miércoles, 30 de octubre de 2013

La contramañana

Rozo con la nariz tu frente suave y mullida, como de peluche. Me haces cosquillas negligentes con las pestañas. Fuera hay coches, martillos percutores, escombros que alguien arroja a una cuba metálica, chavales que suben la cuesta repasando en voz alta la lección de la célula. También tu respiración hace un rato que se ha hecho sonora. Te odio un poquito por eso. Tan a gusto, tan tranquilo, controlando tan a placer la vigilia y el sueño. A mí los coches me atropellan el tímpano que no se apoya sobre la almohada. Los martillos me están dejando el cuerpo como un colador. De mi calma no quedan más que cascotes. Mis células se han olvidado de cooperar entre sí formando tejidos. Cada una hace la guerra del despertar por su cuenta.

Es como cuando te vas a la cama a las seis de la madrugada, y sólo hora y media después un biorritmo implacablemente diurno se empeña en zarandearte. Es la sensación de que durante ese mezquino trozo de sueño alguien ha jibarizado tu cráneo hasta dejarlo del tamaño del de una gallina, sin molestarse en adaptar el tamaño de tu impertinente cerebro humano. Falta esqueleto para tanta mente despabilada e inútil. Imágenes del día anterior se mezclan con frases aleatorias de textos que todavía no he escrito y combinaciones de todos los alimentos que hay en mi cocina. Un derroche. Los sesos me revientan por las rendijas mal encajadas de los ojos, por las orejas, por todos los agujeros del colador que soy. Muero de sueño, en definitiva.

Y mi mente no para de farfullar. Me recuerda a los paneles de mandos que se vuelven locos cuando Houston ha dejado de hacerle caso a los astronautas. Le ha dado por hacer listas de aversiones intrascendentes y malestares que nunca llego a expresar para que no me llamen quejica. Horripilancias canijas con las que entreno mi imperturbabilidad. Pero tú te has dormido, aunque después por solidaridad lo niegues, así que no hay razón para disimular. A ver. Echar gasolina. Un día de estos formaré un trombo en la circunvalación por culpa del odio que me da repostar. Me hace sentir como el director de orquesta que interrumpe airadamente la obra porque al gilipollas de turno se le ha olvidado silenciar el móvil. Más. Pelar huevos duros. ¡Pelar huevos duros! Algunos se resisten y te niegan el placer de liberarles de toda la cáscara con una sola y elegante monda. Parece como si los estuvieras desollando. Torturando. Intentando arrancarles sádicamente el secreto de quién fue antes, si ellos o la gallina. Y cómo se ven luego de feos, tan poco ovoides, cubiertos de cicatrices de acné.

Sigo con el despertador. Peor que suene es despertarte fulminantemente dos horas antes, y no volver a dormirte. Y peor, mucho peor que eso, es lo que nos ha pasado hoy. Despertarte a las seis de la mañana, adelantándote media hora al timbrazo maligno. Alargar el brazo hacia el bulto antropoide de al lado. Remolonear. Levantarte. Recuperar serenamente tu mismidad. Invertir unos ahorrillos de brío y contento en la amable ceremonia del desayuno. Recoger la mesa y ocupar por turnos el baño, con una precisión de atletas que se pasan el testigo. Empezar a vestirte, y cuando ya sólo te queda atarte las botas, enterarte de que en realidad tienes turno de tarde.

Horror. Reproches. Grandes suspiros mordaces. Y sólo entonces, el rebobinado. Fuera botas, fuera uniforme. Vuelve a la cama, lee unas pocas páginas para que los ojos se olviden de la mañana. Alarga un brazo hacia ese bulto antropoide más adaptable que tú. Hay tanta luz que ya no es un bulto, sino un Homo sapiens en toda regla. Espera a su lado a que el sol vuelva a esconderse por el este. Ignora la tostada que trata de desandar el camino esófago arriba. Eso es nuevo. Deja de hacer listas de cosas molestas. Nuevo, también. Duérmete. Tal vez consigas que el reloj invierta su curso, como Superman cuando muere Lois Lane. Tal vez dentro de un rato estés cenando de nuevo, llegando del gimnasio, conociendo a amores y amigos perdidos, reviviendo a los muertos, empezando la carrera, descumpliendo años, naciendo otra vez.

Podría ser, si no tuvieras una mente que se despierta inexorablemente. Que hace estallar como un terrorista suicida su carga de escenas recién leídas, titulares radiofónicos de las siete de la mañana, estribillos de anuncios, lamentos encriptados y penosas listas. La mañana sigue ejecutando una música que nunca escuchamos mientras estamos en la cama. Abro un ojo sufrido y miope. Hay un borrón rosa en el cielo azul bebé. Es raro. Como si fuéramos fantasmas nuevos y contempláramos con nostalgia una rutina que ya no es la nuestra. Como mirar el día por la espalda.

Es raro, y es fascinante. Como mi mente es hiperactiva pero buena persona, ahora recuerdo cuando se hace de noche en las cunetas. Los faros del coche iluminando la hierba seca y aporreada, convirtiéndola en un mosaico de la Basílica de San Marcos. La silueta negra de los cardos contra un cielo de porcelana. Todo el paisaje escondiéndose, arrullando, y yo muriendo de amor, atenta a toda esa belleza escondida en las trivialidades, observando asombrada la cara oculta del mundo. 

Justo como esta mañana en la que ya no quiero dormirme.

lunes, 28 de octubre de 2013

La huella

 
Lo miraba con una especie de rabia perfectamente camuflada tras la sonrisa. Esa mínima sonrisa de cuello ladeado que él más que nadie reconocería como suya, y que tantas otras veces había sabido entender como una invitación a ponerse cómodo y compartir ironías. Lo miraba como si la rabia fuera un haz de rayos X capaz de ver lo que de verdad había más allá de la piel llena de historia, de los huesos siempre elegantes, de los ojos de animal salvaje.

Todavía no había conseguido vislumbrar nada. De vez en cuando fruncía un poco el ceño, sin dejar de sonreír nunca, como si quisiera recalibrar el aparato. Pero no parecía que pudiera resolver la incógnita de modo que los dos términos de la ecuación quedaran satisfechos: su necesidad de saber por qué maldita razón llevaba fascinada por ese rostro desde la facultad, y su lealtad a tantos años de arrebato.

Le tomaba el pelo suavemente a costa de las arrugas y las mudanzas y los negocios fallidos y, mientras, seguía estudiándolo. Como un gato al que queremos disculpar porque sólo está jugando, pero que termina machacando al ratón. Observaba la manera en que la nuez apenas perceptible subía y bajaba con cada trago de cerveza, recreándose al pensar que esa sed de explorador no estaba justificada. Escrutaba todo lo que siempre le había envenenado la sangre. El mechón que dejaba caer sobre la frente y que sólo soplaba cuando ella estaba a punto de alargar la mano para apartárselo. La punta de las pestañas, rubia como las de un niño que ha pasado mucho tiempo en la playa. La cicatriz junto al codo. El color tostado de los brazos. Cuando ya había completado el repaso, escuchaba por fin lo que decía. No tenía que pelear mucho consigo misma para reconocer que no era tan gracioso ni tan interesante. Había veinte mil blogs en internet que narraban punto por punto cada uno de sus viajes; cien mil cuentas de Facebook en las que se hacía alarde de un mismo tipo entre blanco y negro de chistes; un millón de personas que disparaban bonitas fotos en blanco y negro sobre el asfalto mojado, maniquíes pasados de moda, chicas con el maquillaje corrido esperando el amanecer bajo una marquesina. Con un tono de revancha, se dijo a sí misma que podía relajarse. Recitaría su correspondiente papel en aquella charla de viejos amigos que se obligan a seguir coqueteando, y después se marcharía tranquilamente a casa. Ya estaba curada de encanto.

Y sólo cuando se aseguró de que él era sexy, pero no tanto; de que el humor gamberro que le recordaba era más bien amable; de que la incitaba a hablar de su vida con una insistencia que cualquiera hubiera podido interpretar como nervios, pudo fijarse en la huella de pintalabios que le había plantado al saludarlo. Ahí estaba, el perfil de su boca en un color ciruela todavía satinado, más patente en la mejilla izquierda que en la derecha, un doble arco iris. Estuvo a punto de levantarse de su asiento para limpiarla con una servilleta. Hubiera sido un gesto íntimo, una vuelta de tuerca a la antigua sonrisa de invitación. Una manera de demostrarse a sí misma que su tacto ya no tenía poder para hacer que le temblaran las piernas. Pero la dejó seguir ahí, al estraperlo. Él no parecía darse cuenta, a pesar de lo untuoso y aromático que era aquel pintalabios caro. Se lo imaginó caminando hacia el parking, inconsciente todavía de que llevaba aquel sello que lo marcaba como un hierro, aquella señal de territorialidad. Pudo verlo dándole explicaciones a la novia de turno, pechugona y más bien jovencita; mirándose luego al espejo antes de lavarse la cara, con una repentina nostalgia.

