domingo, 30 de octubre de 2011

Villa Sousa (I)

        De pronto, cada vez que se asomaba al patio, él estaba allí, tomando apuntes en un bloc, o casi escondido tras un lienzo. O ni siquiera pintando. Porque no era raro verlo jugar con los niños al fútbol rácano que permitían las dimensiones de Villa Sousa, o compartir un cigarro con los viejos, que a Fátima siempre le recordaban a un reloj de sol, porque gracias a sus desplazamientos en pos del calor ella podía adivinar la hora. Otras veces simplemente estaba solo, y eso sí que era raro en aquella casa de vecinos en la que las separaciones eran más bien permeables. Allí todo el espacio era de todos, y todas las historias de todos. La gente apenas si bajaba la voz para hablar de sus vecinos, así que no había quien no supiese que Chaves el carpintero andaba liado con la viuda Almeida, y su mujer tan contenta, porque así la dejaba tranquila al menos tres de las siete noches de la semana. Que los hijos de António Oliveira tenían tratos muy poco secretos con no sé qué grupo anarquista, y que ese cuento sólo podía terminar mal, con lo buenos chicos que siempre habían sido. Que Filipa la del cuarto derecha iba por ahí diciendo que no aguantaba más en esa cárcel, y vaya si se le notaba la manera que tenía en mente para liberarse, cada vez que salía por el portón de hierro, taconeando con fuerza si sentía que las vecinas estaban asomadas al patio, que sí, que siempre, y cargando el ambiente con su perfume de contrabando. Que Fátima estaba cada vez más flaca y mustia, y sólo podía ser porque los niños seguían empeñados en no llegar a su casa.

           Lo que ella no entendía era cómo nadie había comentado la llegada del pintor a Villa Sousa. Estaba allí, siempre en el patio, siempre con su sonrisa acentuada por la barba castaña, y era como si formara parte del lugar de toda la vida, igual que la farola de gas o que los cubos de basura. Fátima no podía recordar el momento en que el pintor había saltado de la nada a la presencia inevitable, o cuándo ella había dejado de verlo por casualidad, al tender la ropa, al salir a los mandados, y había empezado a asomarse porque sí, o con una débil excusa que ella se buscaba como si fueran a preguntarle, sólo para verlo pintar, jugar, tomar el sol como si el patio de la casa fuera la felicidad.

          Los vecinos no la ayudaban a salir de su perplejidad: nadie se cuestionaba, por ejemplo, de dónde había salido, o por qué había elegido el lugar para refugiarse. Nadie, muy raro también, lo había juzgado todavía como lo que era, un forastero. Lo habían aceptado sin más en la intimidad vieja de la casa, sin desconfianza, sin que lo pusieran a prueba. Quizás se sentían orgullosos porque un artista hubiera elegido la Villa no sólo para vivir, sino como motivo principal de su arte, y eso que tenía el Mirador de Graça ahí al lado, con lo mejor de Lisboa a disposición de su pincel o su lápiz. En lugar del Tajo, del castillo o de las ruinas del Carmo, que él decía dejar para los dibujantes de a un escudo la postal, el pintor se pasaba las horas mirando y retratando las fachadas interiores del patio. Las coladas de cada uno de los pisos. Las figuras fugaces de los niños. La luz aplastante de agosto. La luz famélica de enero. Las rutinas.

        Incluso había empezado a solicitar que los vecinos posaran para él, y ellos, así, sin vergüenza ninguna, fueron aceptando. A Fátima le daba un poco de risa asomarse un poquito a su ventana, y espiar, escondida tras los visillos, la chaquetilla que se había colocado la Rosa para ser retratada: era la que usó para el bautizo del último de sus hijos, y Fátima casi contaba los minutos que quedaban para que las costuras de las axilas reventasen. Le hacía gracia la cara tan seria de los viejos, lo tiesos que se ponían al posar, y los morritos que sacaba Filipa, la manera que tenía de prometerle al pintor con la mirada. Y también se burlaba para sus adentros de ese repentino interés por el arte de sus vecinos, ellos que no tuvieron reparo en regalarle palabras venenosas a su primo Miguel, cada vez que lo oían ensayar con su violín, o que torcían el gesto al relatar el lío de la chica de Margarida Lopes con uno de esos muertos de hambre de Alfama.

