lunes, 23 de abril de 2018

Biografía en cinco trienios



Despierto sola en una habitación de hotel por vez primera, y paladeo ese batiburrillo de vulnerabilidad y audacia característico. Desayuno mirando a la calle San Francisco con cierto aire mundano, y después, de camino a mi edad adulta, le voy declarando amor incondicional a cada piedra rubia de Cádiz. Sin darme cuenta llego a donde tengo que estampar mi firma, porque así, sin darme cuenta, es como hago entonces las cosas. Conozco al que con el tiempo se convertirá en un referente y en un ejemplo de decencia y compromiso. Ese día sólo es el primer agente de medio ambiente con el que me topo en la vida, y supongo que no le causo la mejor de las impresiones. No tengo vocación ni fuste, ni pajolera idea de adonde me meto. Pero mi reloj laboral se ha puesto inevitablemente en marcha.

Primer trienio, o la médula. En esos primeros tres años está todo. Son semilla, la urna que se coloca bajo la primera piedra de una obra. El hierro marcado a fuego. La impronta. Cada día es el comienzo de algo. Comienzo, por ejemplo, a entender otros idiomas. Río, arenisca, árbol, vaca. La elocuencia del mundo me arrolla. En cada curva de cada camino escucho: sal del coche, entra al bosque, deja que la belleza y el miedo te toquen. La niebla empieza a caérseme de los ojos. Son tan cansinos los soliloquios. Ante todo, me hago porosa. Me entrego al chaparrón con los brazos abiertos. No hay un día que, de modo más o menos consciente, no recuerde aquellas sendas, aquellas sombras. Aquel desamparo y aquel consuelo. Aquella infancia recobrada de pertenecer a un paisaje.

Segundo trienio, o el desarraigo. Pero una soledad fiera me siguió el rastro y para que no me hundiera el colmillo todavía más adentro, elegí la huida como respuesta. En momentos críticos no me bastó el arrullo del verde. Tiré la toalla, dije adiós a lo mío y me fui en pos de los humanos. A suelos sin yerba, a la ciudad estridente. Creo que faltan terminos psicológicos para nombrar lo que no es desdicha pero casi. No indiferencia pero casi. Tampoco añoranza pero casi. En aquel tiempo dejé que me zarandearan las corrientes. Como quien se monta en un autobús, cierra los ojos y se aísla, auriculares mediante. Lo que veía apenas me agarraba. El uniforme me hacía rozaduras por todas partes.

Tercer trienio, o avistar tierra. Entonces yo, semilla al viento, diente de león soplado, encontré suelo donde echar raíces, y no fue en un lugar sino en alguien. Sin aquellos años anteriores no hubiera sido posible. Sin la toma de posesión y la huida previas. Las prendas verdes se multiplicaron por dos en mi armario y a mis pasos les creció un eco. El madrugar se hizo pauta y el trabajo se volvió un asunto austero y digno. Mi compañero de desayuno, cena y guardias me enseñó a reconciliarme con el deber, me enseñó sobre todo el valor del cuidado. Y lo cotidiano se hizo ética.

Cuarto trienio, o la madera. El brote tira hacia arriba, despunta de la tierra, crece. El tronco se lignifica y aprende así a soportar embates. Gana en aplomo y en transigencia. Su movilidad se limita pero, a cambio, aprende a intercambiar virtuosamente con su medio. La robustez lo vuelve mucho menos exigente. Así aprendí yo a vivir estos años. Dejando de reprocharle al paisaje sus carencias. Curándome sin apenas darme cuenta de aquellos casis.

Quinto trienio, o el sentido. Y entonces te das cuenta de que estás donde tienes que estar, en este instante. De que trabajar puede ser algo más que levantarte de la cama cuando no quieres, cumplir decentemente con lo que se te encarga y hacer hora hasta el día siguiente. Se produce una alineación milagrosa entre tu obligación, tus valores y tus capacidades. Lo silvestre te reclama de nuevo y tú lo atiendes en cualquier parte. En la oficina, sobre el asfalto, a cinco grados bajo cero o a cuarenta. En olivares embarrados, en el ala rota de un búho, en los gusanos glotoneando cadáveres. En cada bache, cada zorro atrapado en un lazo, cada árbol que pese a su soledad rebrota. En la generosidad de compañeros admirables.

Hoy hace quince años que empecé a hacerme adulta y atenta, y ya no dudo de si caerán más trienios, como entonces, sino qué subtítulos llevarán los que vengan. Sólo espero que, si vuelve a verme, aquel primer agente pueda decir por fin: esta tipa ha encontrado algo así como una vocación, tiene cierto fuste y quizás también alguna idea.


La ocasión merece que me salte mi norma de no mostrarme, y mucho menos de uniforme.


domingo, 15 de abril de 2018

La nutria Esperanza



Desde hace algunas semanas la ciudad tiene una imitación más lograda de río, y no el habitual eufemismo. Cambio de ruta para ir al gimnasio, sólo para ver un ratito más largo trotar el agua entre su faja de cemento, opresiva. No es un gran espectáculo. El ritmo del corazón no se acompasa por fin con nada. No lo hace gorjear la belleza. Los arquetipos de lo silvestre, encriptados en el cerebro, no encuentran correspondencia con el paisaje. No hay aún verdadero río, pero sí al menos agua. Caída del cielo, derramada por laderas mondas, posada, blanco sobre blanco, sobre la montaña. Agua que oculta la vejación de su lecho de fábrica. Granada tiene un tajo ancho y casi siempre muy poca sangre.

