domingo, 29 de diciembre de 2019

Rebrotamos


Mi amigo, hoy no me ha costado nada encontrar el castillo. ¿Te acuerdas? La última casa de la urbanización, junto a la que he vuelto a aparcar el coche, tiene ahora la fachada descascarillada y un aire de orfandad que hace pensar en que su propietario ha sido por fin detenido, deportado y procesado en su país por blanqueo de capitales. Las jaras y los pinos siguen cortejándola, con esos olores que junto a las madrigueras humanas inquietan, secuaces como son del fuego, y a los pocos metros de ellas desbloquean algo adentro, tibio, carnal, niño.

El camino se le ha hecho hoy más largo a mi memoria que a mis piernas. A lo mejor porque sin duda estoy más fuerte que entonces. A lo mejor porque aquella vez no parábamos de hablar, y cuando la charla es rica, no es raro que el camino se enrede, se desenrolle y se expanda. O a lo mejor porque, al andar, los pies escriben una crónica que se queda en depósito en el cuerpo. Esas son mis teorías, de mayor a menor grado de verosimilitud. ¿Y mi fe? Mi fe, que no tiene que justificarse ante nadie, sabe que tú y yo permanecemos en ese camino de alguna forma. Así que me han guiado nuestros espectros. Que, oye, parece que no se han quemado.

No te lo quería decir, antes de rememorar aquella exuberancia. ¿Te acuerdas, todavía te acuerdas? A cada lado de la pista, maraña. Dentro de nosotros, también maraña. Toda esa vegetación verborreica, incontinente, amontonándose sobre sí misma: hojas pinchosas, coriáceas, espinosas, pringosas, anchas, escamosas. Creo que te sorprendió un poco semejante exceso de verdes y de cerros, aquí, a dos pasos de los cuerpos embadurnados con bronceador de zanahoria. Yo supongo que me encogí de hombros. Cuando naces rica la fortuna es imperceptible.

Bien, pues aquello ya no existe. Al menos aquella combinación concreta de átomos, organizados bajo la apariencia de pinos, matorrales, hierbas anónimas, aceites aromáticos. Dicen que la memoria es vida y tal, pero, amigo, casi todo el trecho que lleva al castillo se quemó este verano. Todavía huele un poquito a ceniza. Mi placer culpable. Mundo negro, abstracto, despojado. Los pinos muertos en pie, como el Cid; algunos pocos alcornoques disimulando: protagonistas de una historia distópica que sobreviven escondiendo la última garrafa de gasoil del planeta, el último puñado de trigo, el último útero que funciona. He visto raíces quemadas en los taludes: qué criatura insaciable, el fuego. Le he preguntado a nuestros espectros qué pasó con las lombrices, qué fue de los animales no alados.

¿Pero puedes creerte que no he podido sentir pena? Mi clorofilia es vehemente, lo sabes. Pero un ecosistema quemado sigue siendo un ecosistema. Otra maraña de relaciones, quizás no tan obvia para el ojo acomodado. Me he sentado en una piedra sin miedo a teñirme el culo y el corazón de negro. Me he obligado a dedicarle el mismo tiempo a lo que mis juicios nombran como desolación que a lo que nombran como belleza. Y he creído ver espectros vegetales, también, por todas partes. Tímidos rebrotes de lentisco y brezo. Pájaros de los bordes que harán lo que tengan que hacer con las semillas. Todo un futuro maquinándose.

Después he seguido andando hasta el castillo. Que ni entonces ni ahora es tal, sino unas pocas piedras alineadas, y una rara, ilógica, indiscutible energía telúrica. Ni tú ni yo volveremos a ver el paisaje que llevaba hasta allí, más que en nuestros recuerdos. Quizás tampoco hablemos de la manera arbolada en que lo hacíamos antes. Pero la pena por lo perdido es una forma de presunción humana. Otro año cae en nuestros flacos calendarios. Y seguimos caminando por donde ya una vez caminamos. Vamos dispersando semillas. Rebrotando.




Lo de ahora y lo de antes. El negro no quiere salir en fotos.

sábado, 21 de diciembre de 2019

Droga. Dura.