          Fátima se reía, porque no sabía de otra manera para esconderse de su qué, ¿de sus nervios? No sabía qué nombre ponerle a ese ir y venir de la casa a la calle con el monedero en la mano, que ya empezaba a llamar la atención de las vecinas, “¿otra vez se te ha olvidado algo, chiquilla?”, y luego varios meneos de cabeza y un “pobrecilla”. Cómo nombrar al impulso de sacar ropa limpia del armario y volverla a lavar, sólo para tener que tenderla, o a la ocurrencia de llegar a la casa cargada de geranios, qué extravagancia, y pasarse los ratos muertos haciendo como que los regaba, los podaba, hasta les hablaba entre murmullos, “¿y a mí cuándo me lo vas a pedir, por qué a mí no me quieres retratar?” Porque ella podía bajar al patio cien veces al día y con cien excusas distintas, regresar rápidamente a su casa, y el pintor, nada, no había manera, nunca le pedía que se sentara en la sillita plegable y posara para él, si acaso un buenos días, buenas tardes, hasta buenas noches, señora Fátima, llevándose a la frente la mano del pincel, como si se quitase el sombrero que nunca llevaba, vaya un hombre sin modales.

         Sólo una vez pensó que iba a pedírselo, y no fue en el patio, sino junto a la fachada exterior de la Villa. Fátima llevaba junto al pecho la tercera hogaza de pan del día, pensando en la cantidad de migas y de sopas que iba a tener que hacer para gastarlo, y allí estaba el pintor, muy cerca de los azulejos, como si se estuviera comiendo con los ojos su color. “Extraordinario, ¿verdad? ¿No le recuerda al fondo del mar?” Y ella, callada, porque, aparte del Mar de Paja, ella no había visto más mar que el de Cascais, adonde su marido la había llevado de excursión dos días después de su boda, y no, para nada tenía ese azul el mar a la altura de la playa de Cascais. Él se quedó también callado, y Fátima pensó “ahora es cuando me lo pide”. Pero lo único que le pidió es que no faltara a la exposición de los cuadros que había realizado durante esos meses en Villa Sousa, una cosa improvisada en el patio, habrá música, y la señora Rosa se ha empeñado en preparar una tonelada de comida, una especie de fiesta de despedida, no falte, Fátima.

          Cómo iba a faltar, si cinco vecinas, por iniciativa propia o enviadas por su marido, llamaron a su puerta esa tarde para preguntarle qué le pasaba, y fue la sexta la que no quiso saber nada de décimas ni de náuseas, y la sacó por la muñeca de su piso, a pesar de que eran auténticas, las náuseas. Abajo, en el patio, estaban todos los habitantes de esa ciudad diminuta que era Villa Sousa, engalanados con sus pardas ropas de domingo, rodeando al pintor, dándole la mano, o manotazos en la espalda. Él, con un vaso de vino en la mano y por primera vez con chaqueta y una ridícula pajarita, se llevó dos dedos a la frente para saludarla. Fátima comenzó a mirar con desgana los cuadros que Chaves había ayudado a colgar, lo sabía porque fue lo último que se había atrevido a mirar tras los visillos antes de meterse en la cama. Al principio no comprendió. Ahí estaba el retrato del señor Moura. El de Oliveira, Chaves, Filipa. El de la señora Rosa, los niños jugando al balón, y en todos ellos había una ventana al fondo, pequeñita, y una mano entre visillos, o una mujer que tendía la ropa. El pintor se puso a su lado cuando contemplaba el cuadro que ningún vecino había entendido, los artistas, ya se sabe, porque en él sólo se veían tres peldaños de la oscura escalera izquierda, y un par de piernas de mujer, apenas los zapatos de tacón bajo y dos medias pantorrillas, pero un poco borrosos, desenfocados, como si hubieran sido captados en pleno movimiento. Fátima reconoció sus zapatos más viejos y su prisa, justo cuando el pintor le preguntaba, el vaso vacío de vino todavía en la mano, la mirada llena del azul imposible de la fachada, ¿le gusta, Fátima?.