Dejaron la barra del bar después de un tiempo prudencial. Él dijo cualquier cosa sobre madrugones y despertadores, ella se dejó invitar. En media hora no quedaría en la mejilla de él ni rastro de su pintalabios, ni en la fantasía de ella combustible para seguir construyendo imágenes románticas. Se separó de él con un par de besos, colocando sus labios justo sobre la huella de los primeros. Procuraba acostumbrarse a la idea de que por fin estaba libre. No dejaba de repetir su nombre mentalmente, como si fuera un salmo.

sábado, 26 de octubre de 2013

Los catequistas


Hay páginas de internet y de suplementos dominicales por las que ya ni te asomas.

 No hace tanto aún confiabas en ellas. Leías cada una de sus frases con el talante entregado de un feligrés palmeando coros de góspel. Luego volvías al mundo con la cara caliente, y ganas de demostrar hasta qué punto se justifica tu presencia en él. Hacías listas, respondías aplicadamente a las preguntas que te planteaban, trazabas mapas para llegar de manera directa al tesoro de tu vida. Mirabas hacia atrás, y te maravillaba la ingenuidad con que hace cinco, diez años, calibrabas cuántos progresos habías hecho contigo misma. Te intrigaba si dentro de otros cinco, diez años, volvería a maravillarte tu ingenuidad actual. Enchufabas tus circuitos mentales a la fuente de energía segura que suministraban esas páginas, y alimentando así tu natural optimismo, mantenías la fe en un avance tozudo, sin vuelta de hoja, constante.

Ahora su tono admonitorio ha empezado a mosquearte. Su discurso se ha convertido en un uso inapelable. Como Twitter, como la criminalización del azúcar, como decir kindle en lugar de libro electrónico. Por todas partes te encuentras la misma advertencia. En mayúscula, incluso, para que leas también con las orejas. Así: VAS A MORIRTE. Tienes una sola vida, una sola oportunidad en el bingo desmesurado de la existencia. Como si no lo supieras de sobra. Como si te revelaran un jugoso secreto. Como si no necesitaras Biodramina cada vez que, al acostarte, te das cuenta de que la rueda de días y de noches a la que estás enganchada, de semanas y meses y años, gira demasiado deprisa. Te topas una vez más con el memento mori reglamentario, e inevitablemente recuerdas a la catequista que, de manera un tanto rijosa, intentó volcar en tu mente la certeza de una eternidad en el infierno. Tú preguntabas ¿cuánto dura la eternidad, un millón de años? Y ella respondía: un millón por un millón por un millón, por un millón de años, ardiendo hasta el infinito. Y después andabas mirándote a los pies por la calle Victoria de Málaga, y al llegar a casa el bocadillo de chorizo con Tulipán apenas si te pasaba por la garganta.

Se te acaba el tiempo, colega


Estos nuevos catequistas tratan de guiar igualmente tu conducta y de convertirte en un prosélito. También ellos tienen un credo y un único dios. En sus altares gobierna un tipo de ser humano distinto. Más espabilado, más determinante, más productivo. Más feliz, sobre todo. Un código de mandamientos media entre ti y ese ser humano en el que podrías convertirte. Uno: aclara qué es lo que más te importa en la vida. Dos: imagina cómo sería esa vida perfecta si el dinero no fuera un problema. Tres: labra tu propósito en una placa de mármol. Cuatro: desglosa ese propósito en metas, proyectos y acciones. Y quinto: por el amor de dios, actúa. ¡ACTÚA! También en mayúsculas. Corre, invierte, deja el trabajo, abandona a tu marido, pon un negocio, haz realidad tus sueños; haz, a secas; rinde, deja huella. Toma las riendas de tu identidad. Sé de una vez lo que quieres ser. Lo que te apetezca. Cambia. Dirígete hacia ello. Ahora, ahora mismo. No pongas excusas. No lo dejes para septiembre o para después de Nochevieja. No tienes tanto tiempo. Polvo eres, recuerda.

Y sí, ya sabes que los preceptos de esta nueva religión del Entusiasmo y la Obra son intachables. Que los profetas que anuncian una vida más rica tal vez tengan razón, seguro que sí. Sabes que la tierra podría ser un lugar más habitable si cada persona trabajase con alegría y eficiencia en pos de su propio sentido. Pero no puedes evitar sentirte hostigada, observada por el ojo implacable y omnipresente de tu mejor yo. Te vas a la cama a veces cansada de tanto apremio, con la sensación de no haber trabajado bastante, y el temor de ser tú también ese tipo de persona indolente y conformista. Con un remordimiento vecino al pecado.

Cuando apagas la luz de la lamparilla obediente, y te arropas y entregas al abrazo de un colchón fofo que, comparado con otros, soporta muy pocas preocupaciones, te dices que vivir bien no debería de requerir tanto método ni tanto trabajo. Es verdad que podrías ser más. Desarrollar más facetas, girar alegremente en el carrusel de las identidades, cumplir tu potencia. Pero un poco antes de quedarte dormida se te ocurre que esa avidez de ser quizás no sea diferente de la enfermedad consumista. Basta cambiar el verbo tener por el hacer, y el hacer por el llegar a ser. Con una respiración tan lenta ya como la de una ballena, apuestas a que ni tú ni el mundo necesitáis tanta abundancia.
 

jueves, 24 de octubre de 2013

Peregrinos (V): La revelación

 
Entraron en la azotea, procurando hacer poco ruido. Y les he dedicado tiempo bastante como para saber lo que eso les cuesta. Se agacharon sobre el cuerpo tendido de Pit Bull, le pusieron las manos encima, lo estudiaron por aquí y por allá, y se lo llevaron. Se dice tan rápido que parece un insulto. Uno de ellos lo alzó del suelo, y se lo llevaron. Así de simple. Pero me causó una impresión tan distinta. Todos sus gestos eran mudos y pausados. Como si les diera apuro despertar a Pit Bull. Y entonces me acordé de algo que, dadas las circunstancias, tal vez estaba fuera de lugar.

Fue en una de esas noches encantadas de un verano que ya se ha esfumado. El día era una pasta de sudor y modorra mientras el sol estaba en lo alto, durante tanto tiempo seguido que era inevitable sentir que estaba siendo juzgado. Pero luego, cuando el sol se escondía, el aire empezaba a despertarse, y con él, todas las cosas vivas del mundo. Nacer otra vez así, desperezarme y ser testigo de cómo lo de dentro y lo de fuera empezaba a reactivarse, me provocaba una alegría que sólo podía controlar con silbidos. Si alguno de los otros estaba cerca, me lanzaba una de esas miradas piadosas que he aprendido a apreciar. Pobre Lento, se leía en sus rostros, qué poco le faltó para morirse. Y es verdad que faltó poco. Tan poco que hasta resucité. Por eso, cada vez que volvía la noche y un hormigueo empezaba a despabilarme los miembros cocidos, comprendía que se estaba operando un milagro. Y entonces me mantenía despierto hasta que otro sol jovencito se envalentonaba otra vez. 

Me pasaba la noche volando, subiendo, bajando en picado, entrenándome, haciendo el idiota sin que ya me importara. Y cuando sentía que me iba a estallar el pecho de la alegría y del esfuerzo, buscaba un sitio alto, y me tragaba el paisaje de unos cuantos bocados. Así fue como descubrí el Rectángulo Mágico donde sucedían cosas que no parecían estar conectadas con nada de lo que lo rodeaba. Un coche, que es como se llaman los animales que usan los Gigantes para desplazarse como locos, estalla con un estruendo de fin del mundo; unos perros de muchos colores hablan sin trabas el lenguaje de la Gente Grande; y mientras, ellos, los Gigantes, miran todo lo que pasaba en ese Rectángulo, sentados enfrente, sin inmutarse. Tardé en acostumbrarme a ese prodigio, pero con el tiempo supe que los peligros que ahí se veían eran de mentira. Acudía todas las noches. Ponía la misma cara descuidada y atenta de los Gigantes. Veía cosas extraordinarias. Gigantes de mentira haciéndose daño, o pegando sus bocas y sus raros cuerpos sin pelaje durante ratos muy largos.

Y cuando vi a aquellos dos de verdad coger a Pit Bull, noté que sentían una pena parecida a la mía. Lo levantaron con una delicadeza como la que una vez vi en el Rectángulo Mágico, cuando un Gigante de mentira cogía entre sus brazos a una Giganta de mentira que acababa de morirse. Entonces lo supe por fin. La vida de Pit Bull fue simple y directa, como un golpe en la crisma. Y sólo después de su muerte lo vi todo claro. Comprendí que había un vínculo especial entre nosotros y los Gigantes, un vínculo que no era de violencia o desprecio, sino de cuidado. Esos animales turbulentos y ruidosos nos cuidan, nos llevan cuidando desde que nacimos. Tuvieron que llevarse a Pit Bull para que pudiera empezar a atar cabos.