Ya no puedo echarme atrás. He tirado la piedra y, ojalá no dé de lleno en cabeza ajena, no se puede esconder la mano. Mi crédito de irresponsabilidad se ha agotado. Así que permite que me presente como lo que en verdad soy ahora: una adicta. Lo que sería únicamente mi problema si, además, no fuera una traficante de sustancias peligrosas. Presta atención a quien ya se ha perdido, si no quieres perderte. Sigue pues este consejo: ponte tapones en los oídos, como los marineros de Ulises, cuando empiece a recomendar apasionadamente un libro. Soy una sirena funesta.

Y voy a hacerlo de nuevo, porque cuando estás intoxicada es muy triste andar sola por esas calles salvajes. Si no tienes cera, átate bien fuerte al mástil. Yo no lo hice en su momento, y mira en qué estado me hallo. Descarriada. Enamorada. Corrompida. No digas después que no he avisado.

Ser animal, de Charles Foster, es un libro subversivo. No es lenguaje sino pócima. Manzana del árbol clandestino. Hay personas que a la primera raya de cocaína se enganchan fatalmente. Yo vivo a mil galaxias de distancia del mundo estupefaciente. Pero ponme por delante una mezcla bien cortada de metáfora y feromona. Me cuelgo al instante. En estas doscientas y pocas páginas hay camufladas dosis suficientes como para prenderle fuego a mi cerebro y que arda como Australia.

¿Quieres saber de qué va? ¿Entender las brasas sin tocarlas? Vale, lo intentamos. Naturalista sin remilgos, turbado por la otredad, la aparente inviabilidad de acceder al conocimiento de lo que hay al otro lado de uno mismo, intenta comportarse como lo hacen un tejón, una nutria, un zorro, un ciervo, un vencejo. Come gusanos, rebusca en la basura, duerme en un agujero de la tierra, se hace perseguir por sabuesos. Un fulano capaz de idear y ejecutar un proyecto así de loco hace conmigo lo que quiera, para siempre. Si en el proceso me extirpa capas de hábito y me deja en carne viva, para que el mundo se sienta como debiera, me convierto en su discípula. Advierto de sus peligros, pero no me resisto a difundir su evangelio.

Sentir como se debe: esa es precisamente la cuestión crítica del libro, me parece. Más allá de tantear la verdad del otro mediante la práctica de una radical empatía, recobrar la verdad propia. Si soy capaz de acercarme mínimamente al conocimiento de lo que es ser un bicho cualquiera, ¿podré reconquistar lo que siente un animal humano, no enajenado por un modo de vida blando y cómodo? ¿Volveré a saber lo que sabía mucho antes de haber nacido? ¿Me transmitirá mi piel sobreprotegida una textura más precisa del mundo? ¿Lo que oigo habitualmente se podrá aproximar a lo audible? ¿Recuperará mi nariz su mitigada capacidad para entender sutiles historias? Y mis articulaciones y mis miembros, ¿sabrán cumplir de nuevo su rico programa genético? En definitiva, si puedo volverme tejón, o volverme niña pequeña, ¿sentiré otra vez aquella antigua intimidad con el mundo, con lo que es más allá de lo que me figuro?

Leo queriendo saber lo que es ser persona.


Esta brasa yo la he cogido entre las manos, y se siente. En las garras y en los bigotes, en las alas y las aletas, se siente en las branquias y en la corteza y en los cloroplastos. Todo mi yo urbano huele a papel quemado. Mi proceso de reanimalización, o rehumanización si lo prefieres, no puede ya detenerse. Tú sigue con los tapones puestos si no quieres que te alcancen las llamas.


lunes, 16 de diciembre de 2019

No era denigrante, sino reverencial



Mear en el campo. Hablemos un momento de eso. Madre, yo tengo en cuenta siempre los modales que me has inculcado. Pero párate un instante a pensar en el recorrido que tiene que hacer una molécula de agua antes de ser excretada por tu uretra. Desmadeja el ovillo desde tu uréter a tu vejiga riñón sangre, estómago, a tu boca, a ese vaso bonito con relieve comprado en una tienda de segunda mano, que perteneció antes a una lady de Sussex, a la esforzada red de saneamiento del lugar donde vives, al embalse ladera torrente pedazo de peridotita copa de pino metros de atmósfera cúmulonimbo océano atlántico. Estremece. Orina y oro no comparten etimología, pero, entre tú y yo: son familia.