Villa Sousa: prefacio

            
         Este post está dedicado a los perrucos que no se quieran leer el relatuelo que voy a colgar a continuación, y no les culpo, porque me ha salido laargo. Será porque hoy, oh milagro, Silvia, 1, Cambio de hora, 0. Qué es eso que dicen toodos los años en el telediaro “qué bien, una hora más para dormir”. A lo que yo respondo: a ver, criatura, ¿también en domingo te dice el reloj cuánto tienes que dormir? ¡Escucha a tu body! Es lo que yo he hecho, y por eso he desayunado a las 08:30 en mi barriga, a las 07:30 oficial. Conclusión y premio: es este día cabe de todo. Tostadas. Capítulo de Mad Men (¡¡¡Don Drapeer, escúchame, baila al twist conmigo!!!). Un poquito de lectura repantigada cual odalisca en el rayazo de sol que entraba por el balcón del dormitorio. Limpieza del cuarto del baño. Oh, sí. Sesión hortera en el youtube a cargo de DJ J., que ha culminado con un glorioso “Tengo el corazón contento, el corazón contento”. Apertura samurai de una calabaza. Elaboración de un suntuoso (pues sí) rissotto de eso mismo y setas y salchichas. Platos. Repantigamiento en el sofá. Melocotón. Baile con el señor youtube. Relato. Paseos blogueriles. Relato. Dispersión. Relato. Cuándo se acaba este dichoso día.

       En fin, que los prefacios son lo peor, y hasta yo quiero saltarme el de mi propio relato. Sólo quería contaros que esto File:Villa Sousa Lisboa 2.JPGes Villa Sousa. Un ejemplo de una de esas casas de vecinos que empezaron a levantarse en el siglo XIX en Lisboa, para acoger a los obreros que empezaban a engordar el censo de la ciudad. Ojalá se apreciara en la foto (que no es mía, y cómo es posible que no le haya hecho una foto en ninguno de las siete ocasiones en que he estado en Lisboa, si es uno de sus edificios más bonitos. A lo mejor es que la capturé de refilón, sin darme cuenta, en todas mis fotos...), digo que ojalá pudierais daros cuenta de cómo refulge el azul de su fachada. Debe de ser especial vivir en un sitio así.

viernes, 28 de octubre de 2011

Y con ésta se acaba mi cuota de quejas para una temporada


       Estos días mi estabilidad emocional tiene menos crédito que el ministro de economía griego. Hoy estoy tranquila como un cocotero, pero ayer, bueno, ayer. Al final se arregló con la música escalofriante y las imágenes a velocidad retardada de “Deseando amar” (una peli de Wong Kar wai, escasos amiguitos), y la certeza de mi mano en la de Jose, inmune a la hipótesis de lo que hubiera ocurrido si ninguno de los dos nos hubiéramos atrevido, hace ya casi tres años. Pero la inquietud volverá, igual que las campañas chungas de la DGT. Lo maduro sería reconocer que no tengo motivo ninguno, y que por tanto la inquietud sólo responde a una blandura de carácter propia de los niños nacidos con la democracia (cuánto daño pueden hacer los discursitos de una madre manchega). Pero como es viernes, y no están los cuerpos para ejercicios de autocrítica, me resulta pe-ren-to-rio encontrar un culpable, ahora, ya, para estos vaivenes que no me dejan estrías porque tengo el corazoncito muy elástico.

          Por ejemplo, el tiempo. Oh, sí. Cada vez que Jose dice “me duele esto, es que va a cambiar el tiempo”, o en el retorcimiento absoluto de lo rancio, “tienes el otoño metío en el cuerpo”, me dan ganas de cobrarle por lo menos cinco euros. Si lo hubiera establecido como cláusula en el contrato de nuestra convivencia, ahora tendría posibles como para largarme a las islas Fiji con el hombre de chocolate. A veces tengo la sensación de haberme liado con Omaíta. Así que, toma, hijo, tus cinco euros correspondientes, y guárdate esos aires de triunfo. En realidad la lluvia me gusta. Cantidad. Muchos instantes felices de mi vida están todavía mojados. ¿Queréis ejemplos concretos, verdad, caracolillos?