Es verdad que algunos de ellos nos separaron de nuestros Padres y nos trajeron hasta esta azotea. Pero, en cierta manera, esos Gigantes también eran los padres de nuestros Padres. Allí, de donde vienen mis primeros recuerdos, vivíamos todos juntos, entre cuatro paredes estrechas, mi Hermano, Madre y Padre, y algunos otros que se quedaron y que ya no sabría reconocer, si los viera. Sonoban unos extraños trinos muy parecidos a los que luego sólo he vuelto a escuchar en en el Rectángulo Mágico, o escapándose de las madrigueras y los coches de los Gigantes. Uno de esos trinos era suave y meloso, y cada vez que sonaba, luego me parecía entender algo así como Biber, y por eso fue que llamé así, más tarde, al más fino y presumido de mis compañeros de periplo. Otro trino era más bien como el ladrido de un perro, áspero, terco y enérgico, y después de escucharlo, en vez de Biber, yo entendía Pit Bull... Más cosas. Nunca vi cazar a mis padres. Nunca los vi volar siquiera. Yo entonces era muy pequeño, pero sí sé al menos que la comida sabía igual que la que aquí fue apareciendo puntualmente los primeros días. Luego dejó de hacerlo, y yo estuve a punto de morirme, porque era incapaz de cazar y zamparme a las palomas con las que retozaba por los aires.

Tengo unas pocas imágenes de lo que vino después. Hasta ahora las había achacado al delirio del hambre. Caras sin pico que me miran de muy cerca, tan preocupadas como las de aquellos que se llevaron a Pit Bull. La dulzura casi insoportable de dejarme llevar. Paredes blancas. Una Gigante con la cabeza rubia, vestida igualmente de blanco, amable como un ángel. Comida. Comida. Comida. Triturada y fresquita. Comida. Abrir los ojos y ver otras cuatro paredes y un suelo de grava, y estar a punto de creer que iban a aparecer los Padres. Pero me paso el día solo, comiendo comida bien muerta y, poco a poco, moviendo de nuevo las alas. Una puerta que se abre, un par de Gigantes que entran, una oscuridad repentina, un jaleo que ya no me asusta, y después, un golpe de luz deslumbrante. Poco a poco se van definiendo las cosas. El suelo rojo de la azotea. Mi Hermano, hola, Hermano. Biber en el tejado de enfrente, juraría que sonriendo. Pit Bull llega del cielo dando aletazos marciales. Estoy en mi casa de nuevo. Mi casa. Con mi familia. La comida ya nunca falta, pero a veces me esfuerzo, hago lo que tengo que hacer, y cazo. Me lo dijo una vez Pit Bull, el pobre bruto querido de Pit Bull: tarde o temprano, aceptarás lo que eres. Y poco a poco lo voy aceptando. Soy un ser híbrido. Alguien con plumas que se relaciona con seres con plumas y come cosas con plumas, pero que ha crecido y pasa sus días en el mundo loco de los Gigantes, por obra y gracia suya. Alguien que sabe volar y que tal vez sea capaz de elegir bien su sitio.

Sólo espero descubrir con el tiempo cuál es ese sitio al que pertenezco.

martes, 22 de octubre de 2013

Las piernas seducidas


Yo no sé por qué el corte de mis mallas se llama corsario. Vale, a lo mejor la persona que le dio ese nombre inauguró su ardorosa pubertad viendo películas de piratas, y se figuró que justo donde empieza la piel desnuda, terminaba la bota de Sir Francis Drake y del Capitán Garfio. No sé tampoco por qué yo elegí ese modelo tan ñoñamente instalado en la medianía. En el vestir deportivo, uno debe dejarse de grises y escoger entre pantalones cortos o largos. Un tipo de mallas políticamente correcto no lleva a ninguna sitio. Deja al aire trozos de anatomía poco amigos de la consistencia. Te fuerza a la depilación. No te libra del calor ni del frío. Tampoco tiene sentido cuando el tiempo es ciclotímico.

Cuando salí del gimnasio esta tarde, las calles estaban empapadas, y mi bronceado iba dejando charcos color arena a cada paso que daba. Antes de salir de casa alguien había metido en mi mochila un paraguas. Alguien que no cree en absoluto que la imagen de mí misma disolviéndome bajo la lluvia sea una figura literaria. Alguien que se imagina que estoy hecha de tinta, o que una horda tártara de virus permanece latente en mi piel y mis mucosas a la espera de las primeras gotas revivificadoras. Bendito seas, alguien. Más razón que un santo tenías cuando, apropiándote del tono de voz de mi madre, me recomendaste que dejara de presumir de gemelos y me pusiera algo más largo. Nunca vas a saberlo, porque me hice jovialmente la dura al llegar a casa, pero, sí, tuve que secarme las pantorrillas antes de abrir la puerta para que no me regañaras.

Pero ¿sabes una cosa? Sólo esas primeras gotas sobre la piel fueron desagradables. Una especie de alteración del orden social, un abuso de la intimidad, una pequeña violación. Por estas latitudes los humanos sólo nos empapamos por inmersión voluntaria. No toleramos muy bien que el cielo nos imponga sus caprichos donde no llevamos ropa. ¿A que no? Es enojoso sentir esa humedad extranjera, así, al aire libre, fuera del ámbito confidencial de nuestros cuartos de baño. Casi tan molesto como, para algunos, los desconocidos que no se cortan en invadir el espacio ajeno. Reconozcámoslo, no nos han hecho para aguantar chaparrones a pelo, ni tampoco para tocarnos.

Pero, poco a poco, la sensación fue evolucionando, y me empezó a encandilar la manera en que algunas de las gotas que repiqueteaban sobre el paraguas terminaban finalmente por descolgarse hasta mis piernas. Llovía sobre los tejados, sobre las farolas, sobre los arbustos en flor todavía, sobre los plátanos a punto de comenzar su striptease, sobre mí misma. Se iba diluyendo muy modestamente mi callo de civilización. Es verdad que mi cabeza seguía seca pero, como por capilaridad, desde la piel llovida fue ascendiendo hasta ella el recuerdo de otras ocasiones en las que no me importó mojarme. Recordé días de trabajo, más de dos, más de cuatro, en los que, estando sola, me sorprendió una tormenta. Recordé el sonido imperioso del agua sobre el techo del coche. Y me vi a mí misma saliendo un momento, alzando la cara hacia un cielo blanco, empapándome tanto de lluvia como de unos olores hasta entonces guardados en la caja fuerte del aire. Me vi rodeada de brezos y con las uñas un poco negras por haber cogido unas setas. Me volvió a pasmar cómo la seguridad de las formas quedaba en entredicho, cómo todas las cosas bajo las nubes, incluida yo misma, se iban desdibujando. Vi los árboles goteantes, y los primeros volcancitos abiertos en el polvo del camino, y grandes lajas de piedra estampadas de líquenes que me hicieron sentir paleolítica. 

El granizo en un parabrisas convierte en recreo el trabajo.
 

Vi todo eso camino de casa, y el luto por la pérdida de luz dejó de agarrárseme a la garganta.


domingo, 20 de octubre de 2013

Ser un árbol (I)

 
Ellos miman sus coches con un champú específico, mientras yo hago el canelo bajo el olivo. Así es cómo pasa la mañana de este domingo. Pobres, mi silueta vacilante reflejada en la carrocería los debe de estar distrayendo. Levantan la vista y tratan de respetarme como un viejo belga a un negrito del Congo. Eh, qué bien, tú, dice el más joven y menos circunspecto, aquí unos hacemos cosas de provecho mientras otras se entregan al ocio. Y una mierda, quiero replicar, pero me contengo, porque este ejercicio apela también al temple y a la entereza. Se trata de dejar el ego a un lado, de no sentirse humillado por las propias limitaciones, de perseverar y tener paciencia, y de todas las demás zarandajas bienintencionadas. Por eso me limito a contestar que lo que hago no es ocio, que estoy trabajando en provecho de mi cuerpo, y que cuando tenga ochenta años podré llevar todavía la nariz a las rodillas, mientras tú, chaval, le sacas brillo con el culo al andador. Reconozco que no es la más ecuánime de las respuestas. Pero es posible que haya empleado toda mi entereza en el intento de no lloriquear. ¿Este ejercicio va de aceptar? De acuerdo. Acepto en silencio que ya tengo una pelvis de bisabuela. Es como si la mafia me hubiera hecho un ataúd de hormigón en torno a las caderas.

