De pronto, cada vez que se asomaba al patio, él estaba allí, tomando apuntes en un bloc, o casi escondido tras un lienzo. O ni siquiera pintando. Porque no era raro verlo jugar con los niños al fútbol rácano que permitían las dimensiones de Villa Sousa, o compartir un cigarro con los viejos, que a Fátima siempre le recordaban a un reloj de sol, porque gracias a sus desplazamientos en pos del calor ella podía adivinar la hora. Otras veces simplemente estaba solo, y eso sí que era raro en aquella casa de vecinos en la que las separaciones eran más bien permeables. Allí todo el espacio era de todos, y todas las historias de todos. La gente apenas si bajaba la voz para hablar de sus vecinos, así que no había quien no supiese que Chaves el carpintero andaba liado con la viuda Almeida, y su mujer tan contenta, porque así la dejaba tranquila al menos tres de las siete noches de la semana. Que los hijos de António Oliveira tenían tratos muy poco secretos con no sé qué grupo anarquista, y que ese cuento sólo podía terminar mal, con lo buenos chicos que siempre habían sido. Que Filipa la del cuarto derecha iba por ahí diciendo que no aguantaba más en esa cárcel, y vaya si se le notaba la manera que tenía en mente para liberarse, cada vez que salía por el portón de hierro, taconeando con fuerza si sentía que las vecinas estaban asomadas al patio, que sí, que siempre, y cargando el ambiente con su perfume de contrabando. Que Fátima estaba cada vez más flaca y mustia, y sólo podía ser porque los niños seguían empeñados en no llegar a su casa.
Lo que ella no entendía era cómo nadie había comentado la llegada del pintor a Villa Sousa. Estaba allí, siempre en el patio, siempre con su sonrisa acentuada por la barba castaña, y era como si formara parte del lugar de toda la vida, igual que la farola de gas o que los cubos de basura. Fátima no podía recordar el momento en que el pintor había saltado de la nada a la presencia inevitable, o cuándo ella había dejado de verlo por casualidad, al tender la ropa, al salir a los mandados, y había empezado a asomarse porque sí, o con una débil excusa que ella se buscaba como si fueran a preguntarle, sólo para verlo pintar, jugar, tomar el sol como si el patio de la casa fuera la felicidad.
Los vecinos no la ayudaban a salir de su perplejidad: nadie se cuestionaba, por ejemplo, de dónde había salido, o por qué había elegido el lugar para refugiarse. Nadie, muy raro también, lo había juzgado todavía como lo que era, un forastero. Lo habían aceptado sin más en la intimidad vieja de la casa, sin desconfianza, sin que lo pusieran a prueba. Quizás se sentían orgullosos porque un artista hubiera elegido la Villa no sólo para vivir, sino como motivo principal de su arte, y eso que tenía el Mirador de Graça ahí al lado, con lo mejor de Lisboa a disposición de su pincel o su lápiz. En lugar del Tajo, del castillo o de las ruinas del Carmo, que él decía dejar para los dibujantes de a un escudo la postal, el pintor se pasaba las horas mirando y retratando las fachadas interiores del patio. Las coladas de cada uno de los pisos. Las figuras fugaces de los niños. La luz aplastante de agosto. La luz famélica de enero. Las rutinas.
Incluso había empezado a solicitar que los vecinos posaran para él, y ellos, así, sin vergüenza ninguna, fueron aceptando. A Fátima le daba un poco de risa asomarse un poquito a su ventana, y espiar, escondida tras los visillos, la chaquetilla que se había colocado la Rosa para ser retratada: era la que usó para el bautizo del último de sus hijos, y Fátima casi contaba los minutos que quedaban para que las costuras de las axilas reventasen. Le hacía gracia la cara tan seria de los viejos, lo tiesos que se ponían al posar, y los morritos que sacaba Filipa, la manera que tenía de prometerle al pintor con la mirada. Y también se burlaba para sus adentros de ese repentino interés por el arte de sus vecinos, ellos que no tuvieron reparo en regalarle palabras venenosas a su primo Miguel, cada vez que lo oían ensayar con su violín, o que torcían el gesto al relatar el lío de la chica de Margarida Lopes con uno de esos muertos de hambre de Alfama.
