistas y conductores de ambulancias no se les ocurrirá darse de baja a la vez. Que la gente seguirá entendiendo las frases fundamentales del idioma de la convivencia: lo que dicen los semáforos, las distancias de seguridad entre los cuerpos, las leyes de los turnos y la propiedad.

Das por sentado que tu organismo sólo será un día más viejo que ayer. Que cada parte hará lo que sabe sin protestas; que ni tu hígado, ni tus intestinos ni tu pulmón se dedicarán hoy a gandulear. Que te saludarás en el espejo con un gesto de reconocimiento. Que la filigrana de hormonas y neurotransmisores mantendrá tu temperatura, tu nervio y tu glucemia dentro de unos márgenes que hacen de la vida una cosa soportable. Que en tu cerebro seguirán operando las mismas oscuras operaciones electroquímicas que ayer te permitían registrar, comprobar, imitar, decidir, reflexionar, recordar, imaginar.

Que seguirás entendiendo lo que la gente dice cuando habla. Que sabrás en todo momento el lugar dónde te encuentras. Que reconocerás la cara de las personas a las que amas. Que seguirás sabiendo manejar las máquinas que ayer mismo eran una prolongación de tu cuerpo. Controlar tus impulsos de sexo y violencia. Distinguir la fantasía de la realidad.

Das por sentado que la certeza de tu finitud no será capaz de arañar tu alegría.

Y cuando calculas así el peso que ocupa este exceso de confianza, no te queda más remedio que plantearte qué sería de tu vida si cualquiera de tus certezas flaquease.


(Eso por no hablar de tu fe en que el sol seguirá meando brutalmente fotones, las plantas exhalando oxígeno, y la gravedad atándote a lo que un poco impunemente llamas realidad)

sábado, 26 de abril de 2014

Lo que estaban cantando los pájaros


Debe de ser lo más parecido a meditar con lo que puedes toparte en el trabajo: levantarte cuando el cielo aún no ha empezado a azulear. Desayunar a las cinco y media de la madrugada como si no hubiera una punta de perversión en ello. Compadecerte con guasa de tu cuerpo somnoliento mientras tratas de recordar dónde dejaste el coche aparcado la noche anterior. Ir despertando a la par que la luz en las cosas: amanece en la Sierra vestida de seda rosa, en las hierbas altas de las cunetas, en las ramas de los olivos y en tu cabeza. Dentro y fuera de ti se descorre el telón del día. Sentirte parte de la hermandad de la autovía a una hora en que conducir se vuelve un acto alegórico. Imaginar el pueblo que hay al final de cada carreterucha, y saber que en él siempre habrá alguien que espera a otro: una madre huérfana de hijos, los abuelos olvidados, unos primos que todavía piensan que la vida en la ciudad debe de ser otra cosa.

Y cuando el sol por fin se ha asomado para comprobar que en su reino todo está en orden, entrar en un camino de tierra, salir del coche, subirte la cremallera del forro polar hasta la barbilla y escuchar. He venido ni más ni menos que a eso. A detectar la presencia de un puñado de pájaros a través de su canto. Durante diez minutos permaneceré de pie con los ojos cerrados y la seguridad de que la tibieza del mediodía es todavía un brote delicado. Dejaré que me entre por los oídos la trama de este pedazo de mundo. Luego, cuando casi me haya hecho a su banda sonora, buscaré otro lugar donde seguir escuchando. Así hasta cinco veces. En el transcurso, tal vez pueda reconocer algo.

Me caerá encima la algarabía igual que la montaña anárquica de tupperwares que se niega a mantener la disciplina en el armario donde los guardo. Oiré tantas voces indistintas que me parecerá haber aterrizado en algún aeropuerto asiático. No encontraré asideros fáciles para decretar que esto es esto y no aquello. Tendré que habérmelas con un caldo espeso de ruido: gorjeos mezclándose con señales de alerta, silbidos, frases tarareadas, chirridos; la estela acústica sorprendentemente larga de los coches que ahora se deslizan por la carretera camino de quién sabe qué centro de trabajo; un avión que acaba de despegar a pocos kilómetros de distancia, rugiendo inverosímil como el Tyranosaurius; diálogos medio regurgitados del libro que estoy leyendo, canciones facilonas del gimnasio; todo lo que me callo cuando me muerdo la lengua.