A lo mejor es que no he elegido el árbol correcto. A lo mejor este olivo es consciente de cuántas veces he despotricado contra la muchedumbre avasalladora de sus parientes del campo. Podría apoyarme en cualquier otro de los árboles de mi padre. ¿El pino? Bastantes penas de piel sufro como para que encima me ataque alguna oruga kamikaze de procesionaria. ¿El granado? Qué va, con esas ramas tan bajas. ¿La palmera? Muy grácil, sí, pero tan poco hospitalaria. Los aguacates...¿Por qué no? Al fin y al cabo, un aguacate tiene una fisiología delicada similar a la mía: ninguno de los dos somos amigos de los aires secos ni las temperaturas extremas. Un aguacate no escatima en lustre ni en hojas. Tiene una copa frondosa capaz de abrigarte como una cabaña. Un aguacate no es austero ni puritano ni sabio. Sirve para trepar y asomar la cabeza entre el verde. No es un quejigo andaluz, pero tal vez me pueda servir como ejemplo.

Es que me he propuesto dedicar el domingo a practicar la postura del árbol. Dos semanas de gimnasio me han bastado para descubrir que carezco de equilibrio físico. Hasta el punto de llegar a pensar que más que los pies, me sostiene la voluntad. Funciono relativamente bien en movimiento, aunque casi me dan mareos si al andar me miro a la vez rodilla y tobillo, de tanto como basculo el pie hacia dentro. Pero cada una de mis piernas, por separado y en estático, parece un manojo de espinacas, de tan endeble. En clase de yoga me voy siempre a pique. Como el Titanic.


Vrkasana. Me cuesta menos pronunciarla que practicar.


Y Eso Tiene Que Cambiar. Poco a poco se va dibujando en mi mente el propósito vital de llegar a convertirme en un árbol. Trataré el tema en otra ocasión. Ahora sólo quiero que se me vea porfiada y tambaleante, haciendo esfuerzos mediocres para lograr mantenerme enraizada. Troto cuestecilla abajo hacia el huerto, acordándome de esa leyenda familiar que cuenta que una vez mi tío, de pequeño, no se levantó de la mesa hasta que no aprendió a silbar él solito. Me meto en la gran tienda de campaña que forman los aguacates. No hace mucho que mi padre ha regado. En la trama de luces y sombras tan parecida a una duermevela, las gotas de agua se ven sólidas sobre la hojarasca. ¿Quién no contempla las capas de hojas caídas sin calibrar el paso del tiempo? ¿Y quién alza la vista hacia la copa traslúcida de un árbol y no siente el deseo de subir a lo alto? He venido aquí para amaestrar a mi cuerpo, pero antes tendré que aplacar mi infancia. Me subo a la horquilla, alcanzo la rama más gruesa, me tumbo sobre ella como un guepardo con ganas de siesta. Me enderezo de nuevo, y pongo la cabeza al ras de unos frutos que, desde el suelo, costará coger con las manos. Parecen un par de pendientes. Me pregunto por qué no paso más tiempo bajo los árboles. Me respondo que soy una especie sensible a la fragmentación de su hábitat. Y me bajo de entre las ramas con un cuidado más propio de la mujer adulta que de la niña.
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Por fin me pongo a hacer equilibrios. Sobre la pierna derecha. Me tambaleo. Echo pie izquierdo a tierra. Sobre la pierna izquierda. Me tambaleo. Echo pie derecho a tierra. Trato de colocar un talón cerca de la ingle contraria. Ni de coña: el pie resbala solo por la cara interna del muslo, como si mi piel fuera mucilaginosa. Concentro mi atención en dos frutos que pronto serán guacamole. Me concentro tanto que creo que los estoy madurando. Vuelvo a desestabilizarme.

Y a punto ya de lanzarme a otra actividad que los demás aceptarán como provechosa, miro a mi alrededor. Las gotas se ven tan sólidas que el suelo parece Tiffany´s. Mis pies descalzos se esconden bajo la hojarasca, como setas o como brotes. La luz sigue dibujando encajes a cuatro manos con la sombra. Las hojas grandes y verdes todavía me parecen lo más acogedor de este mundo. Nunca estoy sola bajo este dosel. Y me lo paso bien intentando y fallando y volviendo a intentarlo. Acallo el guirigay de mi mente en torno a una intención y, mientras tanto, hago. Al menos en eso sí me mantengo estable.

viernes, 18 de octubre de 2013

Ciudades que cambian


Salto de foto en foto sin centrarme demasiado en ellas, como un turista de crucero que pasea la mona un día por Florencia, al siguiente por Túnez, al siguiente por La Valetta. Son fotos curiosas, tiernas, de cuando el siglo XX era todavía un proyecto y las ciudades españolas olían a mierda de caballo y personas. Voy jugando a descubrir sus nombres antes de echarle un vistazo rápido a las etiquetas. Málaga. Sevilla. Toledo. Por supuesto que no soy capaz de reconocer Alicante en ese puerto coqueto en torno al cual se arracima un barrio de casas pequeñas. No he estado nunca en Alicante, pero algo me dice que hace ya mucho tiempo que un pez tremendo de hormigón y asfalto devoró a ese pececito que parecía de barro. Cádiz, con la vista del Pópulo y la catedral, tampoco ha cambiado tanto, y por eso mismo me casaría con él. Granada, como cinco veces más flaca, porque las ciudades también engordan con la edad. Mi casa que está ahora en el centro era entonces el campo, y los ríos se merecían su nombre, y apenas si se podía caminar en clara línea recta dentro de la ciudad. 

Y decimos ahora que Granada es un pueblo. La foto me la han prestado aquí.
 

Pero hoy no tengo ganas de concentrarme, ni de leer en una foto antigua el destino perdido del lugar donde vivo, practicando algo así como lo contrario de la quiromancia. Acabo de ver esta misma ciudad caracterizada en la pantalla de un cine, y ya es demasiada bidimensionalidad para una sola tarde. Fuera de la sala de exposiciones he visto un par de castañeras un poco desnortadas. Todo el mundo lleva una rebeca fina en la mano o en  el asa del bolso. Todo el mundo prefiere todavía seguir comiendo helados. El aire es tibio, la gente viste de colores y las hojas resisten en los árboles. Ya encontraremos en noviembre, tras el angustioso cambio de hora, mejores ocasiones para refugiarnos en ciudades tan diferentes que parecen inventadas.

Ahora sólo me apetece vagabundear y palpar las cosas con la mirada, como si recorriese los pasillos de una vieja tienda de tejidos sin intención alguna de comprar. Sólo quiero jugar y tomarme las cosas no muy seriamente. Casi doy un gritito cuando descubro que si pones los ojos en unas mirillas, se ven representaciones tridimensionales de algunas de las fotos que acabo de ignorar. Mástiles de barcazas que flotan en el Guadalquivir, frente a Triana, negras como en un teatrillo de sombras indonesio. Un señor con sombrero asomado a un balcón de la Alhambra, tan cerca de mí que casi alargo la mano para alisarle bien el faldón de la chaqueta.

Otro señor sólo un poco más sólido se acerca adonde estoy. Si le das a este interruptor, me dice, las imágenes se iluminan. Ooh, mira, el Patio de los Naranjos de Córdoba, con unos estrellones tan grandes que parecen de Van Gogh. Le doy las gracias al señor, y me quedo con las ganas de confesarle que le he reconocido a medias, que me dio clases de algo en la Universidad, pero que ni por asomo soy capaz de acordarme de qué iba ese algo. Estoy ligeramente ebria de juego, y con un ánimo ronroneante propio de cuando uno se echa un último sueñecito después de haberse despertado temprano. Tengo ganas de hablarle a cualquier señor. Al del sombrero y la chaqueta arrugada. A mi antiguo profesor.

Ganas de contarle que no recuerdo su asignatura porque en aquella época yo era una especie de muerta viviente. Andaba Carrera del Darro arriba y abajo, Albayzín arriba y abajo, más sola que la una, buscando mi sombra por calles fosilizadas. No prestaba atención a los detalles de la narrativa cotidiana. No tenía más motivación que la de la inercia. Apenas si tenía columna vertebral. No vivía en mi siglo, sino en un tiempo que amarilleaba todavía más que el de las fotos de la exposición.

Evidentemente, no le digo nada al buen hombre. Dejo el siglo XIX para cuando los puestos de castañas no se vean prematuros, y salgo por fin a la calle. Puede que la Granada perdida tuviera mucho más encanto que la de ahora. Puede que tampoco sea posible recuperar lo que yo podría haber sido si antes y durante la carrera hubiera estado sólo un poco más despierta. Pero al ir sorteando los bancos llenos de viejos y parejas, al contemplar las fachadas mutiladas, los enormes plátanos que en las fotos eran poco más grandes que esquejes, siento dentro de mí una calidez nueva, y un espacio más ancho. Como si hubiera derrumbado viejas estructuras heredadas, apolilladas y mohosas, para abrir avenidas modernas. Como si ya no me hiciera falta soñar con lugares en los que vivir podría ser más bonito, ni con la persona luminosa en la que tal vez me habría convertido si hubiera sido de otra manera. Las ciudades se fagocitan a sí mismas, y siguen conservando su nombre. Las personas a veces necesitan estar dormidas para luego poder despertar.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Cómo se puede seguir hablando de puestas de sol

 
Tienes ya las orejas frías, y yo hace un par de horas que me puse la sudadera, pero es el cielo el que nos confirma que el otoño ha llegado sin dar guerra. Aunque a mediodía creamos que el veranillo es el clima oficial de esta esquina del planeta. El cielo con su color de granada, de calabaza, de membrillo, de hierba tierna después de las primeras tormentas. La puesta de sol dura ya tanto que nuestras reservas de arrobo están a punto de agotarse. Empezamos a parecer dos hippies de pega en Ibiza. Tal vez nos toque decir alguna frase en mayúsculas sobre la insignificancia y la hermosura. Por suerte, estamos lo bastante alejados del mundo y lo bastante cerca tú y yo como para tener que preocuparnos por las apariencias.

