domingo, 30 de septiembre de 2018

Algunas cosas que aprendí sobre la luz


Estos días estuve de curso a tres pasos de Doñana, donde el cielo es malva antes de ponerse un pijama rojo y al horizonte no lo fruncen las sierras. Tierra inconclusa, reino anfibio: llegar, quedarte y comprobarla no conseguirán que su leyenda desluzca. Me quedé tan cerca esta vez que se redobló el hechizo. Y ahora, a más de trescientos kilómetros de distancia, un lazo imantado da tirones de mí y me reclama.

Pero aunque pude escuchar a las sirenas, hice mi curso sobre el impacto de los tendidos eléctricos en la avifauna y aprendí mucho. Recordé que el ser humano es una especie con una voracidad de energía insólita. Ponte en cuadrupedia y piensa en un animal cualquiera de tu tamaño. Compara ahora las calorías que necesita para desarrollar sus funciones vitales un carnero, por ejemplo, con las que tú necesitas. No me refiero sólo a lo que comes, sino a toda la energía que requieren tus desplazamientos, la construcción de tu refugio, las horas que no dedicas estrictamente a procurarte alimento o pareja. Haz las cuentas y comprenderás que, aunque todas las plantas y todos los insectos puedan pesar más que nosotros, los humanos engullimos sol en sus diversas recetas como ninguna otra especie. Padecemos de una bulimia incorregible. El planeta entero chapotea en nuestro vómito.

Aprendí que no sé nada apenas de cómo opera este mundo. No es que no me entre completamente en la cabeza la física subatómica. Tampoco que no capte el dibujo que forman al entrelazarse los seres vivos. Hay cierto punto en que acepto del mismo modo que a relatos fantásticos las teorías acerca de cómo funciona la mente y cómo la electroquímica cerebral se traduce en humores y recuerdos. Vivir es desconocer y me doblego a ello. Pero lo que sí me produce sonrojo es saber tan poco sobre las fuerzas que hacen posible y modelan mis actividades más básicas. Sé tanto de lo que ocurre cuando pulso un interruptor de la luz como de lo que sueñan los elfos. El porqué de que las aguas negras y las potables no confundan nunca sus rutas. Nunca me he planteado cómo se mantienen congelados mis guisantes. Cómo una placa eléctrica me concede el don alquímico en la cocina. Cómo y desde dónde se levantan los paisajes musicales que surgen de mis auriculares. Mi vida no se entiende sin electricidad. Mi vida cotidiana está sometida a la magia hermética.

Aprendí cifras intolerables acerca de muertes de pájaros. Cada vez que enciendo la luz me convierto en cómplice. El olor a pluma quemada no llega a mi casa. Sería de justicia que pasara eso.

Aquí, matando águilas.


Pero aprendí también, y se lo debo a la gente que me encontré allí, que mi fe es recalcitrante. Las evidencias nos aventajan: los mares son un erial; el aire está erizado de trampas y es apenas respirable; la tierra huele a cadáveres; los ojos están dejando de buscarse. Y sin embargo, creo que aún hay antídotos válidos contra la mezquindad y la rapiña. Creo que encontraremos modos de vivir más limpiamente. Creo que las pequeñas cifras terminarán decidiendo el resultado de las cuentas. Creo que la bondad, practicada en gestos mínimos que no esperan recompensa, alcanzará a rastrear y desactivar minas. Creo que quedan personas para las que el compromiso no es una palabra hueca. Personas con una luz adentro que se transmite pero no electrocuta.


sábado, 22 de septiembre de 2018

Volver diminuta


No esperes una gran primera frase. De hecho, yo no confío en primeras ni en últimas grandes frases. Pienso en esos epitafios orales como monumentos de algunos moribundos ilustres: la muerte en la cama debe de ser un asunto demasiado gradual como para que uno se ponga estupendo sin quedar en rídiculo, si el último suspiro se retrasa. Por eso, seré casi insignificante. Después de pausas como ésta es preciso ser humilde y aprender a dar pasos pequeños. Después de casi romperme el sacro, o el coxis, o como quiera que anatómicamente se denomine el lugar donde mi humanidad disimula su nostalgia del mono, es lo que debería hacer también con mi cuerpo. No pretender que el golpe y la convalecencia siguiente no han sido. Vacilante aún, no tratar de superar en centímetros el último salto ágil. Las ausencias prolongadas deberían ser sanadas con gestos modestos.

Así que escribiré como si acabase de descubrir el mecanismo de ensartar letras, una ristra de zarzamoras enhebrada en una brizna de hierba. Escribiré como si nunca lo hubiera hecho antes. Me plegaré a la verdad cotidiana de que a veces un paseo lento es una forma de arrojo. Y recuperaré la certeza, por muy a autoayuda que suene, de que la felicidad y el dolor en mayúsculas se construyen con ladrillitos.

Es que llevo días herida y salvada por lo pequeño:

Este piso diminuto ha sido tomado por las pulgas, y en las cuatro piernas que la habitan se dibujan constelaciones de ronchas.
Antes de encender el ordenador me he comido una mousse de chocolate con una lentitud que podría ser considerada una variante erótica, o meditativa, o de arte.
Por culpa de esa lesión que no me cuido, porque mi inquietud prefiere el dolor al varamiento, no puedo tumbarme boca arriba. Lo hago y es como si me aplicaran ahí cables de una picana. Un aguijonazo eléctrico perfectamente reducido que me impide flotar en la cama y evadirme.
No sé dónde colocar, hasta que lo regale, un paquete de leche en polvo para gatitos.
No me había dado cuenta todavía de hasta qué punto me oprimen los espacios atestados y exiguos. A veces la cercanía de tantas cosas sólidas se me hace antipática.
Y tengo leche para gatitos porque hace una semana rescatamos uno de la boca de un podenco y nos lo trajimos a casa. Nos puso patas arriba corazón y paciencia, porque era tan, pero tan nuevo y minúsculo que apenas tanteaba aún las habilidades precisas para sobrevivir por su cuenta. Y sin embargo parecía alimentarse con su propio latido exultante, animalito casi fotosintético.
Hace dos tardes que lo entregamos a una muchacha de ojos afelpados. Me resulta prodigioso cómo un hueco tan pequeño puede crecer y crecer, ensanchar y ahondarse hasta parir todo un continente de nostalgia. También de alivio.
Cómo imparten lecciones imborrables los dolores pasajeros, los encuentros tan fugaces que al pensarlos parecen un sueño, los detalles nimios.
Cómo moldean la vida las pequeñeces casi imperceptibles.
Cómo letra a letra insignificante el silencio se deshiela y se rompe.



Pumuki siempre será una chispita mía. Yo seré para siempre completamente de Pumuki.