Lees un libro*. El libro te
lee. Ese tipo de reciprocidad que al principio nunca das por sabida.
Un milagro mudo como mirarse a los ojos y entender una verdad que te
abraza y, si no vas con cuidado, y quién demonios quiere el cuidado,
te engulle. No hay simetría, porque tus líneas son siempre más
vagas, tus entrelíneas anchas como el Océano Índico en los mapas
malos. Pero alguna prenda tuya se pone siempre en la mesa de
apuestas, cuando parece que es sólo el libro el que está dando.
Dice mi libro “lo que
quedará de nosotros es el amor”, y una parcela de corazón
queda de golpe despejada de maleza. Territorio libre para la
exploración. Hay que dejarlo todo atrás y adentrarse. El lastre del
orgullo, lo que crees que eres, la experiencia previa. Lees y te
quedas desnuda, con el sistema circulatorio y el motor expuestos. La
ropa es útil porque minimiza el roce con el mundo y protege de la
mugre. La piel vital, porque entre otras funciones oculta una
amalgama viscosa de vísceras. Pero cuando te dejan así de revelada
y reducida al mínimo, la existencia casi se comprende. Aunque no
dure más que un instante. Aunque no sepas traducir el entendimiento
en palabras. Aunque te quedes siempre a medias.
Lo que quedará de nosotros
es el amor, y entonces todo encaja. Toda elección es certera si está
impregnada de simpatía. Dudo muchas veces de si lo que hago o dejo
de hacer con el tiempo que se me ha prestado es lo más conveniente o
significativo. Me tumbo en el sofá, me rasco el cuero cabelludo,
jugueteo con mis propios pies como un bebé de siete meses, y me
pregunto si esa es manera digna de ser un humano. Una colonia
despiadada de deberías me parasita. Y rara vez me doy cuenta
de que estar así como estoy, atenta, simple, gozosa, es haber tocado
ya meta.
Lo que quedará: el rastro
de amor palpable que dejaste. Morirte y que alguien tenga el bendito
impudor de decir no cuánto te he querido, sino, ay, pero cuánto me
quisiste. Hay pistas en tu caminar que sugieren que has aprendido a
vivir con cierta destreza. Por ejemplo, cuando el curso del amor
traza un meandro amplio, amplio, hasta que se revierte. Y entonces ya
no importa tanto lo que recibes o exiges como el consuelo o la
ternura que das.
Lo que quedará. ¿Pero
queda algo, siempre? ¿Aunque sea de forma implícita? ¿El amor que
sentí y no expresé permanece? El amor ambiguo o sin objeto, sin
correspondencia, sin un destinatario clásico. El amor a los
azahares, a los árboles que florecen en medio de la ciudad, al cielo
aborregado, a las mañanas de tinta china azul Pelikan, a los
caminos rubios de Cádiz, a la naturaleza. A los desconocidos en los
pasos de peatones que se miran los pies y me conmueven. A mí misma.
Ojalá algo más penetrante y sutil que el corazón humano sepa
interpretar mi estela. Ojalá mi amor quede flotando de alguna manera
en el paisaje.
*Las viejas sendas,
de Robert MacFarlane. Of course.