Al final terminas diciendo algo. Dices que en realidad nunca habíamos visto una puesta de sol en plan romántico. Usas esas palabras exactamente, con un deje de guasa ligera que hace juego con el tono verde lima que perfila las montañas. ¿Nunca? Anda ya, hombre. Sólo que hemos tirado tantas veces del mismo carro en el Carrefour que ya ni te acuerdas. Vimos una en esa playa larguísima de Huelva, y otra en La Caleta, y otra en... Pero la verdad es que estoy amañando el recuerdo. No logro encontrar en mi memoria ninguna escena en la que nos pasáramos un buen rato absortos en el caleidoscopio del cielo, completamente en silencio.

Y, si lo piensas bien, así es cómo debe ser. Es perfectamente justo que esta sea nuestra primera vez. Ahora podríamos ser cualquier otro par de personas. Podríamos habernos conocido hace cuatro días, y llevar otras tantas noches sin dormir. Tú podrías ser un estudiante holandés con una beca Erasmus, y yo una turista libanesa en busca del sueño de Al-Andalus. Podríamos ser un par de jornaleros que comparten un apestoso tabaco negro antes de volver a sus casas. Un par de pastores que hacen juntos un tramo de ruta trashumante. Dos romanos pobretones recién emigrados a este confín del Imperio en busca de una oportunidad de negocio. Dos íberos con las lanzas apoyadas contra un árbol, descansando. Podríamos estar a punto de regresar a la cueva para sacudirnos el frío de los codos y las rodillas. Podríamos, claro que sí, haber pronunciado mentalmente un primer himno, asombrándonos menos del cielo que de esa canción recién escuchada en el embrión de nuestra conciencia.

Podríamos ser cualesquiera, porque este tipo de espectáculos te roban la identidad como carteristas. Te despojan de tus metas y tus miserias, de tus dudas y tus certezas. Te convierten en un niño que no termina de comprender todavía esa relación entre causas y efectos que tan natural es para los adultos. Hace un rato he visto al sol esconderse tras el horizonte, y a las montañas engordar como una serpiente que se hubiera tragado un huevo. He visto cómo la rueda del cielo rodaba sobre mi cabeza. He tenido que hacer trabajosas operaciones de abstracción para convalidar el axioma de que es el sol el que está prendido en el cielo con una desmesurada chincheta, y de que somos nosotros los que siempre estamos despidiéndonos de él. Los que giramos sin llegar a ponernos patas arriba, sin que nuestras mentes y nuestras carreteras y nuestras casas se queden vacías, sin que nuestros tendidos eléctricos se descuelguen de sus cimientos, sin que la vida se reordene radicalmente de un atardecer al siguiente. He colocado mi atención sobre el cielo como un yogui sobre su respiración, hasta percibir casi que sí, que la cubierta combada del suelo rota y rota con todos nosotros encima de polizones. He sido minúscula como un prión y grande como la suma de días en la Tierra. He andado el registro completo de la evolución. Mi historia personal se ha desintegrado. Puedo confirmarlo entonces: he visto cómo se incenciaba el cielo por primera vez.

Tener ojos mola.

Y después he movido mis ojos de la punta del ciprés a tu cara, y ha vuelto a reconfortarme la seguridad de que las mismas sensaciones envuelvan nuestras cabezas como una red wifi. Hemos vuelto a casa, antes de que se apagaran las brasas en el cielo y de que las montañas perdieran su color violeta. A lo mejor esta primera vez no vaya a acabarse.

lunes, 14 de octubre de 2013

Anti-instrucciones para blogueros novatos (III)


Novato, ante todo quiero que sepas que esta va a ser mi última monserga. No porque me haya cansado de ti. Ni mucho menos. De hecho, mientras te escribía se me pasaba por la cabeza lo divertido que sería tener una escuela, un huerto de novatos a los que plantar, regar, guiar, podar, injertar y ver florecer y fructificar con orgullo. Pero te adelanto ya algo que pronto aprenderás tú solito: una de las cosas que la escritura te enseña es a ser consecuente.

Verás, a uno se le calientan la boca y los dedos sobre el teclado, y de repente, ya está pisando en público un terreno minado de emociones privadas, del que será difícil salir sin ponerse en ridículo o volar por los aires. O empieza a construir credos y decálogos de manera solemne, y a pasearlos por el mundo como si estuvieran grabados en piedra. Uno no puede mearse en ellos a las primeras de cambio, chaval. Si los actos de tu rutina desmienten lo que has estado publicando; si te has fabricado una imagen compasiva, y luego miras con furia homicida a la patosa que en clase de zumba pierde el paso y te roba el espacio; si no hay una sintonía entre el yo que escribe y el yo que ama, pasea, trabaja o cuida, entonces los que te leen percibirán tarde o temprano que has estado usando publicidad engañosa para colocarles tu vanidad. Así que anda con ojo: mima tus palabras, pero sobre todo, respeta la verdad que llevan dentro.

Te suelto este rollo para que comprendas que yo me encuentro en ese proceso de asegurar mi coherencia. Si en el post anterior peroré sobre las huellas poco inocentes que los bípedos vamos dejando sobre la faz de la tierra, al día siguiente no podía ir en coche al gimnasio, aunque por la noche casi delirara de cansancio, de tanta caminata y tantas posturas y pesos, y cacerolas en la cocina, y horas de trabajo remunerado. Y si hoy tengo que explicarte lo importante que es vaciar de gente la habitación donde escribes, difícilmente podría reclamar que me sigas haciendo caso. A partir de ahora vas a andar solo, novato. A partir de estos pocos puntales que otros y yo te hemos ido prestando, tendrás que levantar tu propio edificio de normas. Seguir una receta ajena está muy bien cuando no sabes freír un huevo ni ordenar un recuerdo de tu infancia en frases con un mínimo de solvencia. Pero el que te dicta esas recetas suele dar temerariamente por sentados ciertos aspectos: para empezar, que tiene las cosas claras. Que su particularidad puede convertirse sin pudor en ley universal. Y que ha dejado de ser un novato. Al menos grábate esto: aunque llegue a escribir la Biblia, uno no deja de ser nunca un principiante.

Lo de vaciar la habitación, pues. Yo por fin he llegado a comprender eso de que, antes de estampar una primera palabra sobre la página, tienes que olvidar a tus maestros. Ellos ya han hecho su trabajo, casi siempre de manera subliminal. Me han empapado la lengua; han lubricado mi mirada; me han dado de comer de pico a pico, como a un pajarito. Pero a la hora de ponerme a escribir, y más aún, de definir mi relación con la escritura, tengo que darles las gracias y quitármelos de encima con una amable patada en el culo. Tengo que abrir un hueco en torno a mí donde no quepan los decretos ni las expectativas. Date cuenta de que los mitos ajenos pueden llegar a convertirse en parásitos de tu voluntad. La vocación fiera, el drama de si no escribo, me muero, la neurosis de la expresión. Todo eso ha de quedar rabiosamente fuera de los márgenes.

Todavía más. A mí me resulta fundamental sacarme el yo ávido como si fuera una espina. Dejar sin texto al histriónico de mi ego. Que el acto de la escritura se quede desnudo de sujetos implorantes y de necesidad. Que funcione sólo como un verbo que se describe y se basta a sí mismo. Correr. Vivir. Escribir. Uno corre con el vago propósito de mantenerse sano y ligero, pero cuando lo está haciendo, cuando nota hasta en el cráneo el impacto de las zapatillas sobre el cemento, cuando el corazón da tumbos y todo el genoma se empeña en que, a pesar de todo, continúe el avance, uno no piensa en la razón que le está empujando. Igual debería ocurrir con la escritura. Deberíamos darnos a las palabras y a la emoción de manera gratuita, sin esperar una recompensa a cambio. Ni aplauso, ni reconocimiento, ni influencia. Ni curación, ni sabiduría, ni amor.

A la hora de lanzarnos a ello, debemos permitir que la alegría se convierta en nuestra única brújula. Si el hecho de escribir (y aquí puedes colocar cualquier otro verbo) socava tu alegría, déjalo para otro momento. Si te sirve para afirmarla, construírla, celebrarla, entonces, sigue adelante. Todo lo demás, qué escribes y para qué, cómo lo haces y para quién, te servirá poco más que para engordar una cargante etiqueta sobre cuestiones metaliterarias.


