domingo, 19 de noviembre de 2017

La certeza (24)


Lo más difícil es cuando el día arranca. Peor que irse a la cama con el pensamiento de que a la vida le van quedando sólo los posos, o que la costumbre cada vez más irracional de tener que levantarse. Antes de que sucediera pensó que le costaría acostumbrarse a despertar sola en mitad de la noche: darse la vuelta y no encontrar el puerto de su espalda, perderse así, sin saber exactamente en qué cuarto habría ido a desvelarse, en qué punto exacto en su carrera de abandonos. Pensó en él arrastrando los pies para encargarse de la compra, en su modo de volver canturreando aquellas absurdas palabras españolas: borachuelos, taganinas, chícharos. En la copa sin necesidad de palabras que compartían antes de la cena. Las puntas del bigote que se recortó hasta el último día que amaneció en la casa y que no se terminaban nunca de irse por el lavabo. Imaginó mientras lo velaba que con él también se moriría el campo.

Se equivocaba. Su marido está muerto y Betty sigue andando los bosques y curándose en ellos del vacío, como siempre. Sigue durmiendo y despertando protegida por la magia íntima de la casa. Se acurruca todavía cada tarde en la luz rosa que entra por la puertaventana. Geoffrey le enseñó cómo hacerlo: detener un instante el curso del tiempo, fotografiando con los ojos, e incorporarte tú misma, como Alicia, a la imagen. Ahora estaremos aquí para siempre, Betty. Ella solía burlarse, era una de sus ceremonias privadas: a tu edad no deberías mezclar ya el ginger ale, ese tipo de cosas. Pero ahora comprende. La niebla baja, los alcornoques huelen, la tarde no pasa. Él sigue de algún modo recostado en el sofá, dejando para más tarde una de sus historias asiáticas medio inventadas.

Pero a la hora del desayuno no está él entero, sino un fantasma que no habla. Todo lo demás sigue indiferentemente en su sitio: la horrible taza marrón a la que se aferraba como un niño rico. Los rayos de sol que le engrasaban el hombro malo. Mirlos, estorninos, gorriones, azuzánzose, burlándose, oh sí, con su neutralidad radiante. Se pasó la vida prendado de los pájaros y estos no le han guardado ni un día de luto. En el corazón de Betty, a esa hora, una veta de amargura sigue también en su sitio, su terco desamparo. Él siempre se levantó más temprano, y para cuando ella lo hacía, el té humeaba ya en la taza. Crujía su periódico, en la encimera se empañaban las lentes de sus prismáticos. La vieja certeza se renovaba, mañana tras mañana.

Geoffrey ponía el día en marcha, cerca de sus pájaros. Tan distinto a ella, tan satisfecho. A veces su complacencia la irritaba. La mirada tierna que le regalaba cuando algo la sacaba de quicio. Su efusividad, su facilidad para hacer amigos. Sus dimensiones de buda. Era una bomba que succionaba la soledad que Betty traía de fábrica. La sorprendía el hecho de que la aceptara incondicionalmente, y a veces, de puro desconcierto, lo odiaba. De puro sentirse en deuda.

Ahora, cuando se levanta, las cosas de la cocina están frías. Tiene que deshacerse de esa taza horrible, como ya ha hecho con los prismáticos y las cámaras. Dentro de un rato saldrá a andar, a ver si durante la noche se ha abierto alguna flor de ojaranzo. Quizás la llame Christi para proponerle no sé qué acto de protesta contra no sé qué molinos. El día arrancará, lo quiera o no el fantasma mudo de Geoffrey: se tendrá que quedar en casa, sentado a la mesa del desayuno, cotilleando tal vez con Mrs. Mortimer. Las dos únicas personas que la cuidaron. Ella le contará una vez más la fórmula que le enseñó a Betty para elegir al hombre con el que debía casarse. Imagínatelo recién levantado, le dijo, desayunando con él cada día; si no te repugna, ese es el tuyo. La tuvo en cuenta, aquella primera mañana. Esa vieja certeza que Geoffrey se encargaría siempre de poner en marcha.


domingo, 5 de noviembre de 2017

Contra los malos humos


Ese olor. Y a la vez un verso de una canción: quién dirige el universo. Después del desayuno soy aún más vulnerable a la belleza de las sincronías. Eso: quién dirige; por qué este olor, aquí; este regalo de asomarme a una ventana, campo enmarcado en madera, como la vocación manda, y que me entre el alcornocal en el cuerpo. Cómo es posible, si en la parcela de mi familia sólo hay un alcornoque. Hubo una época en que el lugar que ocupa estaba desnudo, yo lo he visto. Aún sigue siendo un arbolito y probablemente nunca deje de serlo, una mascota, una criatura doméstica que es al bosque lo que un gato regordete a los tigres.

