Casi siempre las distintas
vueltas del año biológico me han pillado descuidada. Repitiéndose
con cada calendario y conmoviéndome invariablemente como si hubiera
nacido esta primavera misma. Yo todavía con mis manos frías, como
cada día desde octubre a mayo, descubro que el cielo se mueve de
pronto y me pregunto cómo es posible que los vencejos ya hayan
llegado. Yo, dentro de un cortavientos: me pesca por la mirada el
vuelo del aguilucho cenizo, sinopsis de los veranos quemados. Todo
llega de pronto, parece, no sé si porque estoy demasiado lejos de
este día, o demasiado cerca. Duermo con calcetines y de pronto ya no
los llevo. Las amapolas de pronto, y de pronto un apagón en el
campo. Yo siempre desprevenida; la realidad, siempre una sorpresa.
Supongo que es porque vivo
en un lugar de estaciones hurañas. Es invierno, y de un día para
otro verano, y viceversa. Apenas hay ambigüedades y zonas híbridas.
Se ponen uno a otro mociones de censura, y no negocian entre ellos un
traspaso educado de competencias. Así, apenas sin transiciones, no
es raro que la mirada esté en vilo. Ay, una primera helada. Ay, los
bajos de los pantalones erizados de espiguillas. Ay, el calor de
siesta que supera hasta a las lagartijas.
Este año, en cambio: el
tiempo ha alcanzado una meseta y las temporadas, aturdidas, se han
apareado. Hay mestizos de todo tipo. Días que nacen primavera y
mueren otoño. Otros tan dóciles que ni la piel los nota, y cuando
no lo esperas, un ramalazo pillo de invierno o de verano. El año va
a cámara lenta. Me habla fuerte y separando las sílabas, como si
fuera una guiri. Empiezo a entender realmente el truco por el
que un árbol de parque genera castañas que nadie va a comerse y que
no van a mandar al árbol adulto a viajar más allá de su copa. Me
estoy mal acostumbrando a la mansedumbre.
A las flores se les va a
olvidar morirse. Y a mí mi viejo plan de escribir el año. Llevo
queriéndolo desde hace mucho. Anotar 10 de junio: el naranjo
amargo frente a mi balcón tiene ya bolitas del tamaño de garbanzos.
Los muerciélagos empezaron a zascandilear a las 22:13. Era una
estrategia que planeé contra el sobresalto. Una manera de hermanarme
por fin con el calendario. De meter en mi casa la sorpresa a la
manera de los cetreros: aceptando que, aunque se suba a mi puño y
cace para mí y luego vuelva, es una especie dueña de sí y salvaje.
Trataré alguna vez de
cogerle el paso a la naturaleza y de que mis palabras bailen con
ella, sin que nadie pise a nadie. Pero ahora mismo ya no hay tanta
urgencia. No sólo porque el año se haya vuelto una especie de
nudista lento y perezoso que va enseñando por ahí sus vergüenzas.
No sólo porque yo procuro ir más atenta. Algunos escritores dicen
que se dedican a lo suyo para leer por fin el libro que siempre han
estado esperando. Si yo lo hiciera por esa razón, ya podría
tumbarme felizmente a la bartola y dejarlo.
He encontrado un hermano
mayor de mi libro no escrito: El país de los pájaros que duermen en el aire, de Mónica Fernández-Aceytuno, un hermoso, hermoso
almanaque de criaturas y luces, un breviario de citas con el paisaje.
Soy, espero que ya se sepa, una adicta a la mezcla de poesía y
explicación de la naturaleza. Amo como a pocas cosas (inexacto: amo
muchas, muchas cosas) los ojos que miran con amor lo desapercibido.
Pues entre las tapas de éste me doy banquetes. El tiempo y sus hijos
se me vuelven más accesibles. Pasa así: encuentras el libro y ya
casi no necesitas labrarte a sangre y sudor un espacio.
Pero lo haré, seguramente.
Ver bailar a quien lo hace excepcionalmente es un regalo. Hacerlo una
misma, interiorizar en la carne propia la coreografía: una prueba de
vida elocuente.
10 de junio: vuelvo a escribir en domingo como vuelan los abejarucos. |
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