(Y a estas alturas debe de quedar claro ya que, como Flaubert con Madame Bovary, El Novato c'est moi)

sábado, 12 de octubre de 2013

Sobre huellas

 
Leí hace poco que el teclado de un ordenador podía llegar a tener más mugre y bacterias que un váter. Y no me extraña. Miro el mío, mientras encuentro un lugar más o menos accesible por donde entrar en la corriente de las palabras. Al instante el mirar distraído se convierte en escrutinio. Si tuviera una lupa. Eso de ahí parece caspa. Juraría que esas motas son esquirlas de piel de mi mano derecha. Anda, un trocito de esmalte granate de uñas. ¿Azúcar? Bueno, sí, lo confieso, a veces voy a la cocina, ratoneo las tortas de chocolate y manteca que Jose compra sin miedo al infierno, y me como mi botín frente a la pantalla. La búsqueda de inspiración me vuelve tan vulnerable. Un pelito en forma de coma, seguramente una pestaña. Algo que ha debido de escaparse de unas fosas nasales de las que no me declaro propietaria. Polvo, células, todo tipo de basura íntima. Para que luego digan que un ordenador es un objeto sin alma.

Observo mis restos, y me pregunto cuántas otras cosas y sitios delatarán mi paso sin que yo me dé cuenta. En cuántas superficies tocadas con descuido vivirán latentes mis huellas. Cuánto material biológico voy diseminando alegremente, como si quisiera sembrar el mundo de mí misma. Hay pistas mías en la puerta de un coche que cojo a las ocho de la mañana y dejo a disposición de un compañero de trabajo a las tres de la tarde. En tijeras y cuchillos. En libros de la biblioteca tan voluminosos que podrían partir cráneos como si fueran almendras. En puertas y mesas de edificios a los que entro y salgo unas cuantas veces al día. En los mostradores de la frutería y la panadería. En las mesas de metal bruñido en las que apoyo los codos mientras mi café se enfría. En una botella de cava del Corte Inglés que deseché por pija. En unas cuantas máquinas del gimnasio que podrían ser manipuladas con un poco de ingenio para hacer que un asesinato no pareciera tal. En los bancos de la sauna, tan sigilosa, tan solitaria. En cientos de troncos de encinas y pinos que acaricio de manera ya casi instintiva.

Compongo mi lista, y no me cuesta imaginar el número de escenas de un crimen con las que se me podría vincular.

Y, sin embargo, me puede la gandulería para ir un poco más lejos. Me aburro antes siquiera de empezar a repasar los lugares mucho más sutiles donde tal vez mis huellas no puedan ser reveladas con ningún pincel de la policía científica, pero que sin duda me aluden de forma parecida a como hace la ropa que me pongo o la decoración de mi casa. No haría falta un brainstorming muy concienzudo para registrar todos los vestigios inconscientes de mi paso por el mundo; para empezar a desenredar en parte el lío de huellas que voy dejando a golpe de compra, elección y traslado, en sistemas no tan remotos como a simple vista pudiera contemplarse.

Prefiero ponerle un punto final a esto para irme a leer tan tranquila, pero cómo voy a dejar de pensar ya en la cantidad de abejas que habrán despistado su ruta por culpa de los humos de combustión que suelta el coche con el que me muevo por el campo. Cómo no voy a preguntarme si se habrán arrasado bosques o desmantelado huertos para plantar la soja de la que se sacó la lecitina que llevaban las natillas industriales que me han seducido en la merienda. Si un residuo del cloro que se usó para blanquear los kilos y kilos de celulosa que le dan cuerpo a mis libros fue a parar a algún río. Si la complaciente luz dorada bajo la que escribo, o la electricidad que dota de pulso a todas las máquinas de mi casa, se obtendrán a costa de algún paisaje inundado. Si había tiburoncillos y peces sin nombre en la cubierta del barco que capturó la corvina que comí a mediodía, boqueando inútilmente antes de ser arrojados por la borda como piratas. Si este ordenador no terminará contaminando de plomo los acuíferos que rodean Acra, Ghana. Si mi falta de interés, o mi amor insuficiente no habrá agravado la soledad de alguien. Cómo no voy a recordar todos esos otros crímenes en los cuales ejerzo de colaborador necesario.

Y sí, ya sé que este discurso es más viejo que las pirámides. Que ha sido tantas veces cacareado dentro y fuera de este blog, que suena ya al ruido inevitable y sordo del tráfico, un par de calles adentro de las avenidas principales. Pero ¿y sin un día mi huella en tu cerebro no delatara un crimen, sino el nacimiento de una nueva atención?

jueves, 10 de octubre de 2013

Como de la familia

 
Quizás un día de estos te llame, te mande un correo, te coja del hombro por los mentideros del Facebook. Verás mi nombre en cualquiera de tus pantallas, si es que no cometiste conmigo ese tipo de crimen que es mandar a alguien al purgatorio de los contactos proscritos. Te sorprenderás, claro. Hace ya años que dejamos de pronunciarnos. Y habrá un lapsus de nervios. Mi cara irá escalando tonos en la gama del rojo a cada timbre de llamada con que te hagas de rogar. Miraré mi bandeja de correo cada veinte minutos. Me impregnaré con los mil pasquines publicitarios del Facebook para comprobar si has respondido a mis mensajes. Pero tú tampoco tendrás el poder, no, en absoluto. Puedo verte con el móvil en la mano, los ojos deslumbrados por la luz del ordenador como una liebre en la carretera, preguntándote qué hacer conmigo. Allá donde estés, tu temperatura habrá variado en unas décimas irrisorias, pero a lo mejor vitales. Alguna vieja ciudad tal vez corra el peligro de inundarse.

Entonces descolgarás, hilarás y deshilarás como Penélope unas cuantas frases, escribirás un hola seguido de una carita amarilla. Y mantendremos un simulacro de conversación o de correspondencia. Cuatro minutos de comotevás triviales, tu respuesta a mi correo y mi contrarrespuesta. Réplicas prefabricadas, silencios densos como el mercurio, un espectáculo de temblorosa urbanidad. Me arrepentiré imediatamente de haber marcado tu número; después de leer tu parrafito me quedaré vacía como la superficie de la Luna. Y a ti te pasará lo mismo. Al final encontraremos la manera de solventar el trámite con elegancia, porque a nuestra edad todos somos ya peritos en incomunicación. Diremos con alivio un me ha alegrado escucharte no demasiado falso. Entenderemos fácilmente que ha llegado el momento de dejar de responder correos sin resultar maleducados. Mi cara recuperará su color. En tu habitación revertirá milagrosamente el cambio climático.

Y sólo entonces volveré a añorarte. Mi memoria se reirá otra vez con esos chistes tuyos que eran puros puyazos. Nos veré imantados bajo el sol, bajo la lluvia, en la ciudad y en los campos. Volveré a desnudarte, a abrazarte, a ver tu cara resplandeciente de conexión. Te tendré más cerca y más dentro que cuando compartimos algo. Me preguntaré qué falta hacía envilecer recuerdos de amistad y de deseo con unas pocas frases de cortesía. Por qué tenía que tratar con ese otro que se apropió de tu nombre, si podía conformarme con el hermoso duplicado de lo que fuiste conservado en mi interior.

No tardaré en encontrar la respuesta. Tenía que saber de ti por respeto a tu realidad. A la de ahora, a la de siempre. Tenía que escuchar tu voz una vez más, resonando desde tus cuerdas vocales; concederte la libertad de no dar una réplica perfecta; rescatarte de todas mis construcciones mentales. Tenía que tolerar tu vacilación y tu cambio de rumbo. Honrar el hecho de que una vez, X, supimos a qué sabían nuestras lenguas; o que, Y, no nos dio vergüenza llamarnos hermanas; o que, Z, nos reíamos tanto que no hacía falta siquiera que nos acostáramos; o que, V, éramos tan amigas que nunca imaginamos que llegaríamos a cumplir años. Tenía que interrumpirte un momento y luego dejarte marchar. O, quizás, por qué no, tan sólo intentaba restaurar el puente de nuestra familiaridad.

Lo intento todos los días. Que las cosas y las sombras y las luces y los seres del mundo sean como de mi propia familia. Cómo no iba a intentarlo contigo.

lunes, 7 de octubre de 2013

Tu corta y abultada biografía

 
Oye, Nico, voy a contarte la historia de tu vida, ya que por detrás o por delante de hoy, anda cerca tu cumpleaños. Tal día como este lunes o como el sábado pasado notaste quizás un primer amago de luz a través de los párpados. Nadie de quien te conoce estuvo allí para registrarlo. Y fíjate, ahora guardas el secreto de tu nacimiento con tanto celo como una folclórica. Eres todo un personaje. Por eso pregunto, ¿te parecerá una impertinencia que me apropie de lo que te ha ocurrido, y que lo arregle, lo adorne y lo tergiverse como me parezca? No creo. Al fin y al cabo, careces de la habilidad para entenderte a ti misma como ser separado de su medio y atravesado por el tiempo. No puedes contarte tu propio cuento. Así que seguro que te sorprende saber que hay otros ojos capaces de reunir en una corriente todas las gotas sueltas de tu experiencia. Abre bien tus respingonas orejas. Esta historia tiene aventura y drama suficiente como para mantenerte un rato quieta.