Tratando de distinguir algunos de los pájaros que traigo apuntados, me daré cuenta otra vez de lo complicada de digerir que es la exuberancia. Pero poco a poco me iré acostumbrando al hecho de que por encima o por debajo de todo lo que perciben mis mediocres sentidos, hay un red de presencias invisibles que me envuelve sin que yo apenas pueda notarla. Y eso me hará sentir frágil y a la vez agraciada. Me asustará un poco que esta función de murmullos y gritos vuelva a ponerse en escena cada día, sin necesidad de que nadie se presente a escucharla. Plantada en medio de tanta expresividad, sabré reconocer la menudencia de mis parrafadas. Me volveré pequeña, casi insignificante y, sin embargo, pondré mi voz al servicio de este canto colectivo. Seré, con suerte, otro pájaro prendado de la mañana.

 
Que no es por dar envidia, eh, pero aquí puse ayer la oficina


lunes, 21 de abril de 2014

No busques paz entre naranjales

 
La primavera es una puñalada. Un complot. Un lazo en el que uno cae y del que ya no puede zafarse. Desprevenidamente, hundes la nariz entre las flores, o sales de una casa rodeada de naranjos antes incluso de apurar el café del desayuno, aspirando el olor a azahar con la misma furia con que Moisés abrió las aguas del Mar Rojo. Te llenas de olores como si fuera un acto inocuo, como si esa tibieza nueva en la piel no te estuviera avisando de que llenarse así no debe de ser demasiado decente. Pero ya estás perdido: tienes el veneno de la primavera circulando por todo tu cuerpo.

He comprobado que a los gatos también les pasa. Chiti se contonea por el patio con su ritmo heredado del tigre, abriéndose paso por entre un aroma a azahar tan intenso que es como si el aire blanquease. Husmea entre las flores, mete el hocico en un macizo de jazmín africano que huele de un modo que la OMS debería catalogar como nocivo: demasiado decadente, demasiado sensual para que tan temprano lo aspiren una gatita castrada hace muy poco, y una mujer que todavía no se ha quitado el pijama. Y Chiti se está pasando de la raya. Cuando algo en su listeza animal la convence de que ya ha tenido bastante, se aparta tambaleándose. Intoxicada como yo. Me cuesta decidir si este olor que ambas nos metemos es la droga verdadera, o algo así como metadona para sustituir adicciones más peligrosas.

Haciendo coros al aroma invasivo, está el runrún que no para nunca en las horas de sol. Basta con aguzar un poco el oído al pasear bajo los naranjos, o cuando nos perdemos por el sistema circulatorio de veredas y caminos que envuelve la casa. Un zumbido que en poco tiempo consigue anular tus pensamientos y el compás de tus pasos. Abejas. No sé cuántas toneladas de alas y de hambre, de veneno y néctar. Una abeja en cada azahar, y tantos azahares como galaxias. En el ruido que montan puedes reconocer la nota sostenida en que se ha convertido tu mente: oler, oler, ser atraído, dejarse caer en un pozo adonde no llegan los nombres ni los propósitos, no parar de libar.

Al final escuchas a los abejarucos. Su vocerío de mercadillo. Sus grititos entre presumidos e histéricos que no te queda más remedio que adorar. A estos también los ha atraído la certeza de darse un banquete. Vienen dispuestos a ponerse hasta el culo de abejas que se ponen hasta el culo de néctar. Esto es la primavera: un círculo que se engarza a otro círculo que se engarza a otro círculo, y así hasta que ya no quede mucho más que fecundar o que devorar.

Y tú, con tu mente humana anestesiada por tanto jadeo de pájaros, y tanto zumbido y tanto perfume, contemplas todo el cuadro completo de círculos y te das cuenta de que estás ahí adentro y formas también parte de ello. Aspiras de nuevo el aroma de unas flores que simulan bien el candor, y poco te falta para suplicar que un pájaro tan imposible, tan hermoso y alegre como el abejaruco, haga uno de sus picados acrobáticos, te agarre y se dé un festín con tu carne.

sábado, 19 de abril de 2014

Track 4: No pasa nada

 

Se desparraman los maltratados cedés que llevo en la guantera desde hace mil años, como cartas del tarot que hubiera que interpretar. Yo no creo en señales ni símbolos, ni en interruptores que de pronto iluminan visiones transcendentes de la realidad, pero jugar me encanta, sobre todo cuando me invento las reglas del juego y las aplico como me da la gana. Así que, jugando, recojo al azar uno de los cedés que han sembrado la alfombrilla. Cualquiera dice algo de mi vida, le pone banda sonora a mi pasado, habla de una escena de desamor o de libertad. Pero este es el que ha salido, y esa de arriba es la primera canción que suena. Y, medio comprendiendo la letra, no me queda otra que reconocer que a veces el azar sabe portarse como un verdadero profesional.

