domingo, 24 de junio de 2018

Felicidades. Por qué no.



Pensaba en ti ya antes de que el guiso empezara a soltar su carga de olor francotiradora. Hacía cuentas, ¿sabes?, descontando años a la edad de tus hermanas, repasando ese rosario. La olla rápida hizo las diabluras físico-químicas que por desconocimiento llamamos magia, y me pegó un balazo de memoria. No al modo de una magdalena pomposa. No me izó y me arrastró una ola de recuerdos concretos. Fue más bien como cuando andando por el monte, atraviesas un jirón de niebla. Luego te quedas con la sensación de que algo te ha mojado, pero si te tocas la ropa, la sigues teniendo seca. La memoria como un estado vago de la atmósfera.

No una magdalena, sino algo musculoso y tajante como un guiso de cordero de los que hacía tu madre. Estepa castellana rectificada por un buen puñado de verduras de huerta. Lo huelo y pienso pueblo: la calle de pronto florecida con cagarrutas de oveja, cuando todavía hacía las funciones de vía pecuaria, y hace tiempo suficiente que no voy por allí como para desconocer si el tráfico humano ha expulsado definitivamente al de los rebaños. La hiedra en el patio, cascada verde hondo empeñada en refutar la meseta. Avispas emborrachándose en las uvas que cuelgan sobre mi cabeza, o todo lo contrario, el cielo demasiado cerca, demasiado abajo, demasiado desnudo, porque diciembre todo lo despluma y todo lo revela. El síndrome de la mesa camilla: tibias ardientes, culo entumecido, capas de modorra y hambre acumulándose. Y una tensión flotando en el aire espeso, porque a ti, los ojos cerrados en el sillón celeste, vuelve a dolerte la cabeza cuando tus hermanas empiezan a despuntar judías.

Hoy se te perdona, porque es tu santo y tu cumpleaños. Por la última esquina de mi ojo veo aparecer, sonrisa de gato de Chesire, una de tus miradas burlonas. Las efemérides reglamentarias te cargan, como a tus hermanas, como a mí también, con la boca chica. Pero, mira, anoche estuve en la playa. No con ellas, sino con novio y con padre. Hicimos el tonto un poquito. Nos mojamos los pies en el mar. Quemamos papeles escritos con nuestros lastres. Oye, sin cerillas ni mechero: con un encendedor de cocina que apenas si daba llama; aquello de lo que queríamos liberarnos no quería quemarse. Con lo que me había costado escribir el mío, porque estoy mansa y reconciliándome. Pero al final encontré el hilo, la veta de mineral pesado. Y al final nuestra hoguera ínfima rindió cenizas. Tú: ¿Para qué, por qué? Yo: por qué no. Si quisiéramos clasificar a las personas, esa podría ser otra clave estúpida.

Por qué no, como norma. Por qué no hacer el tonto. Inventar ritos. Suspender lógicas un instante. Sumarse a un cauce, inimaginable por viejo, de paganos. Por qué no abrazar a los muertos. Por qué no celebrarte. Hoy cumples, pese a tu probable gesto irónico, pese a tu voluntad fiera de no hacerlo, creo que cincuenta y cinco años. Por qué no creer un ratito que olores y espíritus son especies parientes. Que, dentro de mí, un guiso de cordero te reconforta, te quita el dolor, te devuelve recuerdos.


Parece que no, pero con paciencia lastres y taras son combustibles.


domingo, 10 de junio de 2018

Bailar con el almanaque



Casi siempre las distintas vueltas del año biológico me han pillado descuidada. Repitiéndose con cada calendario y conmoviéndome invariablemente como si hubiera nacido esta primavera misma. Yo todavía con mis manos frías, como cada día desde octubre a mayo, descubro que el cielo se mueve de pronto y me pregunto cómo es posible que los vencejos ya hayan llegado. Yo, dentro de un cortavientos: me pesca por la mirada el vuelo del aguilucho cenizo, sinopsis de los veranos quemados. Todo llega de pronto, parece, no sé si porque estoy demasiado lejos de este día, o demasiado cerca. Duermo con calcetines y de pronto ya no los llevo. Las amapolas de pronto, y de pronto un apagón en el campo. Yo siempre desprevenida; la realidad, siempre una sorpresa.

Supongo que es porque vivo en un lugar de estaciones hurañas. Es invierno, y de un día para otro verano, y viceversa. Apenas hay ambigüedades y zonas híbridas. Se ponen uno a otro mociones de censura, y no negocian entre ellos un traspaso educado de competencias. Así, apenas sin transiciones, no es raro que la mirada esté en vilo. Ay, una primera helada. Ay, los bajos de los pantalones erizados de espiguillas. Ay, el calor de siesta que supera hasta a las lagartijas.

Este año, en cambio: el tiempo ha alcanzado una meseta y las temporadas, aturdidas, se han apareado. Hay mestizos de todo tipo. Días que nacen primavera y mueren otoño. Otros tan dóciles que ni la piel los nota, y cuando no lo esperas, un ramalazo pillo de invierno o de verano. El año va a cámara lenta. Me habla fuerte y separando las sílabas, como si fuera una guiri. Empiezo a entender realmente el truco por el que un árbol de parque genera castañas que nadie va a comerse y que no van a mandar al árbol adulto a viajar más allá de su copa. Me estoy mal acostumbrando a la mansedumbre.