Verás. Tu vida ha estado marcada por la suerte y por el espacio. Ni más ni menos que como la de cualquiera. Yo misma no sería quien soy, ni me narraría de la misma manera, si en vez de nacer y crecer donde lo hice, me hubieran parido en Chile o en Nigeria. También el azar se ha encargado en parte de trazar mi camino. Me ha hecho distinta a cada encuentro aleatorio que terminó resultando crucial. Pero, mira, mis cambios de rumbo han sido como suaves meandros. En los tuyos, en cambio, se dibuja un violento zigzag. Por lo menos en tres ocasiones tu vida se ha puesto patas arriba.

Y si no, imagínate si unas manos desconocidas no te hubieran dejado encima del contenedor de basura donde luego fuiste encontrada. Imagina si no hubieras tenido bastante hambre o frío o desesperación cuando tuviste a alguien cerca, si no te hubieras quejado con la suficiente elocuencia como para que alguien reparara en ti. Imagina si hubiera sido cualquier otra persona menos compasiva. Imagina dónde estarías ahora. Olvido que no sabes imaginar. Déjame entonces que te lo explique: no estarías en ningún sitio. Habrías muerto demasiado pronto, dentro de aquella cajita sin cruces ni RIP. O tal vez te hubieran arrojado con negligencia, todavía viva, pero dormida, a las fauces del camión de la basura.

Pero el azar se alió con el sitio donde te abandonaron, y ahí fue donde tu historia cambió. Te conocí a los pocos días. Eras más bien cabezona, y tenías los ojos hinchados y oblicuos como uno de esos falsos extraterrestres de Roswell. Bonita, bonita, no eras, con esa perilla blanca que te daba un aspecto de Padre de la Patria. Pero ya empezabas a manejar tu genio para encandilarnos, cada vez que te agarrabas al biberón como si fuera una litrona, o cuando buscabas una sombra de persona sobre el suelo del patio, si en una mañana templada como estas del joven octubre te dejaban a pleno sol. A mí me dolía un poco mirarte, tan frágil, y sin embargo, tan apegada a una vida que aunque demasiado corta, ya había sabido mostrarse perra. Me conmovía tu empeño en tener un futuro, y lo incierto que era.

Llegó entonces tu segundo golpe de suerte. Otra persona distinta de la que te salvó la vida decidió hacerse cargo de ti. De repente te apareció una madre adoptiva. Te puso tu simpático y ambiguo nombre de leyenda del pop. Te llevó con ella a su guarida minúscula de Madrid. ¡Madrid, Nico, a una buhardilla donde apenas si había oxígeno para una persona que tampoco abultaba tanto! ¿Verdad que no estuvo mal tu segundo cambio de escenario? Tu infancia transcurrió entre aquellas paredes unidas incompresiblemente por más esquinas de la cuenta, en un Disneyland poblado de estanterías y mesitas y cables y maletas. Aprendías a una velocidad que asustaba, a fuerza de estímulos. Te dormías con el runrún de los helicópteros en el cielo y de la música en el ordenador, seguro que con la imagen de la ventana abierta todavía impresa en la mirada. Debías de soñar con la ciudad de tejados que se amontonaba en las entrañas de la ruidosa ciudad de los humanos.

No sé si te dio tiempo a cumplir aquellos sueños urbanos de exploración. Porque antes quizás de que te hicieras completamente con tu abigarrado medio, la vida de otros te trajo una nueva mudanza. Tu mamá adoptiva tuvo que marcharse en busca de un coto donde la caza no fuera tan raquítica, ni hubiera tal competencia. A punto estuvo de quedarse, que lo sepas, porque la idea de dejarte le partía el corazón. Ahora formabas parte de una familia, y aunque a veces no lo parezca, los humanos no hemos aprendido a romper de raíz los vínculos que nacen del cuidado. Tu mamá tuvo que irse a trabajar a Inglaterra, y como no te estoy mintiendo, te pasó lo que le pasa a los niños cuyos padres pasan demasiadas horas en la oficina, en el hospital, en el taller, en el supermercado. Fuiste a parar rebotada a la casa del abuelo.

Y allí es donde has cumplido tu primer año. Francamente, yo no sé cómo a estas alturas no te puede la fatiga. Tantas idas y venidas, gente que aparece y desaparece, lugares cada vez más prolijos, tantos aprendizajes. El abuelo y tú empezáis a quereros como Heidi y su respectivo. Aunque no le vuelven loco los de tu especie, él te tolera, porque eres algo especial para su emigrada hija pequeña. Un secretito: aunque te vocee porque siempre te enredas entre sus piernas cuando baja las escaleras, yo creo que te quiere también. Estás demasiado viva como para pasarte por alto. Y a ti se te ve salvajemente feliz, con todas esas polillas que suenan en tu boca, cuando las atrapas, como un sonajero, con todo esa ausencia gloriosa de esquinas y de techos. Con tanta hierba y tantos troncos que desafían tu habilidad de trepar, y tantos escondites donde jugar al rey de la selva. Con esos otros animales con los que aprendes a cambiar miedo por convivencia. Con tantas oportunidades para desarrollar tu propio ser ágil. Con tanto suave calor como de aquí en adelante encontrarás dentro de la casa. Con tanta suerte y tanto espacio y tanta familia, ya.

Feliz cumpleaños, Nico. Espero que por fin hayas encontrado tu sitio.

Por favor, no me saquéis ya de aquí

sábado, 5 de octubre de 2013

Dónde carajo

 
Trato de concentrarme en el libro que esta semana he leído sólo a trancas y barrancas, en las risas que se cuelan por el balcón abierto, en la búsqueda de una receta de albóndigas de choco que no me obligue a pasar por el trance de la fritura. Hago el vago por internet, confirmando una vez más que el aburrimiento es imposible; rastreo en Spotify huellas de algún grupo americano que me lleve de paseo por praderas de hierba más alta que yo, y de cielos más limpios que la inocencia. Le echo un vistazo disimulado a mi reflejo en la ventana, por si estos tres días de gimnasio han tenido efectos sobre la redondez de mi culo. Me estiro. Me tumbo un rato con los pies mirando al techo, loca de contenta por tener un buen par de piernas resueltas, y por saber pintarme las uñas. Me empeño en escuchar cada uno de los sonidos que componen la melodía característica de un sábado en esta ciudad. Me enamoro a cada instante de cada aspecto de la creación.

Pero no hay manera.

No dejo de pensar en mi libreta perdida. La blanda, lustrosa, inagotable Moleskine que compré hace dos años en la FNAC del Chiado, no por mitomanía, sino porque Lisboa me acosaba en cada vista hacia el río y en cada fachada, y yo tenía que complacerla ahí mismo, anotándola en un aquí te pillo, aquí te mato, sin tiempo para llegar al hotel a digerir todo lo visto. No hay manera de dar con ella. No está en ninguno de mis bolsos ni mochilas, ni en en el ecosistema recóndito que hay detrás de los libros en la estantería, ni en la pila de cuadernos que conservo como si sufriera el síndrome de Diogénes, por si un día de estos sobreviene un cataclismo eléctrico y me veo obligada a dejar de escribir en el ordenador. La busco con una nostalgia que se alimenta a sí misma, en círculos, a golpes de rabia, de manera totalmente gratuita. No tenía pensamiento de utilizar nada de lo que apunté.

Era mi pequeña cajita de tesoros hallados en las calles de la ciudad favorita. Un magnetófono donde grabé ruedas chirriantes de tranvía, y fragmentos de un idioma con eses que incitan a la siesta y erres corpulentas que obligan a mirar a los ojos del que las suelta, para adivinar si hay en ellos alguna provocación. Era el borrador de una novela romántica o de aventuras; era una fogosa guía de viajes, y un collage compuesto de fotos tamaño carnet. Había apuntes de postales narradas, y listas que recordaban a esos albaranes mesopotámicos de mercancías que le abrieron el hambre de escritura a la humanidad. Había los nombres de un fotógrafo que retrató la guerra de Angola en un conmovedor blanco y negro, de un restaurante casi doméstico en el que apenas pude comer de tanto como me encandilaron sus parroquianos jubilados, y de una pintora que congelaba en las fachadas a los viejos habitantes de Mouraria. No sé cómo voy a poder recordarlos.