Tudo vai terminar, tudo era un momento, oigo cantar a la voz resfriada de Bebel Gilberto. Y, entonces, tantas cosas que no me ha hecho falta poner en palabras para comprenderlas; tantas que en cambio he querido expresar; tanto que he dicho malamente con la intención de ofrecer algo así como un consuelo, todo explota también en mi voz e inunda mi coche, como si una piñata hubiera reventado adentro.

Y es tan viejo, tan viejo ese conocimiento, que resulta chocante la forma en que cada vez que reaparece tiene todavía poder para erizarme la médula y convertirme en un animal avisado. No importa que lo estudiáramos en clase de filosofía ni que sepamos cien mil refranes al caso. Hay que olvidarlo una y otra vez, para una y otra vez incorporarlo a la carne. Nosotros lo supimos anoche, mientras hablábamos por teléfono de la aventura engorrosa en que se ha convertido esto de ser un adulto. Lo supe yo esta mañana, mientras volvía a sentarme en pijama sobre la gravilla del patio, fiel a mi ceremonia de sol y ojos cerrados, y con la acequia canturreando a mi espalda.

Todos aquellos momentos que parecían un nudo gordiano pasaron. Los que creímos definitivos, los que sólo podían ser un compendio de lo que habíamos conseguido o dejado conseguir en la vida. Los que nos tuvieron en ascuas y nos hicieron sujetarnos la tripa a dos manos. Los que amenazaron con destruir de un plumazo el personaje que nos habíamos escrito u otros habían escrito para que lo interpretáramos. Los que nos llevaron a levitar a dos palmos del suelo. Todo se libró de nosotros.

Todo pasa y se funde con todo: la angustia y los platos que fregamos hace tres días; el arrebato con el tiempo empleado esperando a que cambie el semáforo. Todo momento álgido termina poniéndose al ras de sus compañeros. Todo momento trivial recibe su baño de oro al ser recordado. Todo momento es a la vez humo y tesoro. Y tal vez la mente humana no haya evolucionado bastante como para comprender esa paradoja y saber descargar de importancia a tanta cosa que pasa y nos pasa.

jueves, 17 de abril de 2014

500


Voy sola por la calle chillona de flores y gente endomingada. Bajo este calor perfecto que alarga su golpe de estado y resuena en mis células como un organillo, poniéndolas a bailar un chotis todas juntas. Estoy a la vez muy cerca y muy lejos de tanto desconocido.

Miro su ropa primaveral bien planchada, todavía tímida y como fuera de lugar tras haber pasado el invierno en el armario o bajo la cama, oliendo ligeramente a naftalina. Estudio el trabajo de las manos: las que se agarran unas a otras, las que empujan un carro de niño o de desahuciado; las que sujetan la tarrina de helado como si ahí dentro llevaran la caja de Pandora del buen tiempo; las que acompañan como gaviotas el movimiento del cuerpo. Manos que no estrecharé y con las que no jugaré a saltar de nudillo en nudillo, como de piedra en piedra al cruzar un río. O a lo mejor sí, nunca se sabe. Mientras tanto, cojo a un desconocido, lo aprieto con la mirada como si fuera una uva caliente, y luego lo suelto. Las antenas de los sentidos en sintonía con el mundo, la piel sumisa ante el aire. En lo físico, estoy muy cerca de todos ellos.

Pero al tiempo voy pensando en lo mío, y eso me aleja. Un número muy grande y muy redondo se recorta en el primer plano de mi mente, y da vueltas y vueltas por ella. 500. ¡500! Quién iba a decirlo. Cargo con mi cifra por la calle llena de paseantes, como si fuera mi pequeño secreto. Como cuando vuelves de casa de alguien con las mejillas y el cuello encendidos y los labios tumefactos, y ninguna de las personas con las que te cruzas tiene ni idea de lo que ha estado haciendo tu cuerpo. 500 es el número que lleva colgado a la espalda este post, y si lo piensas bien, es un disparate de sentimiento y de tiempo, y si lo piensas un poco mejor, tampoco significa tanto. A veces pasa lo mismo cuando uno considera su edad. 10, 35, 53, 74...Cuánta vida resumida en un par de cifras, y qué poca información memorable.