A las flores se les va a olvidar morirse. Y a mí mi viejo plan de escribir el año. Llevo queriéndolo desde hace mucho. Anotar 10 de junio: el naranjo amargo frente a mi balcón tiene ya bolitas del tamaño de garbanzos. Los muerciélagos empezaron a zascandilear a las 22:13. Era una estrategia que planeé contra el sobresalto. Una manera de hermanarme por fin con el calendario. De meter en mi casa la sorpresa a la manera de los cetreros: aceptando que, aunque se suba a mi puño y cace para mí y luego vuelva, es una especie dueña de sí y salvaje.

Trataré alguna vez de cogerle el paso a la naturaleza y de que mis palabras bailen con ella, sin que nadie pise a nadie. Pero ahora mismo ya no hay tanta urgencia. No sólo porque el año se haya vuelto una especie de nudista lento y perezoso que va enseñando por ahí sus vergüenzas. No sólo porque yo procuro ir más atenta. Algunos escritores dicen que se dedican a lo suyo para leer por fin el libro que siempre han estado esperando. Si yo lo hiciera por esa razón, ya podría tumbarme felizmente a la bartola y dejarlo.

He encontrado un hermano mayor de mi libro no escrito: El país de los pájaros que duermen en el aire, de Mónica Fernández-Aceytuno, un hermoso, hermoso almanaque de criaturas y luces, un breviario de citas con el paisaje. Soy, espero que ya se sepa, una adicta a la mezcla de poesía y explicación de la naturaleza. Amo como a pocas cosas (inexacto: amo muchas, muchas cosas) los ojos que miran con amor lo desapercibido. Pues entre las tapas de éste me doy banquetes. El tiempo y sus hijos se me vuelven más accesibles. Pasa así: encuentras el libro y ya casi no necesitas labrarte a sangre y sudor un espacio.

Pero lo haré, seguramente. Ver bailar a quien lo hace excepcionalmente es un regalo. Hacerlo una misma, interiorizar en la carne propia la coreografía: una prueba de vida elocuente.

10 de junio: vuelvo a escribir en domingo como vuelan los abejarucos.


viernes, 1 de junio de 2018

En medio



En medio del vuelo de una higuera, sin rastro apenas de ternura. Hojas espesas, rasposas como barba de tres días. En las tres semanas que he estado lejos se han hecho adultas. Pero todavía parecen seguir siendo solteras. El sol no las ha desvirgado: no ha hecho calor suficiente como para que desprendan su característico perfume a sudor erótico, a abrazo. Estoy en medio de una sombra seria y casta. Como un soldado de gala en la fachada de un palacio. A salvo de una intemperie que es casi peligrosa, de tan benigna.

Me adentro entre las ramas a veces con el talante de los gatos que se protegen en los armarios. A veces hay nosequé en mi cabeza. Ganas de. Ganas de no. Una sensación de volverme líquida. Que me agrada y a la vez me asusta. Me preocupa que se me dé tan bien estar viva con simpleza. Como están vivas las hojas. Me he ido desembarazando tan concienzudamente de ficciones impuestas – la relevancia de lo que soy o lo que digo; el deseo de ser otras personas o en otros lugares; el derecho de cuna a que me atiendan - que a veces recelo de si eso es libertad o pobreza. Si he soltado demasiado lastre y ahora no hay quien me sujete.

En medio del árbol y del día. En medio del año. Las espigas silvestres de la parcela vecina ya son por fin rubias. Los días se resisten a dejarse paso. Yo estoy aproximadamente en mitad de mi vida, y supongo que eso es lo que a veces me inquieta. A veces me siento en la obligación de decirme, de reivindicar quien soy, de ser un poco más, antes de que se me haga tarde. Casi siempre la imposición me pesa. Lo natural y lo humano parecen tirar en direcciones opuestas. Lo líquido y el deseo de permanencia.

Cuando sospecho de mi facilidad natural vuelvo a buscar hojas. Y entonces la facilidad queda absuelta. Bajo los árboles pasan cosas mudas y milagrosas. Saber medio explicarlo científicamente no disminuye el asombro. Hay higos fetales en la punta de las ramas, engordando mientras los miro, sin que pueda darme cuenta. Parte de la energía de una estrella se está convirtiendo en azúcar. Parte rebota en las células de mi retina y me regala la ilusión de que todo es sólido. Hundo un par de dedos en la tierra. También ahí pasan cosas. Todo tipo de asociaciones e intercambios. Tan intrincado. Tan sin pensar. Tan dejándose ser y tan fácil.

A lo vivo se le da bien estar vivo. Probablemente la frase más idiota del año. Pero hoy me sirve. Yo también estoy viva, en medio y a merced de lo que venga. Soy humana y por tanto un trozo de naturaleza. La luz reina en todas partes: encriptada en los higos pequeñitos, en un alarde de espigas, dándole sentido a mis ojos, transformada en mi carne. El día se resistirá hoy también a morirse, y a mí estar a la intemperie y casi libre dejará otra vez de preocuparme.