       (Cuando el bombero me acarició la mejilla debajo del alero el que nos habíamos refugiado. Fue justo antes de que nos besáramos, y a mí me sobrecogió ese gesto inesperado de ternura en un tío que, estaba claro, no tenía más intención que la de permitir que me beneficiara de sus morenas carnes.
         O una vez cogiendo setas en medio de un quejigal, durante una mañana de trabajo. Llovía con ansia, sí, pero los árboles formaban una cúpula que ni la de San Pedro sobre mi cabeza y la de mi compañero, y el agua nos alcanzaba fina, blanda como aquella caricia, lo justo como sentir que estaba vestida con plumas, más que con un horrible anorak que convertía mis formas en las del muñeco Michelín. Y las setas relumbraban, de un naranja inconcebible, como las monedas en los sueños, y otra, y otra, y mira, Manolo, qué montoooón, pero niña, tienes que armar ese jaleo, y luego el olor de las setas en mi microcasa sin tabiques, y la lluvia que arreciaba fuera)
      
       Que la lluvia es amor, sí. Pero andar por la calle con el paraguas me deprime. Es como una caricatura del hecho de que somos, los humanos, tristes criaturas aisladas que no saben comunicarse con sinceridad entre sí. Y está el asunto de la luz. Me quejo ahora para no hacerlo, de forma muy, muy patética, este domingo, cuando el cambio de hora, que es el momento horribilis del año por excelencia. Pienso ignorarlo (porque está muy pagado de su poder maligno), brindando con mi taza de té en la merienda, entre tinieblas.

       Y qué decir de la siesta, con la que mantengo una sólida relación amor-odio. ¿Por qué sigo insistiendo, si me sienta tal mal como a Ana Obregón los trikinis? Es verdad que mi cuerpo humano no está genéticamente configurado para levantarse a las seis y media de la mañana, por muy diurnos que sean mis biorritmos (o precisamente, porque esa hora es noche hasta en agosto, úsemos el lenguaje con propiedad), y que después de comer, muero. Pero es que cuando me despierto, requetemuero. Me levanto con el estómago en plan primavera árabe, la boca sucia, por mucho que me haya frotado los dientes antes, y, a veces,con una penita mu grande. Pidiendo a gritos que me devuelvan a la cuna. Dos despertares al día son cosa de trauma.

        Fuese por lo que fuese, la tarde de ayer puso a prueba los todavía grandes poderes de la autocompasión. Sé que esta semana no me estoy currando mucho mi imagen de fuerte-y-misteriosa-habitante- del-Vogue, pero, qué hacemos, no se puede estar metiendo la barriga toda la vida. Lo (único) que me pasaba es que de pronto no le encontré demasiado sentido a este esfuerzo de poner mi corazón en el escaparate de la carnicería. Pasaba que me sentí, como tantas otras veces, invisible. Que sigo enganchada a la vieja expectativa de que suceda algo, no sé bien qué, una red de conexiones fulgurantes, una especie de relleno de las superficies, pero algo. Como si la vida necesitara siempre un toque de Photoshop. Que no me olvido de poner mi propio valor en la balanza de los demás. Que escribir a secas ya no es suficiente, si no estoy convencida del todo de estar compartiéndolo. Que – atención, chantaje emocional a la vista – quiero comentarios y lectores mil, repámpanos.

       (Ya estoy mejor. Lo único que echo de menos en estos instantes es un buen par de calcetines y un libro del que enamorarme)

jueves, 27 de octubre de 2011

Amigo


           
     Me pasa que de tanto en tanto siento cómo va creciendo la necesidad de escribirte una carta. Empieza de manera tímida, porque alguien pronuncia la palabra “amigo”, o porque yo llamo a un compañero por su nombre, que es también el tuyo. Porque cuando abro una lata de mejillones, me viene la imagen de aquel picnic extravagante que celebramos una vez tú y yo, en pijama, en el cuarto de baño del hotel en el que nos alojamos en Lisboa. Porque alguien, aquí en la oficina, cuenta el modus operandi de un tío que ha estado metiendo fuego en el camino que baja a la playa de Cantarriján, yo me acuerdo de cuando tú, yo y alguien más, bajamos también por él, o a lo mejor no era esa playa ni ese camino, sino la del Cañuelo, y a mí se me rompió a traición una sandalia, y tú te descalzaste también y compartiste mi via crucis por la cuesta pedregosa. Empieza así, como un picotazo diminuto de mosquito que te rascas, te rascas, y de pronto es una herida. Pero ni siquiera es tan dramático, el desarrollo de esa necesidad. Crece sin más, un poquito cada día, y yo la escucho como si fuera un río subterráneo, mientras voy del gimnasio a la casa, y de la casa al trabajo, o mientras estoy meciendo la olla para que ligue el guiso de boniato.