No, no es un río. Algunos secos se merecen más ese nombre. Un río es agua que se dirige a alguna parte, y otras cosas. Es vegetación, croar y trino. Celosías de sombra y luz en la orilla. Alas traslúcidas, patas delgadas, huevos pegados a las piedras y al envés de las hojas. La bruma izada por mañanas frías. Muda y mandíbulas. Un continuo runrún de devorar, cambio y cópula. Es veleidad y certidumbre: una amenaza continua de avenida; una garantía de flujo. Hay que saber soportar los excesos del agua. A veces hay que esperarla con estoicismo, o hay que ir a por ella a lo profundo. A veces también hay que aprender a ahogarse. Corra el agua atropelladamente o se deslice, un río es una escuela de mansedumbre.

En su paso por el centro urbano al Genil le han amputado las riberas. Me recuerda a los pies vendados hasta la deformidad de las damas chinas. El agua encajada a la fuerza en su jaula de material impermeable. Demasiado liso, demasiado esquivo a las conversaciones naturales. No hay semilla que sepa abrir el cemento, ni un desliz de las paredes verticales. Nunca pierden su compostura hosca, nunca se dan al abrazo. Pero las nutrias encuentran agua y no pierden la esperanza. Y yo, consecuentemente, tampoco.

Me desvío un poco de mi camino por si hoy tengo suerte. Bajo en dirección a lo que ya no es vega, el sol en la cara, nubes como edredones. A veces el cielo tiene ese aire tan doméstico. Intento comprender los bloques de pisos como acantilados, el río un cañón como tantos, un ecosistema críptico que sólo necesita una dosis extra de atención y amor para ser descifrado. Y me aposto donde hace un par de meses se vio a la nutria. Zambulléndose una y otra vez en esta caricatura de río como si hubiera alcanzado agua prometida. ¿Jugando a pescar como juegan los gatos al cazar ratones invisibles? Alguien grabó sus retozos a la luz de las farolas. ¿Intuyó el animal en esa rara luz algún tipo de magia? ¿O simplemente aceptó lo que se daba? Subió explorando el curso de lo que ella no diferencia como río o no-río. Encontró una bañera y chapoteó en ella a su antojo. Como si cualquier lugar fuera bueno para ser nutria. Llevaba el río en sí misma y, en su escarceo, se lo donó a este canal urbano.

Yo quiero ver a la nutria para que me desmienta que estamos fuera de sitio. Que se puede nadar en cualquier parte. Que las semillas bravas pueden arraigar en cualquier cauce arisco. Que las relaciones naturales amputadas pueden volver a injertarse.


Al pie de un puente, por fin huellas, agua firmando el barro, y quién sabe qué pasajeros en las ramas muertas.


domingo, 8 de abril de 2018

Soy canción



Cuando el absurdómetro se dispara y los “por qué” y “para qué” invaden mi mente como jaramagos en los solares; cuando me desboco y me doy cuenta pero no puedo pararme, igual que cuando sueño que conduzco un coche sin saber realmente; cuando la vida bien aprendida se pega a las paredes del corazón como sarro; cuando no comprendo nada; cuando comprendo demasiado a la ligera y se me olvida sorprenderme; cuando soy capaz de inventarme un catálogo de excusas para vivir, digamos, al sesenta por ciento; cuando me aburro de ver siempre el mismo ciprés harapiento al otro lado de la ventana, el mismo naranjo mal podado; cuando las personas se aíslan detrás un foso de palabras; cuando una pantalla tras otra pantalla tras otra pantalla; cuando me envenena la cháchara:

Entonces abro mi libro de David George Haskell. Verbo bien trabado como el caldo en un guiso de abuela. Mano fría en la frente. Ojos dialogando con ojos. La luz de una iglesia sin llagas sangrantes ni vidrieras. Esa sonrisa que se basta a sí misma para decir “podéis ir en paz”, para que te lo creas.

Da lo que promete, y con propina. Su subtítulo propone Un viaje por las conexiones de la naturaleza, pero como todo viaje que merece ser contado, el viajero termina siendo lo mismo que el camino. Ese es el regalo extra: tú, lector, no te limitas a admirar el tapiz apretadísimo de las cosas de ahí afuera, sino que eres anudado a la trama y pasas a ser parte del dibujo. La naturaleza revelada es una red, pero tú no eres el pez atrapado en ella. Eres uno más de los infinitos nodos. Eres parte inseparable. Eres el libro y eres naturaleza.

Y por eso el libro me apela y me explica, y yo acudo a él a veces como si fuera una forma de I Ching. Esto eres, esto puedes ser, apunta, según el talante con que lo abras. Puedo ser la necia que cree que la arena es roca y ahí construye, o la palmera que surfea playas arrasadas por temporales y ha aprendido a crecer en medio del cambio. Puedo ser el olivo añoso y hueco, el tronco original ausente, las ramas dando sombra y fruto a partir de brotes de raíces que sustituyeron al crecimiento antiguo. Mi configuración puede ser flexible y al mismo tiempo estable. Puedo ser distinta y la misma. Una sola y el todo. La misma cosa que el silencio o el ruido. Puedo mordisquear los jaramagos antes de que se marchiten. Puedo ser yo y lo que hay detrás de la ventana, el polen del ciprés y las naranjas de un árbol descuidado que sigue floreciendo, dialogando con el cielo y las abejas, fructificando.

Descuidados y sin más programa que su impulso. Como la de detrás del vidrio.


Y puedo no imitar a la naturaleza, sino serla. Seguir así el impulso irrefenable de la vida de convertir la luz solar en canción. No hay solamente una forma de hacerlo. Resonará o no en tu cerebro en forma de estas palabras. Seguirá el ritmo de mis pasos y mis saltos. Será un latido discreto cuando esté tumbada en la cama y callada y parezca que no hago nada. Hará dúo con tu respiración.