Llevo unas semanas todo lo obsesionada
que me permite mi desorganizada consciencia con una seta amarilla y
grande. Una seta vulgar que se ha alojado en mi memoria con tan pocos
atributos específicos que, si tuviera que dibujarla, no me saldría
nada menos genérico que la casa de tejado triangular que levanta en
el papel un crío de cinco años. He hojeado la mejor guía que
tengo. He rastreado las imágenes que los algoritmos de Google
ofrecen al teclear “seta amarilla grande”. No le asocio otra
peculiaridad sensorial o taxonómica; no he podido atesorarla con la
carga de deseo, temor o mito que me hace capaz de identificar un
puñado de especies. Una condenada seta cualquiera, vista a primeros
de diciembre al pie de unos alcornoques. Amarilla. Grandona como lo
barato. Elusiva. Anónima.
No me la quito del segundo plano de mi
cabeza, un poco por curiosidad toreada y un mucho por remordimiento.
La vi por primera vez mientras paseaba con mi familia por el borde
del bosque. Resulta que mi padre podría encontrar espárragos
trigueros en Groenlandia: tiene un talento desaprovechado para el
rastreo y no se le escapa nada que a priori pueda ser comestible.
Todo un señor paleolítico que, en pleno desempeño de sus
capacidades, ese día me reclamó unas cuantas veces para
preguntarme por qué por allí quedaban todavía madroños maduros, o
cuál era el nombre de aquella mata, aquel arbusto. En una de esas me
señaló, estrellitas en los ojos, un grupo de setas carnosas.
Amarillas. Tirando a grandes. Arrancada de mi habitual mariposeo, le
espeté un yoquesé arisco. Tengo esa espinita enquistada en
mi vocación amable desde entonces. Y ahora quiero acabar el 2018
pensando, con toda la insistencia que mi holgazana mente me concede,
en aquella seta cuyo nombre ignoro.
A ver, a mí no me sale hacer balances de
fin de año, porque si la vida fuera una empresa colapsaría al rato
a fuerza de imprevistos. No los hago porque en mi cerebro el tiempo
se guarda en el mismo cajón que los cables: no tengo una gran
pericia para almacenar los años sin que se me formen nudos, y mi
noción de lo que he vivido éste es un tanto vaga. Definitivamente
no hago balances, como tampoco me planteo ya seriamente trazar
propósitos, porque el tiempo es un chisme abstracto que, como el
agua, no puede cortarse en tajadas. Cuadrar un año que sólo se
acaba en la mente humana y plantear un apunte de presupuesto vital
para el siguiente: me parecen simplezas sólo un poco menos forzadas
que un bautizo laico.
Pero hoy me apetece convertir mi seta en
símbolo. Quiero tenerla bien presente, como recordatorio de adónde
quiero enfocar mis trabajos. Quiero que me coja del hombro y me
reconduzca hacia ese bosque al que no me canso de ligarme mediante
supuestas relaciones de pertenencia. Digo que es mío y lo llevo allá
adonde vaya, en el espacio y el tiempo. He dejado tantos rastros de
amor en él que a la fuerza tengo que ser suya, me digo. Y sin
embargo... Quiero que mi seta se ponga pesada y me advierta
repetidamente que el amor es conocimiento, que el conocimiento es
amor, y todo lo demás, galanteo y periferia.
Sobre todo, quiero saber el nombre de las
cosas para poder compartirlas. Quiero ofrecer esa seta a mi padre,
aunque no se coma ni sirva para mucho más que para ratificar la
opulenta diversidad de lo vivo. Quiero que no se me olvide más que
ser amable es el único propósito por el que vale la pena apostar
cada año.