Cuando mi feminismo era más histriónico (todo lo histriónica que puedo ser yo, que pese a las elecciones de mi corazón, soy más curruca que abejaruco) y a la vez, o por eso mismo, más sospechoso, solía considerar que mear en cuclillas era humillante. No sólo la vulnerabilidad de la postura, sino la orden remota de ocultarse, la exposición de carne vedada, la oferta casi. Mear en el campo con temperaturas negativas, contra ventiscas de Antiguo Testamento. Con el cuerpo metido dentro de tres prendas con cremallera, y el abuso de tener que abrir ca-da u-na de ellas para poder remeterme el polo dentro de los pantalones. Volvía de mi escondrijo en esas ocasiones azul y colérica, comprendiendo la historia entera del patriarcado en la verticalidad libre de lastres con que mi compañero soltaba su parabólico chorro. Y envidiaba la manejabilidad de su aparato excretor con una intensidad muy poco feminista, supongo.

Pero tranquilidad, compañeros, no es preciso que protejáis vuestras cosas. Yo ya no codicio nada que no me venga de fábrica. Quizás unas articulaciones de azor, la piel de un manatí, las pupilas de un gato... ¿Pero una cánula? No, gracias, no me hace falta. Mear en cuclillas también tiene sus ventajas.

Apartarme, por ejemplo: con el tiempo he descubierto sus encantos. Por elección o deriva profesional, hace mucho que no ando sola por el monte. Mi relación con la naturaleza ha perdido muchos enteros de intimidad, se ha laminado. Por eso, aunque tenga extrema confianza con la persona que me acompaña, busco siempre lugares retirados, no para esconder mis carnes, que a mí ya plin, casi, sino para abrazarme furtivamente al aire. La luz se engalana entonces como para una cita. El encuentro amoroso se dilata. Allí, tras aquella zarza, o allí, en la suite que forma ese grupete de encinas. Nadie nos ve, aunque se escuchen voces. Cómo he podido olvidarme tanto.

O también el hecho de perder mi altura, mi petulante perspectiva Homo. Precisamente por estar en cuclillas he visto cosas que, siguiendo en pie, no habría percibido. He descubierto el brillo depravado de un lazo, huevos caídos de ningún nido, cráneos de tejón y zorro, una paloma que alguien se había cenado, escarabajos metalizados para reinas del Antiguo Egipto, luces prodigiosas de verano. Un corzo. Mirándome. Hace unos cuantos días, mientras estaba meando detrás de un alcornoque, mis ojos se toparon con una seta impecablemente amarilla que crecía de los entresijos nunca del todo muertos de un trozo de rama seca. No la había visto nunca, y me pareció asombrosa. La red de las energías y las criaturas, ya sabes. No habría reparado en ella de no haber recortado yo mis centímetros; si en vez de ir ufana al frente, mi mirada no estuviera caracoleando distraídamente por el suelo y sus vecindades; si no hubiera parado justo en aquel punto discreto; si no hubiera interrumpido mi maníaca marcha.

Dentro de mí tengo también una voz urgente que me exhorta: “no pares”. Yo acostumbro a obedecerla cumplidamente, y por eso pararme me ha resultado siempre un poco humillante. Pobre animal, el humano ávido de camino para andar y horizonte ahí delante. Estar en cuclillas, desarmada, a mí ya no me ofende, sino que me acerca más a la tierra. Hay otras voces aún más antiguas: ven, siéntate aquí, huele lo que no se ve, toca. Deja que la red te envuelva un poco más descaradamente.


Me duermo imaginando al micelio avanzar, avanzar bajo la hojarasca, conquistar lentamente xilema y corcho, explotar.



domingo, 8 de diciembre de 2019

Hosanna



Pensaba hoy contarte otra cosa, pero tengo la mente y el pecho tan henchidos de júbilo, que podría llenar unos cuatro folios a mano con esa palabra tan trasnochada y bonita: hosanna. Quizás lo haga, a modo de ejercicio místico: es de día, hosanna. De día. Hosanna. De día. De día. Siete o setenta tonos de verde; cielo claro; sierra roja. Manos y pies fríos, vértebras alineadas en perpendicular a la tierra, toda yo, oído,piel, olfato, ojos. Hosanna.