            Entonces me pregunto “qué estará haciendo él ahora”. ¿Te seguirá abriendo las carnes el circo de la enseñanza del que formas parte? ¿O ya ni siquiera, porque quizás a estas alturas tú mismo seas una cifra más en la estadística cruel del recorte en la contratación de interinos? ¿Te durará todavía el impulso con el que retomaste la tesina? ¿Por qué rincón de tu comarca andarán de paseo tus piernas y tu imaginación? ¿O estarás plantando ya los puerros? ¿O tumbado en el sofá, con la vista fija en el techo, buscando, buscando?

             Preguntas que se resolverían fácilmente con una llamada de teléfono. Todos los días programo llamarte, y todas las noches me conformo con las excusas que me lo han impedido, y me digo, como Escarlata O´Hara, mañana, mañana. Sé que a ti estos propósitos te hacen sentir un poco incómodo, como si con ellos yo expresara un tipo de obligación social que nunca, desde que nos conocemos, ha parecido afectarnos. Así que, mientras te llamo o no, te sigo imaginando, y dejo que se abra un huequecito de tranquilidad y silencio en la caja de hilos de mi cerebro, para poder hablar contigo.
   
        Aunque no sepa muy bien qué decirte que no sea un plagio de todas las cartas que ya te he escrito. En mis diarios hay unas cuantas, y no sé cuál de ellas te habré enviado, o cuál se ha quedado depositada en una caja fuerte de la que hasta yo he perdido la clave. Si los leyeras, los diarios, te asustarías, igual que yo me he asustado ahora. Quizás te conmovería la manera en la que mi aislamiento se quedó deslumbrado al conocerte. Te llenaría de ternura que desde el principio te reconociera como al compañero de recreo que siempre estuve esperando. Te enorgullecería el hecho de que tus sueños y tus visiones fueran inmediatamente los míos, y que desde entonces siento Sancti Petri o el sabor salado de la manzanilla como algo muy íntimo, como si yo hubiera sido también el niño que tú fuiste. Quizás te ahogaría la cantidad de sentimiento que eché encima de tu nombre. Quizás te irritaría comprobar cómo todas las necesidades que por entonces me acuciaban se apropiaron de ti y te mitificaron. Tú no eras simplemente tú, mi amigo y mi compinche intermitente. Tú eras una esperanza que quemaba. Porque yo te quería. Como suena. Sí, ya sé que más de una vez nos hemos intercambiado declaraciones de amor. Pero no hablo de eso. Yo te quería, eso queda claro en los diarios, y nunca me atreví a decírtelo. Un día, creo que estábamos en un chiringuito de Cabopino, comenté de pasada lo bueno, lo liberador que sería poder decirlo todo, abrir la caja de los secretos y tirar a la basura los diarios. Qué poco honrada fui, ¿verdad?, qué cobarde.

      Y qué cabal, pienso ahora. Porque por encima de todas mis necesidades frustradas y todo mis deseos seguía bullendo una amistad auténtica, una fuente de risa, iluminación y sinapsis. Cuando quedó claro que nunca habría otra posibilidad más que esa, qué liberación de repente, qué paz. Fue una especie de revelación budista: mi expectativa, la imagen de ti que yo me había compuesto, se borraron de un plumazo, y quedaste tú, intacto, y yo, limpia.