¿Qué quiere decir entonces haber escrito tanto? ¿He llegado a algún sitio? ¿Ha cambiado de algún modo mi sustancia? Puede que sí. Tal vez esta cabezonería de cazar al vuelo la realidad mediante palabras me haya hecho más sólida. Me ha podido vacunar relativamente contra las maquinaciones del ego y la expectativa. Me ha hecho un poco de callo en ese lugar del cerebro donde uno espera que cada una de sus monerías sea atendida y aplaudida. Me ha obligado a amueblar un espacio en el que estar a gusto a solas. Vale que a lo mejor no he tenido una respuesta vistosa. No he hecho tantas migas ni creado tantos lazos como yo hubiera querido. Pero al menos he lanzado mis preguntas en un tono de voz más honesto y seguro del que al empezar me reconocía. Y ante todo, ha logrado que establezca un vínculo sutil con estos desconocidos que pasean junto a mí y sin mezclarse conmigo: estamos todos vivos de un modo a la vez único y semejante. Estaremos todos muertos en menos tiempo del necesario para que estas aceras sean recolonizadas por la hierba. Y eso, signifique lo que signifique, merece ser rescatado.

Podría enumerar todo esto, y seguir y seguir sumando los intereses de mi inversión. Pero podría reconocer también que después de todo lo escrito, me sigo enfrentando a una primera frase con el mismo ánimo trémulo y el mismo espíritu de tanteo que cuando empecé mi primer post. La persona que escribe ha tenido que ser quinientas veces parida, y quinientas veces ha tenido que empezar desde cero. Quinientos post, como los veinte años del tango, no son nada. Pero yo espero seguir temblando y tanteando con ello.

lunes, 14 de abril de 2014

Y lo que mola dejarse atrapar

Me acuerdo todavía de la noche del jueves. La tele está encendida. La cuchara cargada de yogur no llega a su destino, como si hubiera un atasco en el tráfico de las cosas del aire. Quiero terminar de cenar y no puedo. Debo de tener el aspecto de un crío cautivado por Bob Esponja. Y me rebelo ante ello. Porque es un hecho sin pose que hace tres o cuatro años a mí dejó de gustarme la tele.

Quizás fue uno de los primeros y sutiles síntomas de que mi edad estaba empezando a despegarse oficial e inexorablemente de la juventud. Ver la tele después de la cena, como solía hacer hasta entonces, dejar que con el resplandor titilante de la pantalla la conciencia se fuera aletargando hasta el coma, chocaba de pronto con la certeza de que el tiempo nunca ofrece segundas oportunidades. Era preciso desintoxicarse pues de esa droga de colorines triviales, romper con el sofá y la mantita, olvidar las horas empantanadas en la modorra que pasé abrazada a un cojín o recostada contra el perfil de mi madre. Así que fuera películas entrevistas tras la celosía de las pestañas. Fuera series que te metían un pico de sumisión a cada rodeo mal disimulado de la tensión sexual no resuelta. Fuera el esfuerzo de tratar de entender el lenguaje humano bajo las aguas del sopor.

Pero no es preciso ponerse estupenda. A lo mejor la cosa no tuvo nada que ver con aprender a despedirse dignamente del día. A lo mejor la programación televisiva, así en general, es inmundicia.

El caso es que el jueves una fuerza satánica impedía que me acabase la cena. Yo empujaba la cuchara en dirección a mi boca, haciendo cálculo mental de las operaciones que me quedaban hasta dar con mi libro y mis huesos en la cama: lavarme los dientes, ponerme el pijama, un disco de algodón por la cara, la crema y la botella de agua, los tapones de cera bajo la almohada. Pero la Fuerza borraba mis cuentas como si hubieran sido escritas sobre una pizarra. Se estaba quedando conmigo. Me estaba hechizando. La Tele. Con sus historias forzosas y sus argucias para anestesiar toda crítica.

