domingo, 10 de junio de 2018

Bailar con el almanaque



Casi siempre las distintas vueltas del año biológico me han pillado descuidada. Repitiéndose con cada calendario y conmoviéndome invariablemente como si hubiera nacido esta primavera misma. Yo todavía con mis manos frías, como cada día desde octubre a mayo, descubro que el cielo se mueve de pronto y me pregunto cómo es posible que los vencejos ya hayan llegado. Yo, dentro de un cortavientos: me pesca por la mirada el vuelo del aguilucho cenizo, sinopsis de los veranos quemados. Todo llega de pronto, parece, no sé si porque estoy demasiado lejos de este día, o demasiado cerca. Duermo con calcetines y de pronto ya no los llevo. Las amapolas de pronto, y de pronto un apagón en el campo. Yo siempre desprevenida; la realidad, siempre una sorpresa.

Supongo que es porque vivo en un lugar de estaciones hurañas. Es invierno, y de un día para otro verano, y viceversa. Apenas hay ambigüedades y zonas híbridas. Se ponen uno a otro mociones de censura, y no negocian entre ellos un traspaso educado de competencias. Así, apenas sin transiciones, no es raro que la mirada esté en vilo. Ay, una primera helada. Ay, los bajos de los pantalones erizados de espiguillas. Ay, el calor de siesta que supera hasta a las lagartijas.

Este año, en cambio: el tiempo ha alcanzado una meseta y las temporadas, aturdidas, se han apareado. Hay mestizos de todo tipo. Días que nacen primavera y mueren otoño. Otros tan dóciles que ni la piel los nota, y cuando no lo esperas, un ramalazo pillo de invierno o de verano. El año va a cámara lenta. Me habla fuerte y separando las sílabas, como si fuera una guiri. Empiezo a entender realmente el truco por el que un árbol de parque genera castañas que nadie va a comerse y que no van a mandar al árbol adulto a viajar más allá de su copa. Me estoy mal acostumbrando a la mansedumbre.

A las flores se les va a olvidar morirse. Y a mí mi viejo plan de escribir el año. Llevo queriéndolo desde hace mucho. Anotar 10 de junio: el naranjo amargo frente a mi balcón tiene ya bolitas del tamaño de garbanzos. Los muerciélagos empezaron a zascandilear a las 22:13. Era una estrategia que planeé contra el sobresalto. Una manera de hermanarme por fin con el calendario. De meter en mi casa la sorpresa a la manera de los cetreros: aceptando que, aunque se suba a mi puño y cace para mí y luego vuelva, es una especie dueña de sí y salvaje.

Trataré alguna vez de cogerle el paso a la naturaleza y de que mis palabras bailen con ella, sin que nadie pise a nadie. Pero ahora mismo ya no hay tanta urgencia. No sólo porque el año se haya vuelto una especie de nudista lento y perezoso que va enseñando por ahí sus vergüenzas. No sólo porque yo procuro ir más atenta. Algunos escritores dicen que se dedican a lo suyo para leer por fin el libro que siempre han estado esperando. Si yo lo hiciera por esa razón, ya podría tumbarme felizmente a la bartola y dejarlo.

He encontrado un hermano mayor de mi libro no escrito: El país de los pájaros que duermen en el aire, de Mónica Fernández-Aceytuno, un hermoso, hermoso almanaque de criaturas y luces, un breviario de citas con el paisaje. Soy, espero que ya se sepa, una adicta a la mezcla de poesía y explicación de la naturaleza. Amo como a pocas cosas (inexacto: amo muchas, muchas cosas) los ojos que miran con amor lo desapercibido. Pues entre las tapas de éste me doy banquetes. El tiempo y sus hijos se me vuelven más accesibles. Pasa así: encuentras el libro y ya casi no necesitas labrarte a sangre y sudor un espacio.

Pero lo haré, seguramente. Ver bailar a quien lo hace excepcionalmente es un regalo. Hacerlo una misma, interiorizar en la carne propia la coreografía: una prueba de vida elocuente.

10 de junio: vuelvo a escribir en domingo como vuelan los abejarucos.


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