domingo, 3 de febrero de 2013

La vida es un paseo


Me pasa con el mar lo que a los granaínos con su Sierra: que a fuerza de haber vivido media vida bajo su influencia, apenas si puedo verlo más que con los ojos de la nostalgia, cuando me alejo de su orilla. Los domingos por la mañana, el paseo marítimo de Estepona bulle de gente y de ruedas de bici y carritos y, sin embargo, me apostaría media nómina a que, de todos los que vamos de arriba a abajo, de abajo a arriba, sólo el hombre que va conmigo, y dos o tres bávaros más, saben prestarle la atención que se merece al mar.

Ellos, los de tierra adentro, los que van aprendiendo a no preguntar si el viento hoy viene de poniente o de levante, para no generar olas de cejas levantadas, o peor aún, de explicaciones prolijas sobre colores del agua, arena que se levanta, o ropa que conviene o no poner a secar, ellos cruzan el paso de peatones que conecta el centro urbano con la playa, y antes de unirse a los demás, se paran de frente y le rinden su homenaje al mar. Toman aire, ahuecan los pulmones, como si en vez de piel les estuviera naciendo plumaje, y guiñan como italianos, hasta que logran acostumbrarse a la luz en escamas que derrocha esa superficie exagerada y engañosa de agua. Y al fondo, el volantito coqueto de la línea de costa africana, y el Peñón, que a mí me recuerda hoy a un tricornio, pero que a nuestros chicos de secano les debe parecer, no sé, una especie de isla mítica donde los cíclopes se comen a los pescadores despistados. Yo creo que se espantan. Normal. También yo me espanto cuando, haga los kilómetros que haga dentro de la provincia de Granada, descubro que ese monstruoso telón de mineral bruñido que es Sierra Nevada se empeña en seguirme los pasos.

Los que somos de aquí nos limitamos a andar. Que no es poco. Seguimos la línea recta del paseo, sin cuestionar el paisaje o la ausencia de alternativas a la dirección que van a tomar los pies. Con una seriedad de glóbulos en el torrente sanguíneo. Es domingo. Hay un sol que molestaría hasta a Stevie Wonder. Es lo que toca, andar. No andar y cotillear, o andar para dejarse ver, o andar para llegar a algún sitio. Se anda, y punto, igual que se respira. A lo sumo también se habla, o se canturrea, que es lo que hace este tipo particular de andaluces cuando quiere comunicarse. Hay quien escala un peldaño evolutivo y se pasea en bici, pero que nadie se lleve a engaño, eso no es deporte, sino el mismo deambular.

Hay quintetos de jubilados con las manos agarradas a la espalda, empujados hacia delante por la vela latina de sus barrigas. Galeses que, en chanclas de goma y tirantes, le faltan el respeto a sus siete décadas de vida. O que parecen admirarse, entre sonrisas beatíficas, de toparse con niños rubios, a estas alturas del norte de África. Hay escotes blandos y temblorosos como el culo de las gallinas, salpicados de motas marrones que sólo una compasión muy tierna podría calificar como pecas. Hay otras viejas dispuestas a marear a la humanidad entera con su olor a flores, narcisos, gladiolos, camelias, yo qué sé, una cosa así de recargada. Perlas solitarias compradas quizás en Gibraltar, faldas de lana cuya largura no consigue disimular el andar palmípedo tan característico de las abuelitas esteponeras. Hay mujeres que agarran a sus maridos justo por encima del codo, con un orgullo de propietarias parecido al de Neil Amstrong colocando su bandera en la Luna. Hay más carritos de bebé y más culos tocineros que en ningún lugar de Occidente, calculo. Hay hordas uniformadas con chándal. Hay combinaciones de pantalones deportivos y camisas de franela a cuadros, que la OMS debería clasificar como altamente nocivas. Hay viejos a los que la melena canosa les amarillea, y a los que no es preciso acercarse para saber que huelen a lata de sardinas y redes puestas a secar. Hay adolescentes que expresan su diferencia con quejas sobre la falta de perspectivas ambiciosas que ofrece este eterno deambular, y que pese a ello, domingo a domingo, siguen paseando. Sé de lo que hablo.

Y, sin embargo, hay algo de conmovedor en el empeño con que toda esta gente vertebra sus ocios en torno al eje marcado por la orilla del mar. Embarazadas. Padres que empujan el carrito de sus primogénitos. Familias en bici, como un grupo de perdices pizpiretas. Niñas que empiezan a pintarse las uñas ellas solas, y a creerse mayores. Novios primerizos. Ese que fue contigo al instituto, y que no puede ser, cómo se ha puesto de gordo. Matrimonios que todavía conservan un resto de la voluntad de Año Nuevo, y que se están poniendo grises a fuerza de pechuga de pavo. Guiris a los que hasta las papeleras les parecen pintorescas. Grupitos de viudas. Viejos a los que la muerte les da unos metros de ventaja. Todos encontramos un símil de trayectoria en el paseo. Todos nos colocamos sobre la línea recta como notas en un pentagrama.

Cuando rompemos la línea, y descruzamos aquel paso de peatones que nos devuelve a las calles, nos llevamos un trocito de mar sonriente en la esquina de la mirada, sabiendo que no hace falta despedirse, porque el ritual se repetirá pronto, como mucho en una semana. Y porque la luz del mar, los vientos marinos, nos siguen siempre, y se meten en nuestras casas.



4 comentarios:

  1. Que poético el símil del volantito,me gusta.

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    1. Está feo que lo digo, pero escribí la frase con una sonrisilla "mola mil"

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  2. ¡Cuánto echo de menos el mar!. Menos mal que con tus post, parece que me llega una olita fresca a los pies...Si, cursi pero cierto.
    Ánimo con el pleno al 28!. YES, YOU CAN!

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    1. Chica, pues vete encargando una arroba de protector solar de factor 80 para este verano, que yo te llevo cual Gracia de Mónaco por las costas andaluzas y portuquesas.

      Y que sepas que he estado a punto de acostarme hoy sin cumplir el reto. Hasta que me encontrado con tus ánimos. Eres monada.

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