Esa de ahí que aparece en vuestras pantallas soy yo: la cucharilla por fin en la boca, pero ahora incapaz de iniciar el viaje de vuelta; su mango asomando por mi cara igual que un termómetro. Los ojos redondos como los de un monito, absorbiendo la sucesión de personajes delirantes que desfilan por el programa llamado Un príncipe para Laura. La mirada que muy a duras penas se desengancha y pide asilo en los ojos igualmente alucinados de esa otra persona que tampoco ha terminado de chupar la tapa de sus natillas. El cuello que por fin vence su resistencia y se deja doblegar por la carcajada. La vergüenza efímera de comprobar que la figura del bufón conserva aún todo su encanto y su perverso poder. Los dientes sin su ración de sabor a menta, la cara sucia de horas, el pijama desinflado sobre la cama, el libro huérfano de atención. Ahí podéis verme, zambulléndome de risa en el sofá, agradeciendo humildemente cada manipulación y cada tonto amaño capaz de mantenerme clavada en la hilaridad. O lo que viene a ser lo mismo: en un presente radical.

Y lo mejor es que ... ¡¡ sólo me quedan tres días para una nueva dosis de tontuna !!

Yo me quedo con los que Laura no quiera.

sábado, 12 de abril de 2014

Cómo cerrar un día perfecto

 
Leo en el libro de Eugenides que la vida real nunca está a la altura de su versión escrita.

Y a veces no me cabe la menor duda de ello. A veces es esa convicción la que me mantiene atada al empeño de triturar un mundo de complejidad exuberante para colarlo por un tamiz hecho de veintiocho signos: un tamaño de poro demasiado fino; demasiada fibra de realidad que nunca logra pasar el filtro. Pero persevero, o la escritura persevera conmigo, por pocas ganas que tenga, por mucho que llegue a costarme, por muy sola que pueda sentirme sin más compañía que la de mis imágenes. Porque lo creo a pies juntillas: que lo que no se fija con la laca del lenguaje se escurre como los cumpleaños. Como arena en un hoyo. Como la primavera y el verano. Que lo no dicho carece de hueso y de músculo, y no es capaz de dar un solo paso para ir al encuentro de nadie.

Por eso relleno libretas y colecciono dentro de ellas el discurrir de mis días. Por eso utilizo este blog con la misma ceguera confiada con que en la playa se construyen castillos de arena. Por eso compenso lo que no vivo con lo que escribo, con ánimo de revancha. Me invento postales. Monto relatos para desactivar circuitos eléctricos emocionales. Cierro abrazos que no llegaron a darse. Meto la lengua adonde no tuve acceso. Tuneo y redecoro. Reciclo la basura del recuerdo.

Otras veces en cambio tengo una fe radical en que, no–hijo–no, ningún párrafo, por muy luminosa que su factura resulte, podrá ser tan persuasivo como las olas que invaden tu conciencia si te tumbas con cuerpo de siesta en la playa. Ningún escritor tendrá suficientes recursos como para describir el olor exacto del cóctel que en Bolonia componen las flores blancas de la retama, la poca sal del Atlántico y la arena entibiada por uno de esos días nublados que engañan y se te enroscan en el cuello desnudo. Nadie sabrá reproducir fielmente el entramado de un bosque o el sigilo de la fotosíntesis. Ninguna novela será tan minuciosa como para seguir el rumbo azaroso que el corazón marca en un solo día.

Y yo no me veo capaz de componer la frase perfecta para expresar ciertos júbilos. A veces no cabe en mí ambición literaria que pueda estar a la altura de la complacencia con que respiro.

miércoles, 9 de abril de 2014

Soñando postales (I)


Al final he venido a parar a Paros. Perdona la frase tan mema, pero casi me sentía en la obligación de enlazar esas dos palabras: el verbo del que mi cuerpo y mi mente estaban empezando a olvidarse, el topónimo tan ajustado.

Espera, que no, que estoy en Paxos. Perdona otra vez. Paxos, Paros, Naxos, Patmos... Creo que he pasado demasiado tiempo estudiando ese confeti a las puertas de una iglesia que es la geografía griega. He cavilado sobre rutas y etapas encima de camas de hotel revueltas, también en los minutos en blanco esperando a que un camarero me trajera el enésimo café con posos o la enésima hoja de parra rellena. He viciado los lomos de mi guía, la he hecho engordar a fuerza de marcas. Estoy borracha de islas.  Y ahora más que nunca necesito parar. Aunque sea en Paxos y no en Paros.