Y sin embargo hoy, él solo, huele como si fuera muchos y no recordara del todo a los hombres. Ha logrado esa proeza. Y me descalabra. Cada bosque tiene su olor, qué simpleza. El de los pinares es caliente e ingenuo como Lolita, al principio. El de los alcornocales es otra cosa. Hay fruta, y también el sigilo de lo fúngico. Hay plenitud y también nostalgia, si es posible que esas emociones vayan juntas. Se huele como se recuerda una felicidad que pertenece a otra época pero que no ha terminado de pasar todavía. Al menos así es como mis neuronas lo han archivado. Hace años fui afortunada a pesar de mí misma, de lo que yo percibía y juzgaba acerca de mi propia vida, y entonces aquel era el aroma básico de mis días. Ahora no puedo entrar en un alcornocal sin aspirar bien fuerte, como una recién rescatada. El pecho se me abre y una sensación cálida y amable me inunda: un aviso de que piense lo que piense ahora, juzgue lo que juzgue, tengo todo lo que me hace falta.

Quiero a mi chaparrito por eso, por el guiño a mi biografía. Pero también porque hoy, por un instante al menos, se ha impuesto a otros efluvios. Cuando salí de Granada la ropa me olía a humo. Desde hace semanas los rastrojos del maíz arden, la ciudad huele a tostado, el blanco de los ojos ya no es blanco, el cielo, amarillo cítrico. Igual que todos los años. No es completamente desagradable. Como morir por ahogamiento, dicen. Y hace unos días, cuando bajé del coche para abrir la cancela de esta casa, ese mismo olor estaba ahí, recibiéndome con la mala nueva de que el hogar añorado es un estado más emocional que físico. También en casa huele a quemado.

Hasta cuándo. Diluimos nuestras culpas en el aire y el agua hasta que dejemos de sentirlas. Y usamos el humo como imagen de lo inconsistente, lo que se deshace hasta el olvido. Pero el humo no se disipa. Ya no. No hay quien se lo trague ya para encubrirnos. El fuego lo simplifica todo: árboles o restos de poda más calor más oxígeno igual a vapor de agua, ceodós y ceniza. Igual, y esto no es tan inmediato, pero sí igual de asequible, a perturbaciones cada vez menos insidiosas del clima, sequía, ciclones, cambio, extinción y ruina. ¿Así de melodramático? Quítale el melo- y sí, así. Cada pequeña nueva hoguera es una suma en una cuenta que no admite más cifras.

Le he rogado a mi padre que no convierta en decimales de humo la madera que le sobra al huerto. Ya nos apañaremos, le digo. Podemos comprar una trituradora. Podemos... Sé que en cuanto me meta en el coche irá al ayuntamiento a pedir el permiso de quema. Y yo, con el maletero cargado de chirimoyas y boniatos, tendré mi milésima de culpa. Palabras que se vuelven humo y se disipan.

Cuando empecé a escribir deseé que todo el mundo me leyese. Eran las ganas de pelearle a la soledad, la mía y la de otros, pero era vanidad, ante todo. Ahora el propósito es algo distinto. La soledad perdura, porque así es como venimos al mundo y así nos vamos, pero mi vanidad, como la madera, se ha transformado: hablo de lo que veo estando despierta, y es bello o es terrible, y quiero que todos lo veamos. Quiero ese pequeño poder: llegar a ser, con estos pobres recursos, agente de cambio. Que lo camuflado se haga visible. Que la desidia deje de arruinarnos.

Sola como mi chaparrito, yo lo que quiero es oler a bosque. Soñar, y no solamente eso, con un mundo sin asfixia. Quién dirige el universo. Estoy empeñada en creer que un poco, todavía, nosotros.