Hubo un instante pequeñito en que temí que el planeta entero hubiera encallado en la noche. No dejaba de girar la cabeza a levante, como si la mirada quisiera transformarse en una yunta de bueyes para tirar de un sol perezoso. Pero en el cielo no había diferencia, lo oscuro no adelgazaba por ninguna parte. Lo oscuro o su sucedáneo. La noche en esta latitud del mundo no es negra, sino más bien del color del agua en el que se enjuagan los pinceles. Sueño con irme a dormir a un lugar sin estados híbridos, donde el negro no sea un eufemismo y la conciencia sepa a lo que atenerse. No luz: apagado. Luz: pon el mundo en marcha.

Pensarás que esto es el enésimo episodio de mi atribulada crónica sobre el insomnio, pero tal vez es lo contrario. Sí, es cierto que he pasado una noche infame, pero los dramas en horizontal ya no me interesan como motivo literario. Por qué soy capaz de dormirme pronto pero luego no sé mantenerme fiel al sueño: eso es algo que tendré que tratar con el médico. A ti sólo quiero contarte que, mira, no es tan grave. Ahora mismo no sé encontrar el descanso dentro de mí misma, pero no tengo reparos en recostarme ahí afuera en cualquier parte, como los gatos. Voy dejando en depósito trocitos de mí, allá donde me poso. Trasplanto mi atención agitada: tal vez mis brotes arraiguen.

Y tal vez no saber dormir ya de manera ortodoxa, políticamente correcta, me enseñe también a vivir fuera de un orden estricto. Acuéstate ahora, levántate cuando toca, come esto, anda sin sacar el culo, respira de esta forma. Levántate del suelo, no te manches, sométete al dictado del tiempo. El insomnio me angustia porque mi cerebro sapiens no puede evitar proyectarse: si no duermo me moriré antes, meándome en pañales, olvidada de mi nombre. Voy a dar una cabezada al volante. Sólo seré capaz de llevar una vida de esponja. Adiós a mis propósitos de florecimiento. En una cama revuelta se deliran premoniciones. Extirpa el reloj de tu mente y quizás la vigilia no resulte tan lesiva.

Por eso hoy a las seis y media de lo que no era ni mañana ni noche, estuve ladrando un momentito con Bola. Mi hermana terminaba de llenar su maleta con cosas de comer que no encuentra en Inglaterra. Los otros dos sacaban el coche del garaje. Antes de abrir la cancela y marcharnos a la estación de autobuses, yo descubría la gloria que viene cuando dejas de protegerte. El aire me arrancaba por fin el ominoso calor de las mantas, conservado aún bajo la ropa. Sentía ese placer del desprendimiento, tan difícil de controlar: mi temperatura entregada, mi piel y la atmósfera dialogando. Bola, a mi lado, mantenía su propia conversación con otros perros. La imité para adivinar si marcaba territorio o buscaba amigos. ¿No hacemos todos lo mismo? No terminé de interpretar sus intenciones. ¿No es también lo que siempre pasa?. El cielo era un papel continuo con unos cuantos puntitos. No era un espectáculo astronómico sobrecogedor, pero como fondo de un belén servía. No se hizo de día de ninguna manera en todo el camino de ida y vuelta a Marbella. Volví a ser humana y por un instante pensé que a lo mejor no amanecía.

Pero lo hizo. Hosanna. Fui testigo de cómo los árboles se despegaron del fondo plano. Mi alegría hizo lo mismo. He dejado trozos de mí descansando en las ramas desnudas de las higueras, en preguntas lanzadas a los perros vecinos. Dormiré en vuelo como los vencejos. Me viene mejor no protegerme.