Así que Paxos, Paxos y Paxos. Mi mochila descansa ya en un rincón de otro cuarto con paredes blancas y postigos compasivamente entornados. La vibración que el motor del barco y las olas transmitieron a cada uno de mis músculos se disipó hace un buen rato. La cerveza está fresca. Estiro las piernas debajo de la mesa, por encima de la cabeza estiro los brazos. Estoy dispuesta a dejar de escribir en cuanto  el primer barco asome. Aunque quizás los esté esperando en vano. He leído aquí y allá lo difícil que es llegar a esta isla. No avión, pocos barcos, horarios enigmáticos. A mí no me ha parecido para tanto: entré a una agencia de viajes en Corfú y salí de ella en tres minutos con un billete en la mano y tiempo justo para mear. Con el ánimo sintonizado perfectamente con la perspectiva de pasar cinco horas meciéndome en una cuna tremenda, siguiendo con la yema del dedo la línea de costa del continente, navegando en paralelo y como con displicencia, a salvo de cualquier jaleo contemporáneo.

Pero va siendo cierto que los barcos no llegan. Consulto de nuevo mi guía oracular: sólo cinco ferrys a la semana. La gente que pasa por delante de esta terraza se contonea ligeramente, como si para compensar hubieran ensayado una coreografía minimalista en homenaje a las olas. Veo chicas morenas y un viejo muy pertinente, como a punto de ponerse a secar pulpos para que los turistas tiren la foto. Veo alemanes con muchas horas de yoga en la espalda y toda esa chusma de dioses y héroes parricidas y traidores tan fresquita en la mente como mi cerveza.

Yo ya he roto con ellos. Con los dioses, no con los alemanes. O al menos con la pretensión un poco idiota de encontrar su correlato en el paisaje. No voy a buscar en la Wikipedia si Poseidón se pasó por aquí con la loable intención de follarse a alguna una sirena. No llevo encima ningún adorable tocho de Robert Graves. No voy a rellenar con la espuma aislante de los cuentecillos y de las fechas la poca distancia que ahora me separa del cielo salvaje, el mar delirantemente turquesa, la piedra caliente como un abrazo. La ausencia flagrante de sombra se basta a sí misma para ser regia. Cuando esta noche caiga rendida tal vez sí que lea un par de frases de algún folleto; tal vez volveré a dormirme con una sonrisa dedicada a aquellos compañeros de infancia. Pero los acebuches y granados que respiran detrás de mi nuca no necesitan reivindicarse con la demanda de haber sido antes una ninfa en aprietos. Y de aquí hasta que me marche acogeré cualquier propuesta de ir a ver ruinas con el talante un poco soñador y abstraído con que uno pasa las hojas de una revista de decoración. 


Postal imaginaria por cortesía de ...
 

Ya lo sabes entonces. He cruzado fronteras en el aire, he saltado de Italia a Grecia, y he sorteado islas e islotes como si fuera la bola blanca del billar, tan sólo para ofrecer el hocico al sol con los ojos cerrados y estirarme como un gato callejero ante una cerveza que sabe igual que en Granada, pero qué dónde va a parar. No tengo muchos más proyectos. De tanto en tanto abriré los ojos y me maravillaré de que este sueño se esté desarrollando en un escenario así de sencillo y a la vez de excelso. Tal vez antes de que me traigan la comida aparezca uno de esos barcos fantasmagóricos con otra carga de europeos del norte o de americanos, ávidos de que algún dios calentón les acaricie la bragueta. Después dormiré la mona de feta y belleza en mi pensión de fachadas vainilla. Mañana será cuando recorra de punta a punta los diez kilómetros de isla a golpe de bota o sandalia. O ni siquiera. Hay calas y calitas a las que tengo intención de tutear. En los campos hay muretes de piedra que seguir como a venas en el brazo de tu amante. Hay árboles, y la posibilidad de dar paseos en barca hasta que los hombros se pongan tostados y mórbidos y la frescura de la noche se quede a vivir en su curva. Hay también buganvillas, pero no un bolsillo lo bastante grande como para desmantelar la isla de Paxos guijarro a guijarro y llevármela encima.

domingo, 6 de abril de 2014

Hacerse de la familia

 
Es temprano, pero el sol ha madrugado más que yo. En un momento estaré montada en el coche del trabajo, acariciándome, entre distraída y obsesa, la parte de cráneo que ayer me aporreó una de sus puertas. En un momento habré recuperado la costumbre de vivir y con ella, la de enajenarme en mis paisajes mentales. Pero después del desayuno, y haciendo hora hasta que llegue la de marcharme, soy una recién casada de las de antes: cómplice con todo lo que tenga que ver con la carne; consciente de haber amanecido distinta de cuando me metí entre las sábanas con aprensión. ¿De verdad creía anoche que si me quedaba dormida después de la presunta conmoción cerebral a lo mejor no llegaría a despertarme? Bueno, no. Pero un cerebro está compuesto de muchos recodos y capas, y quién sabe en cuál de ellos puede estar fraguándose la sedición.