       Te confieso ahora esto, de una manera exhibicionista que puede que no comprendas. Va ya para dos años que no nos vemos. Sonaría tan artificial que, por teléfono, escuchara tus proyectos, te contara los míos, nos quejáramos un poco para no perder la costumbre, nos pisáramos el turno al hablar, y luego yo saliera con un “y por cierto...”. Mejor esta carta. Va para dos años que no nos vemos. A veces me pregunto si esto no será más un empeño que una amistad. Siempre ha sido tan básica esa palabra y se han colmado tan poco sus posibilidades, siempre, que me pregunto si no habré estado abusando de ella como de un villancico. Y, sin embargo, pese a la lógica del tiempo y del espacio, te sigo sintiendo cerca.
 

miércoles, 26 de octubre de 2011

Mi (dudoso) gusto por los hombres (I)

     Anda por ahí suelto un tío muy, muy chungo que, no contento con espiarme las fotos de ciertos personos que han pasado por mi vida (sin pena ni gloria vendría ahora de perilla, si no fuera porque alguno de ellos pasaron con muuucha más pena que gloria), se atreve a sentenciar que mi gusto en materia de hombres es...asqueroso. Y se queda tan tranquilo, hinchado como un tertuliano. Si yo no fuera un alma noble que trata de dar cada día un pasito más por la senda del Buda, le restregaría el silogismo delante de las narices: a ver si tú eres hombre, y todos los hombres que a mí me gustan son unos chocos olímpicos... En fin, tú mismo. A lo mejor es que este tío chungo, con sus pestañas de jirafa, se cree mi redentor estético. (Se quita las gafas, abre mucho sus ojos de Betty Boop, y en lugar de decirme "asqueroso...hasta que llegué yo", que lo da por sobreentendido, suelta un miau)
 
      No esperen que ponga aquí las fotos de la polémica, y que luego les pase la encuesta, especie de criaturas ávidas de deluxes. Simplemente voy a hacer un repasito ligero, no de esos ejemplares obvios que marean de guapos, esos que cuesta clasificar dentro de los Homo sapiens, sino de mi lista particular, subjetiva y aberrante (quedarán muchos fuera) de lo que llamo el Triángulo de las Bermudas de la Feromona. Es una cuestión peliaguda, decidir quién merece formar parte de semejante lista. Los hay feos como para abrasar las retinas. De algunos hasta te avergüenza íntimamente que te pongan tontuna. Los hay que a priori se ven insulsos. Los hay hasta guapos. Da igual su aspecto físico: la señal inequívoca de que un tío vive en el Triángulo es que, al mirarlos, te dan ganas de tirarles las bragas. Y punto. Es la llamada absurda de la selva. Así que no filosofemos.
 
      Por ejemplo
        Oh, sí, es él, Nick Cave. Qué calor hace en Granada por esta época del año.Este horror trompudo y frentón es el puto amo de las Bermudas. En serio. Está en la cúspide de la lista de "dios, cómo puede gustarme tanto semejante adefesio". Y eso que no he puesto fotos recientes, en las que, cómo es posible, qué enigmas de la naturaleza, la frente crece, crece. Ah, pero esa voz de fondo de botella, ese halo de soy un arrastrao pero busco a mi ángel salvador, y oh, Silvia, eres tú, eres tú. Lo dice su mirada. Esa piernas de palillo. Esa manera de mover los pies, como de cine mudo. Esas caderas de cabaretera heroinómana. La cara de lagarto, por dios. No me apedreen todavía. Veánlo moverse (en serio, ¿no hace calor?)
            Ggggrrrr. Yo me iba detrás suya lamiendo el asfalto de la Ruta 66
 
 
         También está este buen señor que podría haberle copiado los dictados a mi padre en la escuela. Es uno de esos hombres-dromedario que, contra todo sentido común, me molan. Es filósofo, y efectivamente, tiene pinta de yo a las alumnas me las como a pares. Su estilo literario tiene esa misma pinta. Mucho ropaje hermético, para mi gusto cada vez más tajante.Ah, pero es que me recuerda a mi profesor de filosofía de COU. Lo sé, eso es más viejo que Altamira, tope cutre. Pero de todas formas a mi este señor me pone en la mente imágenes de amor griego, sudores entre mármol y matemáticas. Soy lo peor. Por cierto, es Rafael Argullol
 

         


       Voy a hacer algo por mi imagen pública. No puede ser que el tío chungo sea vitoreado por la blogosfera.