Todo es no - negro y raso, y entonces.


domingo, 1 de diciembre de 2019

Las aceras también son naturaleza



Breve apunte de un habitual modus operandi. Lo primero que hago tras sentarme en el sofá es despojarme de los calcetines. Doblo la pierna izquierda al modo del escriba sentado y me pongo un par de cojines en el regazo. Sobre ellos, el portátil. El pie derecho queda en contacto con el mármol. De vez en cuando cambio el orden de las piernas, porque los flexores de mi cadera están tensos a nivel norcoreano. Pero si un pie descalzo no toca el suelo no escribo fácilmente. No es una pose. Sólo que me gusta tener los pies fríos cuando el resto del cuerpo se me enciende. Y yo entro en combustión en el proceso de traducir imágenes mentales dispersas a un texto moderadamente articulado. Debería tener adosada una placa acumuladora de calor para cuando el invierno terrorista se decida de una vez a dar hachazos.

Resulta que lo que tendrías derecho a llamar manía con toda la justificación del mundo podría ser un primo pobre del earthing. O grounding, que suena un poco más prosaico. Parece que la tierra virgen, no mancillada por lo humano, está balsámicamente cargada de unos electrones que, al envolver los pies desnudos que se reconectan a ella, ablandan y sosiegan las asperezas de una vida desnaturalizada. Desde luego que si me venden que la orina de yak cura el maldormir y los agarrotamientos musculares, yo compro una damajuana de treinta litros. En lo que toca a ir descalza por los campos, podría además obviar el leve tufo a superchería sin demasiados remilgos. Mi cuerpo sabe perfectamente que está mejor sin zapatos.

Y por eso en cuanto puedo me los quito.


Si no me los quito más a menudo es porque soy una criatura nacida de un vientre de madre. La evolución puede haber diseñado esos mecanismos endemoniadamente prolijos que son los pies para la marcha desnuda sobre suelos más o menos bendecidos por el humus. Pero a mí me han enseñado a rehuir toda conducta que pueda dejar huellas sobre unas balsosas recién fregadas. La infancia personal estigmatiza más que la de la especie. Y una madre limpia marca más que toda la narrativa empaquetada en los genes.

Pero mi cuerpo conserva una sabiduría tozuda, y reivindica que lo atienda. Se irrita cuando me pongo zapatos que taconean sobre suelos lisos y duros como días sin recreo. Cuando mi piel no dialoga de tú a tú con el aire incondicionado. Cuando como croquetas. Cuando llevo más de una hora sentada. Mi cuerpo sabe sin necesidad de que mi órgano cognitivo le aporte razones, pero yo me empeño en darle murgas. Y por eso voy y leo páginas como ésta, con mi usual mezcla, rayana en la bipolaridad, de fervor y escepticismo. Fervor porque su autor engatusa seductoramente al animalito salvaje que llevo adentro, que riego de vez en cuando con sudor y mugre. Escepticismo porque soy algo así como un lichi: tengo una costra civilizadamente dura recubriendo mis partes primitivas, jugosas y blancas. Y porque, como dije ya en el post anterior, reniego de la nostalgia como un alcohólico en rehabilitación de las peras al vino.

Es que este rebullir creciente que apuesta por un retorno a la elementalidad de los cuerpos y las conductas, tal como fueron zoológicamente diseñadas, me aturde. Porque insiste en la idea perversa de que el ser humano le ha dado la espalda a la naturaleza y habita en una esfera ajena a la del resto de criaturas. Y una ciudad podrá ser todo lo hostil que a tu temperamento bravío le parezca, pero no deja de ser un ecosistema. El hombre aplasta, arrasa, simplifica y abusa, pervierte la economía de los ciclos de energía y materia, pero forma parte de la red de relaciones que conectan todo lo vivo y lo inerte. Con o sin zapatos, está conectado a la tierra.

Y también sometido a cambio. Mi cuerpo no es un diseño acabado: tal vez la evolución puede seguir retocándolo aquí y allá un poco a lo loco, improvisando, sin necesidad de dejarlo metido en un matraz durante milenios. Por eso recelo, al mismo tiempo que me prendo, de las apuestas ancestrales. No estoy dispuesta a creer que el ser humano sea completamente ese animal descarriado. Que en mí perviva humillada una Eva incapaz de adaptarse. Que un Edén intacto e inaccesible me esté reclamando sin descanso. No me da la gana considerarme una desterrada.

Pero ay, qué gusto, qué redención, descalzarse.