Fátima se reía, porque no sabía de otra manera para esconderse de su qué, ¿de sus nervios? No sabía qué nombre ponerle a ese ir y venir de la casa a la calle con el monedero en la mano, que ya empezaba a llamar la atención de las vecinas, “¿otra vez se te ha olvidado algo, chiquilla?”, y luego varios meneos de cabeza y un “pobrecilla”. Cómo nombrar al impulso de sacar ropa limpia del armario y volverla a lavar, sólo para tener que tenderla, o a la ocurrencia de llegar a la casa cargada de geranios, qué extravagancia, y pasarse los ratos muertos haciendo como que los regaba, los podaba, hasta les hablaba entre murmullos, “¿y a mí cuándo me lo vas a pedir, por qué a mí no me quieres retratar?” Porque ella podía bajar al patio cien veces al día y con cien excusas distintas, regresar rápidamente a su casa, y el pintor, nada, no había manera, nunca le pedía que se sentara en la sillita plegable y posara para él, si acaso un buenos días, buenas tardes, hasta buenas noches, señora Fátima, llevándose a la frente la mano del pincel, como si se quitase el sombrero que nunca llevaba, vaya un hombre sin modales.
Sólo una vez pensó que iba a pedírselo, y no fue en el patio, sino junto a la fachada exterior de la Villa. Fátima llevaba junto al pecho la tercera hogaza de pan del día, pensando en la cantidad de migas y de sopas que iba a tener que hacer para gastarlo, y allí estaba el pintor, muy cerca de los azulejos, como si se estuviera comiendo con los ojos su color. “Extraordinario, ¿verdad? ¿No le recuerda al fondo del mar?” Y ella, callada, porque, aparte del Mar de Paja, ella no había visto más mar que el de Cascais, adonde su marido la había llevado de excursión dos días después de su boda, y no, para nada tenía ese azul el mar a la altura de la playa de Cascais. Él se quedó también callado, y Fátima pensó “ahora es cuando me lo pide”. Pero lo único que le pidió es que no faltara a la exposición de los cuadros que había realizado durante esos meses en Villa Sousa, una cosa improvisada en el patio, habrá música, y la señora Rosa se ha empeñado en preparar una tonelada de comida, una especie de fiesta de despedida, no falte, Fátima.
Cómo iba a faltar, si cinco vecinas, por iniciativa propia o enviadas por su marido, llamaron a su puerta esa tarde para preguntarle qué le pasaba, y fue la sexta la que no quiso saber nada de décimas ni de náuseas, y la sacó por la muñeca de su piso, a pesar de que eran auténticas, las náuseas. Abajo, en el patio, estaban todos los habitantes de esa ciudad diminuta que era Villa Sousa, engalanados con sus pardas ropas de domingo, rodeando al pintor, dándole la mano, o manotazos en la espalda. Él, con un vaso de vino en la mano y por primera vez con chaqueta y una ridícula pajarita, se llevó dos dedos a la frente para saludarla. Fátima comenzó a mirar con desgana los cuadros que Chaves había ayudado a colgar, lo sabía porque fue lo último que se había atrevido a mirar tras los visillos antes de meterse en la cama. Al principio no comprendió. Ahí estaba el retrato del señor Moura. El de Oliveira, Chaves, Filipa. El de la señora Rosa, los niños jugando al balón, y en todos ellos había una ventana al fondo, pequeñita, y una mano entre visillos, o una mujer que tendía la ropa. El pintor se puso a su lado cuando contemplaba el cuadro que ningún vecino había entendido, los artistas, ya se sabe, porque en él sólo se veían tres peldaños de la oscura escalera izquierda, y un par de piernas de mujer, apenas los zapatos de tacón bajo y dos medias pantorrillas, pero un poco borrosos, desenfocados, como si hubieran sido captados en pleno movimiento. Fátima reconoció sus zapatos más viejos y su prisa, justo cuando el pintor le preguntaba, el vaso vacío de vino todavía en la mano, la mirada llena del azul imposible de la fachada, ¿le gusta, Fátima?.