martes, 15 de mayo de 2018

Si al menos eso quedase



Lees un libro*. El libro te lee. Ese tipo de reciprocidad que al principio nunca das por sabida. Un milagro mudo como mirarse a los ojos y entender una verdad que te abraza y, si no vas con cuidado, y quién demonios quiere el cuidado, te engulle. No hay simetría, porque tus líneas son siempre más vagas, tus entrelíneas anchas como el Océano Índico en los mapas malos. Pero alguna prenda tuya se pone siempre en la mesa de apuestas, cuando parece que es sólo el libro el que está dando.

Dice mi libro “lo que quedará de nosotros es el amor”, y una parcela de corazón queda de golpe despejada de maleza. Territorio libre para la exploración. Hay que dejarlo todo atrás y adentrarse. El lastre del orgullo, lo que crees que eres, la experiencia previa. Lees y te quedas desnuda, con el sistema circulatorio y el motor expuestos. La ropa es útil porque minimiza el roce con el mundo y protege de la mugre. La piel vital, porque entre otras funciones oculta una amalgama viscosa de vísceras. Pero cuando te dejan así de revelada y reducida al mínimo, la existencia casi se comprende. Aunque no dure más que un instante. Aunque no sepas traducir el entendimiento en palabras. Aunque te quedes siempre a medias.

Lo que quedará de nosotros es el amor, y entonces todo encaja. Toda elección es certera si está impregnada de simpatía. Dudo muchas veces de si lo que hago o dejo de hacer con el tiempo que se me ha prestado es lo más conveniente o significativo. Me tumbo en el sofá, me rasco el cuero cabelludo, jugueteo con mis propios pies como un bebé de siete meses, y me pregunto si esa es manera digna de ser un humano. Una colonia despiadada de deberías me parasita. Y rara vez me doy cuenta de que estar así como estoy, atenta, simple, gozosa, es haber tocado ya meta.

Lo que quedará: el rastro de amor palpable que dejaste. Morirte y que alguien tenga el bendito impudor de decir no cuánto te he querido, sino, ay, pero cuánto me quisiste. Hay pistas en tu caminar que sugieren que has aprendido a vivir con cierta destreza. Por ejemplo, cuando el curso del amor traza un meandro amplio, amplio, hasta que se revierte. Y entonces ya no importa tanto lo que recibes o exiges como el consuelo o la ternura que das.

Lo que quedará. ¿Pero queda algo, siempre? ¿Aunque sea de forma implícita? ¿El amor que sentí y no expresé permanece? El amor ambiguo o sin objeto, sin correspondencia, sin un destinatario clásico. El amor a los azahares, a los árboles que florecen en medio de la ciudad, al cielo aborregado, a las mañanas de tinta china azul Pelikan, a los caminos rubios de Cádiz, a la naturaleza. A los desconocidos en los pasos de peatones que se miran los pies y me conmueven. A mí misma. Ojalá algo más penetrante y sutil que el corazón humano sepa interpretar mi estela. Ojalá mi amor quede flotando de alguna manera en el paisaje.


*Las viejas sendas, de Robert MacFarlane. Of course.

domingo, 6 de mayo de 2018

De libros manoseados y "sarha"



Echarle un vistazo solamente a la carne de mis libros, no a su identidad ni a su alma, o a la sociología que componen todos juntos, es comprender de golpe que carezco del vicio del fetichismo. Mis sufridos libros son marineros viejos, campesinos que quizás sólo consientan ponerse sombrero en julio. Al poco de perder su virginidad, la tersura de sus cubiertas se ha convertido ya en puro mito. Dentro hay rastros de lápiz, rayajos fucsia si tengo pintadas las uñas, goterones de zumo de níspero. Lugares significativamente frecuentados, cardenales, desolladuras. A veces una hierba que nunca se reencontrará con su nombre científico; a veces hasta un mosquito estampado contra el fondo de mi propia sangre. Pero mi sombra no suele ser tan obvia. Normalmente sólo es esa pátina oscura en paredes y muebles que van dejando los gatos cuando caracolean de deseo o de gusto.

Así caracoleo yo y ensucio. Honro pero no reverencio. Adoro a través del intercambio íntimo. Venero de forma muy poco seria. Es que siempre me cuesta andar sin ir toqueteando algo. Troncos, verjas, fachadas, hoja, piel, piedra. Buena parte de mis inputs sensoriales los recojo a través del tacto. No concibo filosóficamente lo intocable. Todo es amor y materia.

Con esto quiero decir que, si de entre las infinitas, estúpidas clasificaciones que podemos inventar para separarnos los unos de los otros, elegimos la de doblar o no los picos de las páginas, yo sería de las que sí, siempre, por supuesto. Mi amor por los libros no es de tipo cortés, precisamente. Aquellos con los que entablo idilios adquieren rápidamente el aire de un primer trimestre de embarazo. A fuerza de marcas y dobleces su cintura ensancha. Estoy tan colada por Las viejas sendas, de Robert MacFarlane, que creo que lo he dejado preñado. 


De gemelos.


Hay quien se enamora de quien llena sus vacíos, de su negativo perfecto. Yo debo de ser más arrogante, y me enamoro de aquellos a quienes más o menos me parezco. Los libros que me dejan huella fósil son aquellos que querría, que podría, y perdón por la petulancia, incluso haber escrito. El que hoy os presento es un acto de amor continuo al paisaje, un hermanamiento desprovisto de ñoñería, una comunión con los elementos y con los incontables pares de pies que hollaron los caminos antes que uno mismo. Una psicogeografía narrada con un lirismo delicado.

Cada página marcada me interroga, me invoca y me azuza. Explica con precisión lo que soy ahora o me guía para lo venidero como una brújula. Más adelante iré compartiendo mis tesoros, las pistas de realidad que, igual que el autor u otros hacen sucesivamente a lo largo del libro, he ido recolectando al caminar por su senda. Hoy empiezo con esta:

Sarha significaba originalmente “ sacar el ganado a pastar temprano en la mañana, dejando que deambule y pazca libremente”. Más tarde el término se humanizó para describir la acción de un caminante que salía a pasear sin un plan o rumbo fijo y sin ninguna constricción. Traducido a nuestro idioma sería algo así como “errar”, “deambular” o “pasear sin prisa”, pero ninguno de estos vocablos encierra los matices de escapada, placer e improvisación que transmite la palabra árabe.


Nada más. Un centenar de moscas se recortan a contrasol como pedacitos de cuarzo volantes. Ahí afuera cantan pájaros cuyos nombres desconozco. El verde gelatinoso de las hojas de las parras me reclama. El primer abejaruco del año. Aprecio más lo transitorio que mis textos. Vivo continua y gloriosamente en sarha.