Y sin embargo, he despertado. Aquí estoy. Desposada con el sol. Me siento junto a un arriate de flores donde mi madre ha intercalado perejil y rabanillos. Cierro los ojos. Mi flamante marido me acaricia. Regalos de boda a mi alrededor: la acequia que canturrea y me guiña; naranjas en los árboles tan gordas como globos terráqueos; una alfombra de hierba sin polvo ni ácaros. Todavía hay un potosí de nieve en la montaña de enfrente, pero esta mañana el clima ha amanecido distinto. Igual que yo. ¿Cuánto tiempo me queda para irme a trabajar? Probablemente, la duración de una vida, porque con esta luz, con esta piel mía que ya está reclamando suavito que la libere de ropa, y sin más techo que el del coche y el cielo, el fardo de la palabra trabajo se anula. ¿Concibo unas vacaciones perpetuas? Las concibo. Yo me creo todo lo que mi marido el sol me promete.

Ahora me levanto imantada, y curioseo por el huertecillo que mi padre y mi tía han plantado. Habas y fresas, plantones de lechuguitas. Cebollinos delgados como el pelo de un bebé. Las manos de mi familia pululan por todas partes, y cada porción de realidad se convierte en familia. Todo pregona su propio olor y me remite a algo más viejo y más grande. Me voy a pasar todo el día haciendo inventario de aromas: el asombroso silencio, al despertarme, huele como un muerto nuevo que todavía no ha empezado a pudrirse. Café, sinónimo de raíz y de casa. Mi madre huele a limpieza y panadería. Los jazmines: noches calientes junto a una fachada encalada, postal en blanco y negro de Andalucía. Los naranjos que le sirven de cúpula al huerto están llenos de botones de azahar: huelen igual que el candor de mi infancia. En las charcas adonde me lleva la tarea, lodo y mierda de pájaro y la memoria intrusa de algún canal veneciano. Mi compañero pisa mastrantos al acercarse a una orilla: olor dominguero, olor a excursiones, a Tom Sawyer y Huckleberry, libélulas y cruzar un arroyo sin preocuparte de que se te mojen las zapatillas. Y por encima de todo, el mar, que es como a mí me gustaría que oliese mi tiempo de vida.

Y así todo el día, oliendo de modo maníaco como las preñadas. Como si esta mañana el sol me hubiera hecho un niño. Mientras estoy escribiendo la mano se me escapa una y otra vez al chichón, pero más que un tic hipocondriaco, es un recordatorio de lo bien que viene desacostumbrarse a vivir para que lo real se incorpore de lleno a la familia.

viernes, 4 de abril de 2014

Una doblez

 
La edad ya debería haberme adiestrado en el manejo del trato social pero, a estas alturas, todavía me sigue pareciendo un milagro cada atisbo imprevisto de la intimidad de los demás. De alguien de quien sólo conozco lo que su carcasa me ofrece a la vista, saltan de pronto unas cuantas esquirlas de oscuridad. Muy poca cosa, realmente: el lugar donde compras las manzanas más bonitas del mundo; si tu cama se calienta con mantas o con edredón; la fecha de tu cumpleaños; lo que te gusta cenar. Lo que sientes al escuchar la palabra domingo. Nada de eso sirve como primera piedra de una amistad, pero es un pasito: el pasaporte y las vacunas que tienes que gestionar antes de emprender el viaje hacia ese país exótico que es cada desconocido. A mis pies van quedando virutas de hermetismo, como si yo fuera una escultora empeñada en sacar una figura comprensible de un bloque de mármol. Puede que no llegue muy lejos, pero poco a poco, detalle a detalle y esquirla a esquirla, me voy ganando el derecho a usar el pronombre cada vez que pienso en esa persona. Lo cual no deja de ser un triunfo contra el aislamiento y la soledad.

La gente. El misterio de cómo maneja cada uno su vida, sus estrategias de supervivencia y sus motivos para seguir respirando. Ese es desde siempre mi afán, mi curiosidad. Cuéntame qué te hace reír, comparte conmigo la alegría con la que, sin saberlo, te vas protegiendo de lo que no te permites ni imaginar.