Mi letra se apretaba disciplinada en las pocas notas que escribí apoyada en la mesa de una cafetería, también al borde de la distracción, por culpa de los burócratas maravillosamente trajeados que se bebían su mínimo café de un trago tan rápido que parecía de jarabe. Mi letra se dislocó y se insubordinó en la penumbra del maravilloso Museu do Oriente, donde quise retener las vistas en acuarela del puerto de Macao, o las historias sobre locos misioneros en el Japón pintadas en un biombo por el que sería capaz de contratar a Erik el Belga.

Mi letra se desplegaba dulce y segura como un loto budista, en un apunte que tomé sentada en la hierba del parque de Belem, a dos pasos exactos de la cama donde dormí toda una semana. Un equipo de rugby aficionado entrenaba en el cuadro de césped de enfrente; un padre mulato enseñaba a montar en bici a su precioso hijo color capuchino. Las papeleras rebosaban de paquetes vacíos de los dichosos, los manidos, los pecaminosos, los gloriosos pasteis de nata. Media ciudad, y media España, y media ONU, habían hecho cola en la Antiga Confiteria a lo largo de la tarde, mientras yo seguía coleccionando miradores y meciéndome por cuestas y escadinhas. Cuando volví del centro en tranvía, todos los turistas y todos los domingueros ávidos de hojaldre habían abandonado ya el barrio. La última luz era tan perfectamente rosa que encerrarse en el hotel era un crimen. Y allí, apoyada en el tronco de un cedro más regio que cualquier imperio, sentí vivamente que aquella podía ser mi vida cotidiana, aquellos mis vecinos, mi Afonso, mi Luiz, mi Margarida, aquella mi ciudad, mi aire, mi casa. Puse a buen recaudo esa seguridad y esa revelación tan poco sorprendente en mi libreta recién comprada, y me la traje de vuelta a esta otra vida conmigo, por si acaso alguna vez se me olvidaba.

Y ahora se me han extraviado esas notas, y una de mis más fieles vidas alternativas, y probablemente tendré que volver a Lisboa para recuperarlas.

viernes, 4 de octubre de 2013

Esto.., pregunto

Me acosté anteanoche con una duda, y ahí sigue agazapada, como una contractura. No da demasiada guerra, no me quita el sueño, no pide de comer ibuprofeno. Sólo es una dudita de tipo científico, nada transcendental, que no afecta a mi estructura básica. No va acompañada de melancolía ni crujir de dientes. No es comida basura para engordar la autocompasión. No la expresaré con el tono de voz inadaptado de Calimero*. No va a conseguir que me mueva un milímetro de la coordenada donde se cruzan mi propósito y mi alegría. No me hará patinar por el lodo del titubeo. No es un timo de la estampita para sablear un poco de reconocimiento. La llamaré, simplemente, curiosidad.

La cuestión es la siguiente: ¿para qué sirve un post como el inmediatamente anterior? O como cualquiera en el que haya podido expresar una efímera oscilación del ánimo, una interrupción ordinaria de mi vitalidad. ¿Qué sentido práctico tiene comunicar cada mínima vibración de las emociones, cada epifanía tan tenue que casi precisa un decodificador para ser entendida? Tal vez no debería tratar de compartir lo que no es más que una intuición. Quizás no debería enamorarme de las metáforas hasta el punto de dar por sentado que todo el mundo las va a ver igual de guapas.

Suponiendo que la escritura tenga alguna otra finalidad más que satisfacerse a sí misma, ¿a quién puede hacerle falta un texto de ese tipo? Después de leerlo, ¿quién va a reanudar sus tareas cotidianas con el corazón un poco más ligero o más despierto? ¿Qué vena oculta de sentimiento podría ayudar a desenterrar? ¿Qué ventana de qué casa será capaz de mantener abierta? ¿A quién le sacudirá de encima el sopor? ¿A quién le alegrará no digo ya el día, sino al menos el rato que emplee en terminarlo, si quiere dios? Tras su lectura, ¿quién podrá sentirse reforzado, golpeado, comprendido, aliviado? ¿A quién le dará ganas de empezar algo? ¿Será capaz de mover, de calentar algún músculo, de segregar algún flujo vital? ¿A quién le apaciguará mínimamente la soledad?

Ahí dejo un tema para seguir indagando: ¿quién necesita realmente la intimidad sutil de los demás? Y otro, que empieza el fin de semana y me siento espléndida: ¿debe ser también útil lo que, en el mejor de los casos, sólo es bonito?

* Enlace a la Wikipedia por consideración con los inverosímiles lectores nacidos a partir de la década de los noventa.


miércoles, 2 de octubre de 2013

Caligramas

 
Echo al suelo del porche el cojín de cuero gigante que mi hermana recogió en algún sitio; me siento sobre él, y espero, sólo eso. O ni tan siquiera. No albergo expectativas terapéuticas. Las magdalenas de la merienda han fraguado como cemento en mi esófago, pero más que eso, lo que mi cuerpo parece querer vomitar es una sensación de extrañeza. Resulta que a media tarde me he tumbado en el sofá para leer, y al rato me he despertado de un sueño más tóxico que el de Bella Durmiente. El salón estaba lleno de un resplandor naranja, como si el resto del mundo estuviera ardiendo, quemándose sin una protesta, tanta gente que todavía a esa hora debía de estar empujando cuesta arriba el carro de su vida, sus trabajos, sus atascos, sus deberes y apreturas extraescolares, sus relojes marcando demasiado deprisa las horas que faltaban para que el despertador volviera a sonar en la mesilla de noche, mientras yo seguía disfrutando de un día de descanso desubicado.

Así que es eso: el desconcierto del estómago en huelga, y de la siesta traicionera en una tarde de martes travestida de domingo. Y es también algo más. Me ha saltado el fusible de la vitalidad, y me extraña, porque estas últimas semanas sentía tanta energía que era como si el aire que respiro fuera jalea real. Estaba conforme, y ahora estoy pidiendo de más. Estaba revolcándome en el presente como un cochinito, y ahora me despierto rodeada de pasado, de cosas que no han sucedido y de criaturas que ni nacieron ni fueron abortadas. Pasa que el tiempo es poco, y los días se aturullan entre sí y se traspapelan. Y que la mente no aguanta tanto tiempo desenganchada del deseo.

Me siento pues, sin confiar ciegamente en que mi energía vaya a serme devuelta. Sólo pretendo que el tiempo se recoloque en su sitio. Es como cuando me pongo con mucha paciencia a desarmar el lío de collares que siempre se enredan cuando los saco de viaje. Cierro los ojos. La tarde está atareada. Todos los perros de por aquí están oliendo ladrones invisibles. El Poniente aviva como un megáfono el ruido de los coches en la autovía. Suena sólo un grillo, y niños jugando en algún chalet cercano, todos al mismo compás melancólico de un verano que ya ha pasado. Silbidos agudos de pájaros, clavándose como alfileres en el aire. En resumen, demasiada vida como para que pueda sintonizar el dial de mi respiración.

Abro los ojos y ahí están, los pájaros. Mi cerebro los identifica por pura costumbre, porque lo que veo en realidad es una nube de puntos negros y fugaces. Una nube de un color y unas dimensiones como para ponerse a tronar. Pero no tiene una forma: tiene un sinfín. Los pájaros vuelan como kamikazes que a último hora descubrieran que el honor no es para tanto. Acometen y se dan la vuelta de golpe, se lanzan en picado y luego son aspirados por un remolino de aire. Componen esas coreografías, pero también es como si escribieran. Recuerdan a caligramas. Un poema que se dibuja sobre el cielo sin sol pero aún sin noche, y que se borra inmediatamente, como en una de aquellas pizarras mágicas. Luego otro poema, y otro y otro, y otros cientos. No parece que se les vaya a pasar pronto la borrachera de vuelo.

Gracias por el dibujito

Yo me quedo un rato mirándolos. Los caligramas se suceden con tal rapidez que no me da tiempo a leerlos. Pero intuyo su significado. Dicen algo así como que la vida es una coreografía de figuras fugaces que se deshacen antes de que puedas entenderlas, para dar paso a otras igual de pasajeras. Y el conjunto completo es ilegible, pero de alguna manera también es bello, y hasta grácil. Todas las figuras duran tan poco, que en el fondo no hay ninguna que sea mejor que las otras.

Entonces me doy cuenta de que, sin esperarlo, he vuelto a reconciliarme con lo que me rodea. La palmera con todas sus hojas parecidas a manos abiertas, el olor a higos y a mar y a humo de ramas podadas, la silueta de elefante dormido de Sierra Bermeja. La letanía del fútbol escapándose por la puerta de casa. La luz de la cocina resumiendo todo lo que de cálido hay en el mundo.

Y no sólo eso. También me siento tranquila respecto a todas las cosas y las personas y las hipótesis que no han llegado a rodearme. Quién sabe. Tal ver todo sea tan aleatorio y todavía tan posible como el vuelo en caligrama de los pájaros.