Y al lado de esa inclinación por la gente, hay en mí una prevención grande. Una doblez: la perspectiva de tener que conocer a alguien, o de tropezarme con quien no me resulta cercano, muchas veces me provoca aversión. Hace unos días me pasó. Tenía que pasar la mañana con una persona a la que no había visto en mi vida. Tenía que compartir con ella el habitáculo de un coche, sudar juntas un simulacro de conversación. Y el plan no me atraía en absoluto. A pesar del apetito de caras y voces nuevas, a pesar de la vocación de hospitalidad, no podía deshacerme del prejuicio del extraño amenazante. Sigo siendo vulnerable ante las educadas frases hechas y los silencios brutales.

Pero mi prevención sabe ser frágil. Se deja matar fácilmente por ese tipo de sonrisas que arrancan de estratos profundos. Así que mi apertura a la gente a veces tiene que conformarse con ir a rebufo. Esa lentitud social, esa timidez es la pequeña o gran tara que traigo de fábrica. Por suerte los años sí me han acostumbrado a ella. He aprendido a domesticarla en parte, y también a contemplar con ternura cada atisbo de la persona desconocida que soy para mí misma cuando la timidez me alumbra. He permanecido alerta cada vez que ha estado a punto de impedirme la cercanía. Y mucho de lo que soy, algunas de mis estrategias de supervivencia, algunos de los motivos para seguir respirando, lo he ganado trabajando no contra ella, sino por su empuje.

miércoles, 2 de abril de 2014

Los libros lo saben


Acabo un libro, y empieza el dilema propio de la abundancia. Mi e-reader es una granja intensiva de tramas, y ahora mismo no sé por cuál de ellas decantarme. Estoy bloqueada. Él me dice que no le dé importancia; que en realidad uno no elige los libros que van a encandilarle una temporada, sino que son los propios libros los que lo eligen a uno para propagar su infección de saber o de encanto. A lo mejor usa frases menos adornadas. Mi parte más cartesiana se abstiene de hacer comentarios. No sabría reprimir la opinión feroz que le provoca todo lo que atufa a realismo mágico.

Pero como también tengo una parte confiadota, me abro de mente y de brazos. Como si creyese que un trozo de palo sacado en procesión puede tener el poder de devolvernos la lluvia. Voy pasando con el dedo un poco más despreocupado las pantallas que componen mi estantería virtual. En medio de la ligereza, una punta de nostalgia. En esto han quedado los merodeos por librerías que me han regalado tanto consuelo, tanto placer. Quedarme prendada de una portada, aspirar hasta el diafragma el aroma del papel nuevo: lo más parecido que conozco a dejarse tomar por el olvido en un fumadero de opio. O a pasarse las horas muertas deambulando en busca de pareja por un tontódromo.

Pero juego a pesar de todo. Cierro los ojos, detengo el dedo al azar. Y el ganador es... ¡Middlesex, de Jeffrey Eugenides! Publicado por Anagrama. Bien. Porque Cal, como Tiresias, ha vivido como mujer y como hombre... Yupi, un hermafrodita. Me pone. Caleidoscopio de historias... Mmm. Bien. Descendientes de griegos de Asia Menor. Bien. Magníficos ecos homéricos. Requetebién. Tumbada sobre la panza, empiezo a leer.

Al cabo de dos páginas ya estoy pescada. Me quedo quietecita, las manos en los carrillos, los codos apoyados en la cama, sin que se me ocurrra debatirme en su red de imágenes y palabras. Ahí van enganchados también mis recuerdos de niña lectora. Felices, sumamente felices. No puedo leer la frase Háblame, musa, sin que en mis oídos suene a te quiero, te adoro. De eso ya hablé hace muchos post. ¿Ha acertado mi dedo? Quizás es pronto para decirlo, habida cuenta de que el libro tiene seiscientas páginas. Pero qué importa: yo soy de enamoramientos raudos, y aunque luego la realidad se encargue de emborronar el polvillo dorado de lo que me atrapó, yo nunca me desdigo de mis primeros momentos de entusiasmo.

¿He sido escogida? ¿Me ha olido este libro las feromonas y los entresijos? ¿Sabe que tengo una guía intacta de Grecia esperando en la estantería a que me decida a comprar un billete de avión? ¿Sabe que ya he escrito postales en mi cabeza desde alguna playa de guijarros volcánicos? ¿Que sin haber estado nunca en esa orilla, el sol egeo ya me ha tostado? ¿Sabe que podría pasarme la vida saltando como Ulises de isla en isla narrativa? Debe de saberlo. Lo sabe.